Siempre he pensado que la vida se encarga de dar segundas oportunidades a quien la merece. Desde pequeño, solía tener esa idea en la cabeza. Una idea igual algo utópica en ocasiones, pero que se acababa cumpliendo más de lo que uno pareciera pensar.
Por eso cuando esta premisa se cumple en buenas personas, uno se alegra ya no el doble, sino incluso más, porque significa que la vida ha sido un poquito más justa con el que ha buscado redimirse y aprender de sus errores. Con quien no ha desfallecido y ha intentado poner medios para no caer en las mismas piedras del camino.
Pues aquí es cuando empezamos a contar la historia sobre un futbolista que ha conseguido aprovechar esa segunda oportunidad que, en este caso, el fútbol le ha brindado para dar un paso adelante. Y es que el Panda, ha vivido todo ese proceso. Toda esa “segunda oportunidad” que el deporte rey le ha dado dentro del Betis. Un Borja Iglesias que, todos recordaremos, tuvo una primera temporada amarga y nefasta dentro del club, con registros goleadores escasos, así como poca aportación al juego del equipo, encendiendo la desesperación de muchos hinchas, que veían en el gallego una inversión ínfimamente amortizada.
Y si hablamos de la resurección del Panda, inevitablemente debo pararme en la Copa del Rey. Ese torneo ilusionante con el que todo bético soñaba llegar a su final, hasta que por fin esta temporada se ha dado el gran salto. Un torneo del KO, donde la emoción se palpa en cada encuentro y en el que pueden suceder historias maravillosas.
Porque fue en un partido de Copa, cuando un Panda emergió entre la niebla para resucitar en forma de goles y dar a su equipo un recordado pase a cuartos, significando también el preludio a un final de temporada fantástico del delantero bético. Porque fue en un partido copero en Talavera cuando el que el Panda bailó sobre la línea de fondo en la prórroga cual funambulista para servir a Canales el gol de la tranquilidad. Porque también, una ronda después, Borja sentenció un partido cálido en la fría Pucela.
Porque estaba ahí, en primera fila presenciando la obra de arte de un genio como Nabil Fekir, que se atrevió con un gol olímpico en el derbi copero. Porque colaboró en la goleada sonrojante a la Real en su estadio. Porque en Vallecas taconeó al son de los rivales, bailando tango en una baldosa para hacer un gol de los que dejan aplausos hasta en el rival. Porque fue quien más creyó iniciando la jugada previa a la locura escandalosa que hizo William Carvalho y su ya histórico caño.
Porque en el minuto 92, estaba ahí. Intuyendo el rechace, poniendo el radar hacia el esférico. Empujando ese balón a la red con la fuerza de casi 50000 personas y que, diecisiete años después, nos metía en una final. Siendo el protagonista de un momento mágico que quedará grabado en la retina de los béticos durante mucho tiempo.
Por supuesto, la Copa la puede ganar cualquiera. Betis o Valencia. Valencia o Betis. El 23 se sabrá. Pero una cosa queda bien clara: la Copa, y más con este formato (y aún con cosas por mejorar), siempre ha sido un torneo especial. Un trofeo lleno de ilusión. Con solera. Un torneo que, a veces, nos cuenta historias maravillosas, como de esa Copa que le dio a una buena persona como el Panda una segunda oportunidad para brillar.