Corría el minuto 89 en el Nuevo Los Cármenes de Granada. Empataba el Betis a uno en un encuentro donde tuvo ocasiones de sobra para no verse apurado a tan poco de terminar, pero no lograba deshacerse del empate. Entonces Sergio Canales agarró el esférico, se lo cosió al pie y empezó a dejar atrás a la defensa nazarí con un eslalon maravilloso, incluso evitando una patada en plancha que tenía billete directo a su pierna, y. con un remate seco y cruzado, remató a gol junto al palo del portero granadinista para marcar el gol de la victoria y, por supuesto, la diferencia.
Recuerdo escuchar una narración de aquel golazo que me encantó. Decía lo siguiente: “El talento no cae. El talento no se puede derribar.” Qué acierto tan absoluto. Sergio es puro talento, pura magia. Arte, ya que estamos en un club de una ciudad que derrocha tanto. Realmente pensé en aquella frase y en lo que significaba. Y más, para un jugador como Sergio. Un chaval al que todos tenemos la sensación de que el fútbol todavía le debe las alegrías que durante su etapa le ha arrebatado en forma de lesiones.
El talento no cae ni se puede derribar. Pero no solo basta con tener talento. Muchos grandes talentosos y virtuosos del balón se quedaron por el camino por tener una cabeza alocada y no ser muy amigos de la disciplina. Canales es todo lo contrario. Podría haberse dejado llevar cuando fichó a temprana edad por el Real Madrid, siendo un guaperas e ídolo femenino, en un club donde la fama y el éxito distorsiona la realidad, pero jamás cambió su manera de entender el fútbol y la vida.
Salió cedido al Valencia, en busca de su mejor fútbol, y ahí comenzó su calvario. Dos lesiones en el ligamento cruzado derecho. Dos. Una justo después de reaparecer de la otra, para más sufrimiento y rabia. Pero Sergio luchó en la sombra, día a día, con una rehabilitación modélica para volver más pronto que tarde. Y, terminado su periplo en el club merengue, probó suerte en la Real Sociedad.
Pero en el norte también asomaron los fantasmas del pasado. Otra lesión del cruzado, esta vez de la pierna izquierda. Difícil de creer. ¿De verdad se puede tener tanto infortunio? ¿De verdad lo merecía el bueno de Sergio? Pero él, lejos de venirse abajo, siguió en esa lucha diaria para volver a sentirse futbolista, incluso después de que los doctores le dijeran que lo tendría complicado para volver a jugar. Y siguió, y no se cansó de luchar. Y por el camino, tuvo la genialidad de tatuarse una raspa de sardina en la rodilla donde le marcaban sus cicatrices, para recordarnos que incluso de las desgracias se puede sacar algo de luz.
Y esa luz llegó para Sergio en el sur. En el Real Betis. Un club que lo acogió con los brazos abiertos desde el principio y en el que el cántabro se ha sentido como en casa, como en su Santander natal. Compartiendo colores verdiblancos, no resulta tan extraño. Y temporada a temporada, día a día, se ha ido ganando a una hinchada ferviente que ve en el ya no tan joven santanderino un ejemplo, un icono, un líder. Una forma dignísima de representar al Betis en cada gesto, en cada acción. En el terreno de juego, en su vida diaria.
Porque al final, el talento no se cae. El talento, no lo pueden derribar. Pero solo porque previamente a ese talento, que es innegable en nuestro Sergio, hubo un trabajo intenso previo, un esfuerzo titánico para llegar a lo que hoy encarna uno de los capitanes de este club, y para llegar a conseguir que una grada tan pasional y arrebatadora como la de las trece barras, le jure amor eterno.
Felicidades por tu renovación, Sergio. Por un resto de carrera en verdiblanco.