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ID:	6575647Recientemente escribía Antonio Montero sobre la fortuna de tener buenos maestros y la manera en que esta circunstancia condiciona nuestra vida.

En ese mismo texto el autor incidía en la manifestación del reconocimiento hacia estas personas. En este aspecto, la entrada de hoy además de inesperada se convierte en obligada. Inesperada por la noticia del fallecimiento del protagonista de este escrito y obligada porque, como alumno suyo, no cabe otra que el agradecimiento hacia su labor.

Rafael Calvo fue maestro en el colegio Beato Juan Grande de Carmona la mayor parte de su trayectoria profesional. Una de esas escasas y tan necesarias personas que hacen que conocerle suponga un privilegio.

William Faulkner comparó la literatura con una cerilla en un campo de noche “no ilumina apenas nada, pero nos permite ver cuánta oscuridad hay a su alrededor”. El mismo símil hace justicia a Don Rafael con la diferencia que, por suerte, su ráfaga de luz no se apagará nunca, pues los que le conocimos llevamos un poco de su reflejo.

En sus clases él podía convertir una asignatura difícil y aburrida en algo sencillo y, además, motivante. Siempre con una sonrisa que regalar y con muchas que provocar con sus ejercicios de problemas con un tal Agapito de protagonista, o sus exámenes en los que casi todos sacábamos un diez que nos pintaba con una carita sonriente en el cero. Gracias a él disfrutamos de excursiones, teatros, su huerto escolar, el taller de cerámica, los carnavales…

Los de mi edad coincidimos con él durante la reforma educativa que cambió los ocho cursos de la EGB a los seis de la Educación Primaria actual dando la bienvenida a la ESO. Esto supuso tenerlo, primero como maestro en el colegio, y después como profesor en el instituto. Gracias a personas como él este cambio de ley y de etapa educativa fue algo más llevadero. En el instituto pudimos confirmar lo que ya sabíamos, que era un gran profesional. Se dice que las comparaciones son odiosas y es así, pero lo son para el que sale perjudicado. En su caso siempre salía ganando porque tenerlo como docente suponía una sensación de tranquilidad y confianza que hacía que rindiéramos más y, lo mejor de todo, sin darnos cuenta a la vez que disfrutábamos.

Don Rafael fue y será todo un ejemplo de persona. La confirmación de que la forma de ser de alguien educa mucho más que los contenidos del currículum a tratar. Alguien capaz de convertir lo difícil en fácil, lo aburrido en divertido, eliminar las preocupaciones, dejar a un lado la obsesión por las notas, el temor a equivocarse, hacer que el reloj corriera deprisa… No sé cómo lo conseguía, quizás era magia y eso sólo saben hacerlo los magos.

En la escritura de esta entrada quiero agradecer la colaboración de Beatriz Sanz e Inma Calvo por su ayuda y por haberme dado tantas facilidades para poder realizarla.