Miles de niños andaluces se forman en madrasas islámicas sin supervisión o licencia
Las madrasas de las principales ciudades andaluzas cobran entre 30 y 50 euros al mes por familia. Todas las tardes, estas aulas anexas a las grandes mezquitas comienzan a llenarse de niños. Son, en toda regla, academias de religión islámica en las que también se enseña el árabe clásico, esa lengua que nadie usa para comunicarse pero que todos los musulmanes deben conocer si quieren leer el Corán en su versión original.
Las madrasas tienen sus propios libros de texto pero, salvo muy contadas excepciones, carecen de licencia de apertura. Tampoco cumplen con la normativa municipal contra incendios ni disponen de rampas de acceso ni aseos adaptados a personas con discapacidad. No hay recorridos de evacuación señalizados ni extintores. Registradas, en el mejor de los casos, como sedes de asociaciones culturales, en muchas de esas academias (sobre todo en las afines al salafismo o al Tabligh, por ejemplo) obligan a las niñas a cubrirse el cabello con un hiyab a partir de los 9 años: un cartel en la puerta, en árabe, así lo exige.
Los responsables de estas escuelas no solicitan ninguna titulación específica a esos profesores que imparten islam y árabe. Los docentes pueden ser (y son) amas de casa, mecánicos o profesionales de la albañilería; basta con que la comunidad les reconozca suficientes conocimientos del Corán. Ninguna administración o institución vela ni por la cualificación de estos docentes, ni por el mensaje que difunden ni por sus métodos pedagógicos. La mayoría de esos maestros compatibiliza la docencia con sus oficios matinales de artesanos o comerciantes. Obtienen en la madrasa sobresueldos que oscilan entre los 600 y los 1.000 euros al mes.
La Consejería de Educación actúa de una manera muy distinta con los docentes que van a enseñar religión en los colegios públicos e institutos andaluces: a estos se les exige la misma titulación universitaria que a los profesores de otras asignaturas, el máster de formación para el profesorado y, además, certificado de idoneidad de la Comisión Islámica de España.
El ambiente de las madrasas resulta familiar y festivo. A las cinco o seis de la tarde, todos los días hábiles, empiezan a llegar madres con niños de todas las edades. Los adolescentes llegan en pandillas, entre juegos y bromas. Todo parece inocente; sin embargo, en algunas de estas escuelas aparece a veces un profesor, con una enorme barba teñida de henna, que amonesta a los chicos por su inapropiada conducta dentro de un espacio sagrado y comienza a adoctrinarlos en su particular visión del islam: los métodos de disciplina en algunas de estas aulas se parecen mucho a los de la España de los cincuenta y a los aún vigentes en los países magrebíes. Algunas familias musulmanas en Huelva, Sevilla o Melilla han sacado recientemente a sus hijos de estas madrasas porque estaban en desacuerdo con lo que les estaban enseñando y con la manera en que lo estaban haciendo.
Ahmed (nombre ficticio) es imam y profesor en su mezquita. Está casado, tiene tiene treinta años y dos hijos. Mientas habla en la sala de oración, que también es el aula vespertina, se sirve agua en un vaso de plástico del termo y, con naturalidad, se pone en cuclillas antes de ingerirla: es un hábito de ortodoxia y purismo que da pistas sobre los libros y las corrientes ideológicas con las que se ha formado en Islamabad, según él mismo admite. Los padres de sus alumnos no conocen nada de su currículo religioso ni de la secta transnacional a la que pertenece. En su escuela se insiste en la importancia de memorizar y recitar el Corán, entero, y se aplican pequeños castigos físicos que son del todo inadmisibles en el sistema educativo occidental.
La mezquita Al Rahma del barrio de El Saladillo de Algeciras es ejemplo de moderación y buenas prácticas: tienen licencia municipal para impartir clases y un aula adecuada, junto a la mezquita, que se llena cada tarde de niños de muy diferentes edades. Said Halimi, oficial de marina mercante, se ocupa de que todo funcione correctamente. La comunidad islámica, de origen marroquí, ha contratado a una diplomada en magisterio que domina el árabe fusha. Conscientes de las circunstancias de las familias de ese barrio, a los niños les cobran solo 15 euros al mes.
El objetivo de las madrasas islámicas en España no es otro que el de evitar que los jóvenes nacidos de familias musulmanas expatriadas abandonen la práctica del islam. “En un país en el que se bebe, se sale de noche y se visten las chicas con minifaldas es fácil que muchos de nuestros hijos se olviden de donde vienen”, dice Abdelah Idrissi cuando sale de rezar de la Mezquita Al Andalus de Málaga. Ese temor explica los vanos intentos de algunas madrasas por reforzar entre sus alumnos y, sobre todo, alumnas, los signos islámicos externos de identidad.
Los responsables de la Mezquita Huda de Algeciras invitan a las chicas jóvenes de origen magrebí a practicar el islam siempre y en cualquier circunstancia; les proponen vestir como ellos interpretan que deben hacerlo las mujeres musulmanas, con hiyab, aun cuando no se trata de una obligación religiosa (el 95% de las musulmanas en el mundo no lo usan). Para animarlas a comprometerse con esa prenda tan cuestionada, celebran fiestas de adhesión al hiyab con lemas como “El hijab es mi corona”: aperitivos, regalos y diplomas para las valientes. En esta y en muchas otras mezquitas se las alecciona con la obligatoriedad del velo y se les transmite la idea de que se trata de un elemento ampliamente rechazado por la sociedad occidental, con lo que llevarlo se convierte en un acto heroico de defensa del islam.
- Numerosas academias de islam exigen a las alumnas que cubran su cabello a partir de los 9 años
- La Mezquita Huda de Algeciras adoctrina a las jóvenes para que vistan, según a su criterio, como debe hacerlo una mujer musulmana
- “Nos decían que no debíamos ni siquiera sentarnos en mesas en las que hubiera infieles”
- Las mujeres musulmanas, vetadas en casi todas las mezquitas andaluzas
Las madrasas de las principales ciudades andaluzas cobran entre 30 y 50 euros al mes por familia. Todas las tardes, estas aulas anexas a las grandes mezquitas comienzan a llenarse de niños. Son, en toda regla, academias de religión islámica en las que también se enseña el árabe clásico, esa lengua que nadie usa para comunicarse pero que todos los musulmanes deben conocer si quieren leer el Corán en su versión original.
Las madrasas tienen sus propios libros de texto pero, salvo muy contadas excepciones, carecen de licencia de apertura. Tampoco cumplen con la normativa municipal contra incendios ni disponen de rampas de acceso ni aseos adaptados a personas con discapacidad. No hay recorridos de evacuación señalizados ni extintores. Registradas, en el mejor de los casos, como sedes de asociaciones culturales, en muchas de esas academias (sobre todo en las afines al salafismo o al Tabligh, por ejemplo) obligan a las niñas a cubrirse el cabello con un hiyab a partir de los 9 años: un cartel en la puerta, en árabe, así lo exige.
Los responsables de estas escuelas no solicitan ninguna titulación específica a esos profesores que imparten islam y árabe. Los docentes pueden ser (y son) amas de casa, mecánicos o profesionales de la albañilería; basta con que la comunidad les reconozca suficientes conocimientos del Corán. Ninguna administración o institución vela ni por la cualificación de estos docentes, ni por el mensaje que difunden ni por sus métodos pedagógicos. La mayoría de esos maestros compatibiliza la docencia con sus oficios matinales de artesanos o comerciantes. Obtienen en la madrasa sobresueldos que oscilan entre los 600 y los 1.000 euros al mes.
La Consejería de Educación actúa de una manera muy distinta con los docentes que van a enseñar religión en los colegios públicos e institutos andaluces: a estos se les exige la misma titulación universitaria que a los profesores de otras asignaturas, el máster de formación para el profesorado y, además, certificado de idoneidad de la Comisión Islámica de España.
El ambiente de las madrasas resulta familiar y festivo. A las cinco o seis de la tarde, todos los días hábiles, empiezan a llegar madres con niños de todas las edades. Los adolescentes llegan en pandillas, entre juegos y bromas. Todo parece inocente; sin embargo, en algunas de estas escuelas aparece a veces un profesor, con una enorme barba teñida de henna, que amonesta a los chicos por su inapropiada conducta dentro de un espacio sagrado y comienza a adoctrinarlos en su particular visión del islam: los métodos de disciplina en algunas de estas aulas se parecen mucho a los de la España de los cincuenta y a los aún vigentes en los países magrebíes. Algunas familias musulmanas en Huelva, Sevilla o Melilla han sacado recientemente a sus hijos de estas madrasas porque estaban en desacuerdo con lo que les estaban enseñando y con la manera en que lo estaban haciendo.
Ahmed (nombre ficticio) es imam y profesor en su mezquita. Está casado, tiene tiene treinta años y dos hijos. Mientas habla en la sala de oración, que también es el aula vespertina, se sirve agua en un vaso de plástico del termo y, con naturalidad, se pone en cuclillas antes de ingerirla: es un hábito de ortodoxia y purismo que da pistas sobre los libros y las corrientes ideológicas con las que se ha formado en Islamabad, según él mismo admite. Los padres de sus alumnos no conocen nada de su currículo religioso ni de la secta transnacional a la que pertenece. En su escuela se insiste en la importancia de memorizar y recitar el Corán, entero, y se aplican pequeños castigos físicos que son del todo inadmisibles en el sistema educativo occidental.
La mezquita Al Rahma del barrio de El Saladillo de Algeciras es ejemplo de moderación y buenas prácticas: tienen licencia municipal para impartir clases y un aula adecuada, junto a la mezquita, que se llena cada tarde de niños de muy diferentes edades. Said Halimi, oficial de marina mercante, se ocupa de que todo funcione correctamente. La comunidad islámica, de origen marroquí, ha contratado a una diplomada en magisterio que domina el árabe fusha. Conscientes de las circunstancias de las familias de ese barrio, a los niños les cobran solo 15 euros al mes.
El objetivo de las madrasas islámicas en España no es otro que el de evitar que los jóvenes nacidos de familias musulmanas expatriadas abandonen la práctica del islam. “En un país en el que se bebe, se sale de noche y se visten las chicas con minifaldas es fácil que muchos de nuestros hijos se olviden de donde vienen”, dice Abdelah Idrissi cuando sale de rezar de la Mezquita Al Andalus de Málaga. Ese temor explica los vanos intentos de algunas madrasas por reforzar entre sus alumnos y, sobre todo, alumnas, los signos islámicos externos de identidad.
Los responsables de la Mezquita Huda de Algeciras invitan a las chicas jóvenes de origen magrebí a practicar el islam siempre y en cualquier circunstancia; les proponen vestir como ellos interpretan que deben hacerlo las mujeres musulmanas, con hiyab, aun cuando no se trata de una obligación religiosa (el 95% de las musulmanas en el mundo no lo usan). Para animarlas a comprometerse con esa prenda tan cuestionada, celebran fiestas de adhesión al hiyab con lemas como “El hijab es mi corona”: aperitivos, regalos y diplomas para las valientes. En esta y en muchas otras mezquitas se las alecciona con la obligatoriedad del velo y se les transmite la idea de que se trata de un elemento ampliamente rechazado por la sociedad occidental, con lo que llevarlo se convierte en un acto heroico de defensa del islam.
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