Sí, ya sé que queda un partido y además es muy importante, pero ayer, con más de 55.000 almas, incluidas nuestros visitantes, en el campo, fue el día de decir adiós a esos compañeros de asiento que se convierten en sufridores acompañantes por toda una larga temporada que, este año, se nos ha hecho corta. Un abrazo, un apretón de manos y a subir o bajar juntos las escaleras del Villamarín, saliendo, este año, cantando y felices.
Veremos a ese niño o a esa niña allá por agosto después de pegar un gran estirón, comentaremos todo lo que el mercado de fichajes nos ha hecho sufrir, soñaremos subir puestos y tendremos el miedo del bético a flor de piel.
Quién nos iba a decir que el Betis de Setién, de Serra, de Haro y Catalán, de todos los béticos, que íbamos a llegar al derbi pensando en dejar atrás una década hinchada de malos recuerdos, de nefastas decisiones, de descensos sonrojantes, de un camino muy duro en el que los béticos fuimos mejores en segunda que incluso en primera. Estuvimos y estamos. Vaya que si estamos.
Un derbi al estilo marrullero, poco vistoso, muy emocionante, un derbi que siempre perdíamos y ayer empatamos. Y no con cualquiera, el equipo que había delante estaba trufado de muchos millones y, en las últimas semanas, muy mala uva.
Así que este empate, que es ideal para los dos, el Betis salió como si hubiese ganado. Es un Betis nuevo, un Betis que ha solapado, que no cambiado, el «manquepierda» por «quiero un Betis Campeón«. Todo tiene sus rachas y sus ciclos, sus aciertos y sus errores, pero se acierta infinitamente más si se hacen las cosas bien que si se hacen mal.
Un punto de gloria, que las botas de Loren y la cabeza de Bartra definen la cintura que hubo en navidad para sacar adelante un proyecto que tenía tres años para hacerlo en uno. Ahora no hay que tener miedo a las alturas.