‘Nunca te vayas del club que amas…’
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‘Puede que Gerrard no tenga toda la atención que obtienen Messi o Cristiano. Pero si no tienes un jugador como él, afecta al equipo entero. Es uno de los mejores del planeta’. Zinedine Zidane siempre supo ponderar la fuerza de Steven Gerrard, uno de los jugadores más emblemáticos de la historia del Imperio Británico. Este domingo, su Liverpool derrotaba al multimillonario Manchester City. Y Gerrard, roto por las emociones, no podía reprimir sus lágrimas. Con la voz quebrada, formaba piña con sus compañeros y advertía: ‘Esto aún no ha terminado'. Habían sido los 90 minutos más largos de su carrera deportiva y sus lágrimas tenían sentido: la victoria honraba la memoria de su primo muerto en el vigésimo quinto aniversario de Hillsborough y el amor de su vida, su equipo, estaba a cuatro partidos del que podría ser su primer título de liga, después de una eternidad.
‘Abran mis venas y sangraré rojo del Liverpool’. Steven Gerrard, el espíritu de Bill Shankly en pantalones cortos, hijo de los años ochenta y del barrio de Whiston, aprendió a amar al fútbol en Ironside Road, soñando vestir una camiseta sagrada, la del Liverpool. Alma inconquistable, Steven consagró su vida a perseguir un sueño que nadie, excepto él mismo, parecía ver: honrar una religión de rojo pasión. No se asustó cuando estuvieron a punto de amputarle el dedo de un pie, después de que un rastrillo se lo atravesase en un accidente doméstico.[ ‘Pudo haberme dejado sin mi sueño, pero tuve suerte’]. Tampoco desistió cuando en 1989, su primo John Paul, compañero de equipo del barrio, fallecía en Hillsborough, siendo la víctima más joven de los 96 hermanos que perdieron la vida por culpa de la incompetencia policial. [Nunca lo había dicho antes, yo juego al fútbol por John Paul’]. Y tampoco arrojó la toalla cuando, tras ser citado por la Federación, fue rechazado por su físico liviano [‘Para mí, fue un insulto y aún lo llevo clavado en mi memoria’]. Nada ni nadie logró que Steven Gerrard renunciase a su sueño, jugar en el Liverpool, un sentimiento golpeado por una doble tragedia, Heysel y Hillsborough.
Durante años, Gerrard soñó más fuerte que el resto de los niños de su barrio, deseó con intensidad estar en primera línea de combate, buscó ser un soldado de la causa red, formar parte de la sensibilidad del You’ll never walk alone cuyos acordes y estrofas convirtieron en inmortales Gerry and The Pacemakers. Steven, como reza el himno del club, caminó a través de la tormenta y fichó por el equipo de su vida, el Liverpool, cuando apenas tenía diez años. Mantuvo la cabeza alta cuando llegó al primer equipo, con 17 años. Tampoco temió por la oscuridad cuando debutó con 18 primaveras. Y cuando pudo escuchar la dulce y plateada canción de una alondra, al ser elegido capitán con 23 años, acabó encontrando la luz del sol al final de la tormenta. Y fue en Estambul donde supo jamás caminaría solo. Allí lideró el partido más conmovedor de la historia del club, al remontar un 0-3 al poderoso Milán de Berlusconi, en un final apoteósico, digno de Homero. Al fin comprendió, como Shankly, que el fútbol está mucho más allá de la vida o la muerte. Había nacido para ser un soldado del Liverpool, una forma de vida que siempre seguirá ahí, a través del viento, a través de la lluvia, aunque cualquier sueño se rompa en pedazos.
Pieza cotizada, objeto de deseo de las multinacionales de la industria del fútbol moderno, tentado siempre a cambiar de aires, el 8 de Anfield nunca abandonó la institución que juró defender siendo niño. Negó al Real Madrid. Dijo no a la Juventus. Cerró la puerta al Inter. Incluso pegó un portazo al Chelsea de Abramovich, cuando su equipo llevaba lustros sin pelear por la Premier. Su sentido del deber siempre pudo más que el dinero. No, él no quiso mejorar. Ni en su cuenta corriente, ni en tener más posibilidades de ganar títulos. Tenía una razón de peso: ‘¿Podría volver a mirar a mi padre a los ojos?, ¿podría mirarme de nuevo en el espejo?, ¿podría fallar a The Kop?”. Dueño de su destino, uno de los últimos vestigios del viejo fútbol, se negaba a traicionar los sentimientos y la pertenencia, para estampar jugar bajo el régimen del márketing y la codicia.
Su padre, Paul, siempre le repitió un consejo: ‘Hijo, nunca te vayas del club que amas’. Y Gerrard, un buen hijo, no quiso irse del barrio. El motivo es simple: el niño que soñaba lucir la camiseta roja, hoy es el espejo donde se miran los jóvenes, es el orgullo de Huyton y la esperanza de la clase obrera del Merseyside. El 8 del Liverpool es más que un capitán, más que un hombre de un solo club. Steven Gerrard es la última esperanza de los románticos que creen que, como en los viejos tiempos, la lealtad no se compra con dinero.
https://es.eurosport.yahoo.com/blogs...7184--sow.html
‘Puede que Gerrard no tenga toda la atención que obtienen Messi o Cristiano. Pero si no tienes un jugador como él, afecta al equipo entero. Es uno de los mejores del planeta’. Zinedine Zidane siempre supo ponderar la fuerza de Steven Gerrard, uno de los jugadores más emblemáticos de la historia del Imperio Británico. Este domingo, su Liverpool derrotaba al multimillonario Manchester City. Y Gerrard, roto por las emociones, no podía reprimir sus lágrimas. Con la voz quebrada, formaba piña con sus compañeros y advertía: ‘Esto aún no ha terminado'. Habían sido los 90 minutos más largos de su carrera deportiva y sus lágrimas tenían sentido: la victoria honraba la memoria de su primo muerto en el vigésimo quinto aniversario de Hillsborough y el amor de su vida, su equipo, estaba a cuatro partidos del que podría ser su primer título de liga, después de una eternidad.
‘Abran mis venas y sangraré rojo del Liverpool’. Steven Gerrard, el espíritu de Bill Shankly en pantalones cortos, hijo de los años ochenta y del barrio de Whiston, aprendió a amar al fútbol en Ironside Road, soñando vestir una camiseta sagrada, la del Liverpool. Alma inconquistable, Steven consagró su vida a perseguir un sueño que nadie, excepto él mismo, parecía ver: honrar una religión de rojo pasión. No se asustó cuando estuvieron a punto de amputarle el dedo de un pie, después de que un rastrillo se lo atravesase en un accidente doméstico.[ ‘Pudo haberme dejado sin mi sueño, pero tuve suerte’]. Tampoco desistió cuando en 1989, su primo John Paul, compañero de equipo del barrio, fallecía en Hillsborough, siendo la víctima más joven de los 96 hermanos que perdieron la vida por culpa de la incompetencia policial. [Nunca lo había dicho antes, yo juego al fútbol por John Paul’]. Y tampoco arrojó la toalla cuando, tras ser citado por la Federación, fue rechazado por su físico liviano [‘Para mí, fue un insulto y aún lo llevo clavado en mi memoria’]. Nada ni nadie logró que Steven Gerrard renunciase a su sueño, jugar en el Liverpool, un sentimiento golpeado por una doble tragedia, Heysel y Hillsborough.
Durante años, Gerrard soñó más fuerte que el resto de los niños de su barrio, deseó con intensidad estar en primera línea de combate, buscó ser un soldado de la causa red, formar parte de la sensibilidad del You’ll never walk alone cuyos acordes y estrofas convirtieron en inmortales Gerry and The Pacemakers. Steven, como reza el himno del club, caminó a través de la tormenta y fichó por el equipo de su vida, el Liverpool, cuando apenas tenía diez años. Mantuvo la cabeza alta cuando llegó al primer equipo, con 17 años. Tampoco temió por la oscuridad cuando debutó con 18 primaveras. Y cuando pudo escuchar la dulce y plateada canción de una alondra, al ser elegido capitán con 23 años, acabó encontrando la luz del sol al final de la tormenta. Y fue en Estambul donde supo jamás caminaría solo. Allí lideró el partido más conmovedor de la historia del club, al remontar un 0-3 al poderoso Milán de Berlusconi, en un final apoteósico, digno de Homero. Al fin comprendió, como Shankly, que el fútbol está mucho más allá de la vida o la muerte. Había nacido para ser un soldado del Liverpool, una forma de vida que siempre seguirá ahí, a través del viento, a través de la lluvia, aunque cualquier sueño se rompa en pedazos.
Pieza cotizada, objeto de deseo de las multinacionales de la industria del fútbol moderno, tentado siempre a cambiar de aires, el 8 de Anfield nunca abandonó la institución que juró defender siendo niño. Negó al Real Madrid. Dijo no a la Juventus. Cerró la puerta al Inter. Incluso pegó un portazo al Chelsea de Abramovich, cuando su equipo llevaba lustros sin pelear por la Premier. Su sentido del deber siempre pudo más que el dinero. No, él no quiso mejorar. Ni en su cuenta corriente, ni en tener más posibilidades de ganar títulos. Tenía una razón de peso: ‘¿Podría volver a mirar a mi padre a los ojos?, ¿podría mirarme de nuevo en el espejo?, ¿podría fallar a The Kop?”. Dueño de su destino, uno de los últimos vestigios del viejo fútbol, se negaba a traicionar los sentimientos y la pertenencia, para estampar jugar bajo el régimen del márketing y la codicia.
Su padre, Paul, siempre le repitió un consejo: ‘Hijo, nunca te vayas del club que amas’. Y Gerrard, un buen hijo, no quiso irse del barrio. El motivo es simple: el niño que soñaba lucir la camiseta roja, hoy es el espejo donde se miran los jóvenes, es el orgullo de Huyton y la esperanza de la clase obrera del Merseyside. El 8 del Liverpool es más que un capitán, más que un hombre de un solo club. Steven Gerrard es la última esperanza de los románticos que creen que, como en los viejos tiempos, la lealtad no se compra con dinero.
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