Porque en Riazor al conjunto verdiblanco se le escaparon dos puntos y el último tren para mirar la clasificación de mitad para arriba por deméritos propios. Cierto es que Álvarez Izquierdo, con un currículum preñado de agravios contra los heliopolitanos, pitó un rigurosísimo penalti en el tiempo de prolongación. Pero el análisis de lo ocurrido en A Coruña no debería quedarse ahí, ni mucho menos.
Porque, ¿se habría llegado a esa situación si el Betis no hubiese terminado el partido metido atrás y con siete defensas? Y es que si el árbitro fue malo, igual o peor resultó la lectura del encuentro que hizo Víctor, que, de nuevo, hizo zozobrar con sus cambios al equipo. Como ocurrió frente a la Real Sociedad, muchos futbolistas acabaron fuera de sitio, cediendo con ello metros a un Deportivo que aceptó la invitación a atacar y siguió luchando por el empate.
Así se fue gestando un empate que llegó 'in extremis' y con polémica, pero que hizo justicia en el marcador, puesto que si Ceballos y Sanabria perdonaron el 0-2, el poste evitó el 1-0 de Andone y Adán hizo lo propio repeliendo sendos disparos de Juanfran y Çolak. Ambos hicieron los mismos méritos en un partido aburrido y para olvidar donde el míster verdiblanco, pese a jugar contra un rival directo, reservó a Rubén Castro pensando en el Bernabéu. Será que allí pensará salir sólo con seis atrás.
Con todo ello, la actuación heliopolitana en Riazor fue de lo más triste, empezando con una fuerza que tardó poco en diluirse y encomendando todo a un Ceballos que, aunque lo intenta, no puede estar en todos los frentes, y a las internadas por la izquierda de un voluntarioso Durmisi. Piccini se encontró con un gol y eso sirvió para dar algo de brío al equipo, que, no obstante, desapareció en cuanto su entrenador decidió hacer toda una oda al 'catenaccio' sobre el césped.
Sea como fuere, ese detalle careció de importancia a los ojos de Víctor, que se lamentó por el penalti, exhibiendo la misma falta de autocrítica que se percibe en un palco que continúa pidiendo tiempo para su proyecto cuando ya no lo hay o una dirección deportiva que sigue diciendo que se debe esperar a junio para poner las notas cuando el suspenso ya se ve clarísimo en lontananza. Todo ello sin olvidar a una plantilla manifiestamente mejorable, que ha resultado ser peor de lo que pudo parecer en un primer momento y que sólo se mantiene viva por los fogonazos de calidad o el acierto de tres o cuatro jugadores.
La simple idea de crecer con todos estos ingredientes mezclados en una coctelera resulta, como mínimo, utópica. Pasan los meses y nada mejora. La mediocridad sigue con su abono de temporada en el Villamarín y no tiene prisa por dejar vacante su asiento. Convencerla de que cambie de aires no depende de las decisiones de ningún árbitro, sino de la diligencia de todos los estamentos de un Betis donde cambian los nombres y las caras con frecuencia, pero nunca los resultados. Las promesas y la ilusión duran lo que tarda la competición en dictar sentencia, mostrando con toda su crudeza una verdad que, desgraciadamente, todo el mundo acepta salvo los que están dentro del club, que no dudan en continuar viviendo en realidades paralelas.