Respuesta: SEMANA SANTA, comentarios
LOS CRISTOS DE SEVILLA
Los Crucificados de Montañés forman en Sevilla una teoría impresionante. Sobre el mismo motivo, diremos que, dentro de la misma obsesión del Cristo agonizante, el artista ha logrado una increíble variedad. Parecen todos iguales, y, sin embargo, hallamos en cada uno cierto matiz de expresión, a veces un vago rictus nada más, que los diferencia positivamente.
El Cristo de la iglesia de la Universidad, el de la sacristía de la Catedral y el del templo de Santa Catalina son los tres idénticos por su asunto, y los tres se diferencian íntimamente. En ellos expresó el artista el instante difícil y siempre aterrador de la muerte del Nazareno. La energía patética de Montañés cobra un vuelo insuperado, y es como si se obstinase en operar sobre el mismo argumento hasta agotarlo. El alma del artista diríase que se siente angustiada por el tema doloroso, y que trata de expresar su propia aflicción a fuerza de ensañarse en el asuento. Cuando parece que no le queda nada por decir, y cuando el Cristo ha brotado perfecto, definitivo de forma y sentimiento, todavía no se tranquiliza del todo; vuelve al mismo tema de la muerte del Justo, y demuestra, en efecto, que algo de sutil y de inefable le quedaba por expresar.
Hasta que de sus manos, como un portento milagroso, sale por último ese Cristo del Amor, de la iglesia mudéjar de Santa Catalina. No es posible hacer más. Es la obra definitiva, y el tema de la muerte de Jesús ha sido agotado. Uno comprende que es así como debió quedar Crucificado en su último instante de vida terrena. Así, con el cuerpo que empieza a desplomarse, con la cabeza cayéndose a un lado del pecho y, sobre todo, con ese tinte de resignación y de dolorsa fatiga que muestra el semblante. El pueblo sevillano le dio el nombre oportuno: Cristo del Amor. Efectivamente, es el amor que sufre, y perdona, y compadece.
Rafael Porlán
LOS CRISTOS DE SEVILLA
Los Crucificados de Montañés forman en Sevilla una teoría impresionante. Sobre el mismo motivo, diremos que, dentro de la misma obsesión del Cristo agonizante, el artista ha logrado una increíble variedad. Parecen todos iguales, y, sin embargo, hallamos en cada uno cierto matiz de expresión, a veces un vago rictus nada más, que los diferencia positivamente.
El Cristo de la iglesia de la Universidad, el de la sacristía de la Catedral y el del templo de Santa Catalina son los tres idénticos por su asunto, y los tres se diferencian íntimamente. En ellos expresó el artista el instante difícil y siempre aterrador de la muerte del Nazareno. La energía patética de Montañés cobra un vuelo insuperado, y es como si se obstinase en operar sobre el mismo argumento hasta agotarlo. El alma del artista diríase que se siente angustiada por el tema doloroso, y que trata de expresar su propia aflicción a fuerza de ensañarse en el asuento. Cuando parece que no le queda nada por decir, y cuando el Cristo ha brotado perfecto, definitivo de forma y sentimiento, todavía no se tranquiliza del todo; vuelve al mismo tema de la muerte del Justo, y demuestra, en efecto, que algo de sutil y de inefable le quedaba por expresar.
Hasta que de sus manos, como un portento milagroso, sale por último ese Cristo del Amor, de la iglesia mudéjar de Santa Catalina. No es posible hacer más. Es la obra definitiva, y el tema de la muerte de Jesús ha sido agotado. Uno comprende que es así como debió quedar Crucificado en su último instante de vida terrena. Así, con el cuerpo que empieza a desplomarse, con la cabeza cayéndose a un lado del pecho y, sobre todo, con ese tinte de resignación y de dolorsa fatiga que muestra el semblante. El pueblo sevillano le dio el nombre oportuno: Cristo del Amor. Efectivamente, es el amor que sufre, y perdona, y compadece.
Rafael Porlán
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