EL POLO FLASH!!!!!!!
Gominolas. Chucherías. Golosinas. O como muchos de nuestros padres las llamaban en un ataque de ira, “Las mierdas esas”. Eran baratas, de sabores y formas diversas, y desembocaron en un crecimiento desorbitado de visitas al dentista en nuestro años más mozos.
Pero no todas estaban cargadas de carbohidratos inútiles y azúcar en cantidades industriales. Algunas eran un soplo fresco en los calurosos veranos. Cuando no nos llegaba la paga de 100 Ptas semanales para pillarnos un Calipo, Drácula, o FrigoPie, siempre podíamos recurrir al sucedáneo más popular de su momento. EL POLO FLASH, de la marca KELIA, la de la ranita.
Este económico helado era, básicamente, un potingue asqueroso de diferentes sabores cargado de edulcorantes, colorantes, y productos químicos sacados del bidón donde cayó Melvin allá por 1985, y que oscilaba entre las 5 y las 25 Ptas – 1 ó 5 duros a la cuenta de la vieja – dependiendo siempre del tamaño del producto. Toda una maravilla dentro de la mermada economía del churumbel medio español.
Lo primero que llamaba la atención del producto era su alargado envoltorio de plástico en cuyo lado opaco, encontrábamos la mascota empresarial, la ranita verde con zapatillas deportivas relamiéndose mientras portaba dicho producto en la otra mano. Daba buen rollo. Veías la ranita y pensabas: “Si a la rana le gusta, a mi seguro que también”. Y efectivamente, su frescor, sabor, y adictividad no conocían límites.
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Por el otro lado, el envoltorio era transparente. Esto se convirtió en una grandísima idea ya que, gracias a ello, podias escoger el sabor que más te gustase entre la gran variedad que poseía la marca. Lo único que tenías que hacer era meter la mano en el arcón congelador de tu tienda habitual y rebuscar entre la marabunta de colores que allí se hallaban. El más popular siempre fue el de Cola… cosas de la juventud.
A priori, esto supone una ventaja. Poder rastrear el sabor preferido y escogerlo era un lujo pocas veces permitido. Pero a la largo del día, se convertía en una maldición egipcia. Conforme pasaban las horas, el arcón se vaciaba de los sabores más populares, y los últimos en llegar – los que se habían tirado hasta las 20:00 jugando al futbol y tenían la lengua como una lija de agua – se tenían que conformar con los sabores desechados, como el de naranja, el “pitufo” – ese azul celeste – o el de fresa. Porque todos sabemos que quien comía un helado de fresa, era una nenaza.
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Además, tras muchos niños, con las manos llenas de bacterias y demás inmundicia propia del suelo del parque, que habían buscado sus sabores preferidos y manoseado los otros, las condiciones de salubridad en las que se encontraban eran las propias para coger una Tenia, la lepra, o una diarrea de las que hacían historia en tu familia. En conclusión, el último pringaba siempre.
Una vez abierto tras una ardua tarea en donde uno se podía dejar los dientes, se comenzaba a degustar tan fresco producto con toda el ansia de la juventud, y del que tiene la garganta desierta. Fueran las ansias, o fueran nuestras diminutas bocas, al cabo de un rato este delicioso manjar se convertía en un arma de destrucción masiva. Y es que, poseía unos flecos de plástico a los lados que, poco a poco, iban rajándote las comisuras hasta convertirte en el Joker. Al principio, esto no importaba ya que el fresco bajaba el dolor, pero cuando este se acababa, y pasaba un rato, el dolor comenzaba a hacer de las suyas, y los insultos a la ranita volaban a un ritmo vertiginoso.
Pero no todo era negativo en este magnífico compendio químico gustativo. Su cojonudo sabor, su refrescante contenido, y su precio hacían de él “El Gran Quesote” de los helados. He dicho antes que el precio dependía del tamaño, y eso era cierto. Los de 1 duro eran relativamente largos. Los de 2 duros eran un poco más anchos pero más achaparrados, y los de 5 duros eran auténticos torpedos de sabor dirigidos a tu boca. El Nacho Vidal de los helados.
También eran los más letales. No todo podía ser bueno. Cuanto más grandes, menor era la distancia entre los flecos “infernales” y la comisuras de la boca. Al final tenías que comértelos por fascículos. Pero todo eso no dificulto su gran éxito, hasta el punto, de que, en una jugada empresarial digna de la corporación OCP, crearon toda una leyenda dentro del mundillo. Los de Dos Sabores.
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Estos eran, básicamente, polos de 5 duros, pero con un plástico interior separador entre dos secciones que poseían dos sabores diferentes, y que, mediante la combinación de ambos, se podían llegar al orgasmo culinario más absoluto. Los sabores utilizados, curiosamente, eran los menos populares, seguramente para quitárselos de encima. Limón, naranja y fresa se mezclaban entre sí para dar lugar a un manjar divino.
Por último, destaquemos un acto casi ritual. Era prácticamente imposible comerte el citado polo, en cualquiera de sus variantes tamaño-precio, sin que se te derritiera un mínimo. Al final, siempre quedaba el jugo. El liquido primigenio que daba todo su sabor, esencia, y toque químico inigualable a tan preciado manjar. Para conseguir este tesoro líquido, tenías dos formas: O lo volcabas a tu garganta o chupabas el plástico para que el líquido subiese poco a poco, y así disfrutarlo al máximo. Esto variaba según el niño, pero por lo general, las dos técnicas eran validas, y eran aplicadas por los zagales indistintamente.
Hoy en día, podemos seguir encontrando este producto en tiendas de golosinas, y diferentes grandes superficies, pero poco a poco se han visto desplazados por sus hermanos mayores de cucurucho o tarrina. Y además, se han visto asediados por sucedáneos que han intentado copiar su formula con más o menos resultado, pero sin ese toque que los hacían únicos.
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He visto el blog por casualidad en este sitio: http://reventao.es/2007/12/28/85/ y me ha hecho gracia, asi que lo comparto con vosotros.
Gominolas. Chucherías. Golosinas. O como muchos de nuestros padres las llamaban en un ataque de ira, “Las mierdas esas”. Eran baratas, de sabores y formas diversas, y desembocaron en un crecimiento desorbitado de visitas al dentista en nuestro años más mozos.
Pero no todas estaban cargadas de carbohidratos inútiles y azúcar en cantidades industriales. Algunas eran un soplo fresco en los calurosos veranos. Cuando no nos llegaba la paga de 100 Ptas semanales para pillarnos un Calipo, Drácula, o FrigoPie, siempre podíamos recurrir al sucedáneo más popular de su momento. EL POLO FLASH, de la marca KELIA, la de la ranita.
Este económico helado era, básicamente, un potingue asqueroso de diferentes sabores cargado de edulcorantes, colorantes, y productos químicos sacados del bidón donde cayó Melvin allá por 1985, y que oscilaba entre las 5 y las 25 Ptas – 1 ó 5 duros a la cuenta de la vieja – dependiendo siempre del tamaño del producto. Toda una maravilla dentro de la mermada economía del churumbel medio español.
Lo primero que llamaba la atención del producto era su alargado envoltorio de plástico en cuyo lado opaco, encontrábamos la mascota empresarial, la ranita verde con zapatillas deportivas relamiéndose mientras portaba dicho producto en la otra mano. Daba buen rollo. Veías la ranita y pensabas: “Si a la rana le gusta, a mi seguro que también”. Y efectivamente, su frescor, sabor, y adictividad no conocían límites.
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Por el otro lado, el envoltorio era transparente. Esto se convirtió en una grandísima idea ya que, gracias a ello, podias escoger el sabor que más te gustase entre la gran variedad que poseía la marca. Lo único que tenías que hacer era meter la mano en el arcón congelador de tu tienda habitual y rebuscar entre la marabunta de colores que allí se hallaban. El más popular siempre fue el de Cola… cosas de la juventud.
A priori, esto supone una ventaja. Poder rastrear el sabor preferido y escogerlo era un lujo pocas veces permitido. Pero a la largo del día, se convertía en una maldición egipcia. Conforme pasaban las horas, el arcón se vaciaba de los sabores más populares, y los últimos en llegar – los que se habían tirado hasta las 20:00 jugando al futbol y tenían la lengua como una lija de agua – se tenían que conformar con los sabores desechados, como el de naranja, el “pitufo” – ese azul celeste – o el de fresa. Porque todos sabemos que quien comía un helado de fresa, era una nenaza.
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Además, tras muchos niños, con las manos llenas de bacterias y demás inmundicia propia del suelo del parque, que habían buscado sus sabores preferidos y manoseado los otros, las condiciones de salubridad en las que se encontraban eran las propias para coger una Tenia, la lepra, o una diarrea de las que hacían historia en tu familia. En conclusión, el último pringaba siempre.
Una vez abierto tras una ardua tarea en donde uno se podía dejar los dientes, se comenzaba a degustar tan fresco producto con toda el ansia de la juventud, y del que tiene la garganta desierta. Fueran las ansias, o fueran nuestras diminutas bocas, al cabo de un rato este delicioso manjar se convertía en un arma de destrucción masiva. Y es que, poseía unos flecos de plástico a los lados que, poco a poco, iban rajándote las comisuras hasta convertirte en el Joker. Al principio, esto no importaba ya que el fresco bajaba el dolor, pero cuando este se acababa, y pasaba un rato, el dolor comenzaba a hacer de las suyas, y los insultos a la ranita volaban a un ritmo vertiginoso.
Pero no todo era negativo en este magnífico compendio químico gustativo. Su cojonudo sabor, su refrescante contenido, y su precio hacían de él “El Gran Quesote” de los helados. He dicho antes que el precio dependía del tamaño, y eso era cierto. Los de 1 duro eran relativamente largos. Los de 2 duros eran un poco más anchos pero más achaparrados, y los de 5 duros eran auténticos torpedos de sabor dirigidos a tu boca. El Nacho Vidal de los helados.
También eran los más letales. No todo podía ser bueno. Cuanto más grandes, menor era la distancia entre los flecos “infernales” y la comisuras de la boca. Al final tenías que comértelos por fascículos. Pero todo eso no dificulto su gran éxito, hasta el punto, de que, en una jugada empresarial digna de la corporación OCP, crearon toda una leyenda dentro del mundillo. Los de Dos Sabores.
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Estos eran, básicamente, polos de 5 duros, pero con un plástico interior separador entre dos secciones que poseían dos sabores diferentes, y que, mediante la combinación de ambos, se podían llegar al orgasmo culinario más absoluto. Los sabores utilizados, curiosamente, eran los menos populares, seguramente para quitárselos de encima. Limón, naranja y fresa se mezclaban entre sí para dar lugar a un manjar divino.
Por último, destaquemos un acto casi ritual. Era prácticamente imposible comerte el citado polo, en cualquiera de sus variantes tamaño-precio, sin que se te derritiera un mínimo. Al final, siempre quedaba el jugo. El liquido primigenio que daba todo su sabor, esencia, y toque químico inigualable a tan preciado manjar. Para conseguir este tesoro líquido, tenías dos formas: O lo volcabas a tu garganta o chupabas el plástico para que el líquido subiese poco a poco, y así disfrutarlo al máximo. Esto variaba según el niño, pero por lo general, las dos técnicas eran validas, y eran aplicadas por los zagales indistintamente.
Hoy en día, podemos seguir encontrando este producto en tiendas de golosinas, y diferentes grandes superficies, pero poco a poco se han visto desplazados por sus hermanos mayores de cucurucho o tarrina. Y además, se han visto asediados por sucedáneos que han intentado copiar su formula con más o menos resultado, pero sin ese toque que los hacían únicos.
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He visto el blog por casualidad en este sitio: http://reventao.es/2007/12/28/85/ y me ha hecho gracia, asi que lo comparto con vosotros.
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