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'Botellón': capítulo 2
Los treintañeros ocupan el espacio de los adolescentes en las calles para beber de forma más barata - Vendedores ambulantes sirven directamente las copas
Cuando llegó a España, hace unas semanas, decidió que se llamaría Cristina. "Cri-tina", se presenta con marcado acento filipino la joven asiática de cuerpito magro, diminuto, que con un enorme carro de la compra a cuestas sortea ágilmente los corrillos de gente que cubren el embaldosado de la plaza de San Ildefonso, en el centro de Madrid. Un ritual que repite cada noche desde que se instaló en la capital. Es madrugada del último jueves de julio. El bochorno madrileño ha dado paso a una noche agradable que ha llenado la plaza de gente. Con olfato fenicio, Cristina se acerca a uno de los grupos que acaban de llegar.
-¿Cereveza, copa?
-Copa
-¿Ron, Vodka..?
-Ron. Con cola. Tres, por favor.
Abre su bolsa, un trolley con las ruedas combadas por el peso, y en menos de dos minutos prepara los combinados. El hielo lo guarda en una especie de estuche térmico. Cada cubata cuesta cuatro euros; la mitad que en muchos de los bares de Malasaña. Algo muy valorado por la clientela de Cristina y otra decena de vendedores ambulantes que revolotean por la plaza de San Ildefonso con sus carros cargados de priva.
La estampa del botellón ha cambiado en estos dos últimos años. Ya no está dominada por adolescentes y universitarios a quienes la paga semanal no les da para agarrarse la melopea del fin de semana. Ahora abundan treintañeros que han decidido cambiar la barra de un bar por el mobiliario urbano. Cosas de la crisis.
Isma, 33 años, barba de tres días y gafas de pasta caras, dirigía una pequeña agencia de diseño gráfico cuando su banco cortó el grifo hace tres meses. Un habitual de la noche madrileña que pocas veces se preocupaba por el precio de las copas. Hasta ahora. "Ya no puedo permitirme gastar 100 euros cada noche, como antes", comenta, "pero no voy a dejar de pegarme mis farras, así que esta plaza va a ser mi bar. De momento".
El grupo con el que comparte su parcela de suelo en la plaza de San Ildefonso sintetiza la situación actual de muchos jóvenes españoles: dos están en paro como él, a uno le han reducido la jornada y otro ha empezado a mirar su cuenta corriente con lupa, porque cualquier día en su trabajo le ponen "de patitas en la calle". Uno del grupo al que llaman El Bolo, opina: "Los chinos han sabido hacerlo bien. Nosotros ya no tenemos edad para ir a un súper a comprar botellas. Venimos, nos sentamos como señores y nos traen la copa. Saben lo que nos gusta". A continuación improvisa una soflama sociopolítica, animado por su combinado de vodka en vaso de plástico, el segundo de la noche: "¿No queríamos, en Occidente, que China dejara de ser comunista? Pues aquí los tenemos, dos tazas y media de capitalismo".
El Bolo no se ha dado cuenta de que a su alrededor la mayoría de los vendedores ambulantes de bebida son filipinos, vietnamitas y rumanos. Los chinos centran el estraperlo en la cercana plaza del Dos de Mayo. Un negocio que pinta un paisaje curioso en las noches del centro de Madrid: el pasado jueves, medio centenar de jóvenes bebía ilegalmente en la plaza de san Ildefonso a un metro de la terraza del Conache, un bar restaurante de la zona, donde otro tanto lo hacía legalmente y por más dinero. "La policía casi nunca aparece", comenta uno de los empleados del local, "solo lo hace para pedirnos la documentación o decirnos que cerremos la terraza antes de la hora que nos corresponde por licencia, porque molestamos a los vecinos". Pero por el lado del botellón "casi siempre pasan de largo", precisa.
No es el único negocio hostelero que se queja de la "pasividad" de la policía frente al botellón. La mayoría de los locales de la zona coincide en este punto. Algunos incluso comentan que las autoridades han empezado a "apretarles más las tuercas" a ellos en el último año. Como el dueño de El Rincón, un bar de la plaza de Juan Pujol, en el barrio de Malasaña. Harto de sufrir inspecciones con la excusa de las quejas vecinales, decidió recoger la terraza antes de la hora que le corresponde. "Pierdo unos 200 euros por noche, pero es la forma de que dejen de presionarme, mientras justo aquí al lado bebe quien quiere en la calle", comenta resignado. Un camarero de un bar de la plaza Dos de Mayo añade: "A veces viene la policía, pero se dispersan un rato y cuando se va el coche patrulla vuelven y siguen con la fiesta".
La gente que hace botellón en esta plaza tiene un curioso sentimiento colectivo. "Aquí nos conocemos todos", comenta un periodista de televisión en paro y habitual del sitio, "siempre hay buen rollo". Colectivo que incluye a los vendedores ambulantes chinos, viejos conocidos del lugar. Como Gema, pequinesa de unos 50 años que habla un perfecto italiano porque regentó un restaurante en Roma hasta que quebró y emigró a Madrid; o el guitarrista, un chino que cuando alguien le deja un instrumento interpreta una tonadilla ("quieres una cerveza, toma una cerveza") que todos se apresuran a corear animadamente; o un joven matrimonio de chinos que presenta la cara más amarga del botellón cuando vende latas de cervezas a horas intempestivas mientras su hijo de tres años corretea entre los corrillos de borrachos.
Unas latas que siempre están frías. "Los vendedores ambulantes tienen pisos por el centro donde viven juntos muchos y sacan las bebidas del frigorífico todo el rato". Lo afirma Pedro Zhang, presidente de la asociación de alimentación Chinos en España, que representa a los innumerables comercios chinos que han proliferado por el centro de Madrid en la última década. Sabe que actúan así, aunque nunca lo ha "visto directamente". Esa proliferación de pisos explica no solo la temperatura de la bebida, siempre fresca; también la rapidez con la que desaparecen los vendedores cuando llega la policía. Algunas veces, si el portal les queda lejos, ocultan las botellas en algún contenedor de ******.
A Zhang no le gusta que a todos los chinos les relacionen con la venta ambulante. "No tenemos nada que ver con ellos, nosotros pagamos nuestros impuestos y licencias. Nos hacen mucho daño porque nos dan mala imagen y nos quitan clientes", se queja. Luego sentencia: "La policía tiene que controlarles más". Una demanda a la que se une Isabel Rodríguez, presidenta de la Asamblea Ciudadana del Barrio Universidad (Acibu). "A partir del jueves el botellón sale a las calles del centro con impunidad. Parece que la policía solo pone empeño en sabotear eventos ciudadanos como las fiestas del Dos de Mayo, que en las últimas el barrio estaba tomado por coches patrulla. Entonces sí que vienen", lamenta.
Javier Conde, Coordinador General de Seguridad y Emergencias, desmiente las acusaciones de impunidad con cifras contundentes: en lo que va de año la Policía Municipal ha puesto más de 11.000 denuncias por beber en la calle, de las que más del 50% corresponde a la zona Centro. "El botellón sigue siendo una prioridad, no lo hemos descuidado, pero no es solo un tema de intervención policial", dice Conde, "sino de convivencia, que también pasa por educar". El coordinador municipal señala que la labor de la policía es casi siempre preventiva, porque "intervenir en una zona donde ya hay una masificación de gente haciendo botellón puede generar una situación de enfrentamiento más peligrosa para la seguridad". Lo cierto es que el botellón en el centro de Madrid es todavía una realidad que, como admite el propio Conde, "no hay que dejar de combatir".
Mientras tanto, la diminuta Cristina seguirá vendiendo dosis de fiesta asequible en tiempos de crisis.
'Botellón': capítulo 2
Los treintañeros ocupan el espacio de los adolescentes en las calles para beber de forma más barata - Vendedores ambulantes sirven directamente las copas
Cuando llegó a España, hace unas semanas, decidió que se llamaría Cristina. "Cri-tina", se presenta con marcado acento filipino la joven asiática de cuerpito magro, diminuto, que con un enorme carro de la compra a cuestas sortea ágilmente los corrillos de gente que cubren el embaldosado de la plaza de San Ildefonso, en el centro de Madrid. Un ritual que repite cada noche desde que se instaló en la capital. Es madrugada del último jueves de julio. El bochorno madrileño ha dado paso a una noche agradable que ha llenado la plaza de gente. Con olfato fenicio, Cristina se acerca a uno de los grupos que acaban de llegar.
-¿Cereveza, copa?
-Copa
-¿Ron, Vodka..?
-Ron. Con cola. Tres, por favor.
Abre su bolsa, un trolley con las ruedas combadas por el peso, y en menos de dos minutos prepara los combinados. El hielo lo guarda en una especie de estuche térmico. Cada cubata cuesta cuatro euros; la mitad que en muchos de los bares de Malasaña. Algo muy valorado por la clientela de Cristina y otra decena de vendedores ambulantes que revolotean por la plaza de San Ildefonso con sus carros cargados de priva.
La estampa del botellón ha cambiado en estos dos últimos años. Ya no está dominada por adolescentes y universitarios a quienes la paga semanal no les da para agarrarse la melopea del fin de semana. Ahora abundan treintañeros que han decidido cambiar la barra de un bar por el mobiliario urbano. Cosas de la crisis.
Isma, 33 años, barba de tres días y gafas de pasta caras, dirigía una pequeña agencia de diseño gráfico cuando su banco cortó el grifo hace tres meses. Un habitual de la noche madrileña que pocas veces se preocupaba por el precio de las copas. Hasta ahora. "Ya no puedo permitirme gastar 100 euros cada noche, como antes", comenta, "pero no voy a dejar de pegarme mis farras, así que esta plaza va a ser mi bar. De momento".
El grupo con el que comparte su parcela de suelo en la plaza de San Ildefonso sintetiza la situación actual de muchos jóvenes españoles: dos están en paro como él, a uno le han reducido la jornada y otro ha empezado a mirar su cuenta corriente con lupa, porque cualquier día en su trabajo le ponen "de patitas en la calle". Uno del grupo al que llaman El Bolo, opina: "Los chinos han sabido hacerlo bien. Nosotros ya no tenemos edad para ir a un súper a comprar botellas. Venimos, nos sentamos como señores y nos traen la copa. Saben lo que nos gusta". A continuación improvisa una soflama sociopolítica, animado por su combinado de vodka en vaso de plástico, el segundo de la noche: "¿No queríamos, en Occidente, que China dejara de ser comunista? Pues aquí los tenemos, dos tazas y media de capitalismo".
El Bolo no se ha dado cuenta de que a su alrededor la mayoría de los vendedores ambulantes de bebida son filipinos, vietnamitas y rumanos. Los chinos centran el estraperlo en la cercana plaza del Dos de Mayo. Un negocio que pinta un paisaje curioso en las noches del centro de Madrid: el pasado jueves, medio centenar de jóvenes bebía ilegalmente en la plaza de san Ildefonso a un metro de la terraza del Conache, un bar restaurante de la zona, donde otro tanto lo hacía legalmente y por más dinero. "La policía casi nunca aparece", comenta uno de los empleados del local, "solo lo hace para pedirnos la documentación o decirnos que cerremos la terraza antes de la hora que nos corresponde por licencia, porque molestamos a los vecinos". Pero por el lado del botellón "casi siempre pasan de largo", precisa.
No es el único negocio hostelero que se queja de la "pasividad" de la policía frente al botellón. La mayoría de los locales de la zona coincide en este punto. Algunos incluso comentan que las autoridades han empezado a "apretarles más las tuercas" a ellos en el último año. Como el dueño de El Rincón, un bar de la plaza de Juan Pujol, en el barrio de Malasaña. Harto de sufrir inspecciones con la excusa de las quejas vecinales, decidió recoger la terraza antes de la hora que le corresponde. "Pierdo unos 200 euros por noche, pero es la forma de que dejen de presionarme, mientras justo aquí al lado bebe quien quiere en la calle", comenta resignado. Un camarero de un bar de la plaza Dos de Mayo añade: "A veces viene la policía, pero se dispersan un rato y cuando se va el coche patrulla vuelven y siguen con la fiesta".
La gente que hace botellón en esta plaza tiene un curioso sentimiento colectivo. "Aquí nos conocemos todos", comenta un periodista de televisión en paro y habitual del sitio, "siempre hay buen rollo". Colectivo que incluye a los vendedores ambulantes chinos, viejos conocidos del lugar. Como Gema, pequinesa de unos 50 años que habla un perfecto italiano porque regentó un restaurante en Roma hasta que quebró y emigró a Madrid; o el guitarrista, un chino que cuando alguien le deja un instrumento interpreta una tonadilla ("quieres una cerveza, toma una cerveza") que todos se apresuran a corear animadamente; o un joven matrimonio de chinos que presenta la cara más amarga del botellón cuando vende latas de cervezas a horas intempestivas mientras su hijo de tres años corretea entre los corrillos de borrachos.
Unas latas que siempre están frías. "Los vendedores ambulantes tienen pisos por el centro donde viven juntos muchos y sacan las bebidas del frigorífico todo el rato". Lo afirma Pedro Zhang, presidente de la asociación de alimentación Chinos en España, que representa a los innumerables comercios chinos que han proliferado por el centro de Madrid en la última década. Sabe que actúan así, aunque nunca lo ha "visto directamente". Esa proliferación de pisos explica no solo la temperatura de la bebida, siempre fresca; también la rapidez con la que desaparecen los vendedores cuando llega la policía. Algunas veces, si el portal les queda lejos, ocultan las botellas en algún contenedor de ******.
A Zhang no le gusta que a todos los chinos les relacionen con la venta ambulante. "No tenemos nada que ver con ellos, nosotros pagamos nuestros impuestos y licencias. Nos hacen mucho daño porque nos dan mala imagen y nos quitan clientes", se queja. Luego sentencia: "La policía tiene que controlarles más". Una demanda a la que se une Isabel Rodríguez, presidenta de la Asamblea Ciudadana del Barrio Universidad (Acibu). "A partir del jueves el botellón sale a las calles del centro con impunidad. Parece que la policía solo pone empeño en sabotear eventos ciudadanos como las fiestas del Dos de Mayo, que en las últimas el barrio estaba tomado por coches patrulla. Entonces sí que vienen", lamenta.
Javier Conde, Coordinador General de Seguridad y Emergencias, desmiente las acusaciones de impunidad con cifras contundentes: en lo que va de año la Policía Municipal ha puesto más de 11.000 denuncias por beber en la calle, de las que más del 50% corresponde a la zona Centro. "El botellón sigue siendo una prioridad, no lo hemos descuidado, pero no es solo un tema de intervención policial", dice Conde, "sino de convivencia, que también pasa por educar". El coordinador municipal señala que la labor de la policía es casi siempre preventiva, porque "intervenir en una zona donde ya hay una masificación de gente haciendo botellón puede generar una situación de enfrentamiento más peligrosa para la seguridad". Lo cierto es que el botellón en el centro de Madrid es todavía una realidad que, como admite el propio Conde, "no hay que dejar de combatir".
Mientras tanto, la diminuta Cristina seguirá vendiendo dosis de fiesta asequible en tiempos de crisis.
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