Hay fotos que son solo una foto y fotos que, además de una foto, son otra cosa: un símbolo, una categoría, una interrogación, un disparo. Hay también fotos que son en sí mismas todo un tratado de política, de sociología, de historia, de moral. La fotografía en que el consejero de Turismo de la Junta de Andalucía, Rafael Rodríguez, aparece retratado y sonriente junto a los presidentes del Sevilla y el Betis es todo eso: un símbolo, un disparo, una categoría, una interrogación y, por supuesto, un tratado. Esa foto es todo eso precisamente porque sus protagonistas ni siquiera sospechan que una simple foto pueda ser todo eso. Y quien menos lo sospecha es tal vez el propio consejero de Turismo.
La fotografía celebra un acuerdo de la Consejería de Turismo con los dos clubs de fútbol de Sevilla para promocionar la marca Andalucía por los campos de fútbol de Europa. Ningún problema por eso. Ninguno tampoco por la presencia en ella del presidente del Betis, Miguel Guillén. Ni por la del consejero de Turismo. El problema de esa fotografía es José María del Nido, presidente del Sevilla condenado a siete años y medio de cárcel por participar activamente en el saqueo del Ayuntamiento del Marbella durante la etapa de Jesús Gil. La sentencia está recurrida ante el Supremo, que decidirá en pocas semanas si mantiene, reduce o amplía la condena dictada por la Audiencia de Málaga.
El problema de esa fotografía es que la condena de Del Nido no es un problema para que un consejero del Gobierno andaluz se haga una fotografía con él. El problema es que esa condena no es un problema para nadie, a excepción, claro está, del problema personal que indudablemente es para el condenado. Un hombre de fuerte proyección pública y presidente de uno de los clubs de fútbol más importantes del país es condenado por fraude, prevaricación y malversación de fondos públicos y esa condena no merece reproche público alguno. Ni político, ni institucional, ni mediático, ni social. Hasta tal punto no lo merece que ni siquiera a los mismísimos miembros de un Gobierno andaluz de izquierdas se les pasa por la cabeza que pueda merecerlo.
Esa fotografía es todo un tratado de sociología política porque de pronto nos retrata a todos como sociedad y como país. Y nos retrata además de la mejor forma que se puede retratar a alguien, que es sin pretender retratarlo. No se trata de crucificar a José María del Nido, que personalmente merece el mismo respeto que pueda merecer cualquier otro condenado. Se trata de subrayar el hecho moralmente escandaloso de que unos delitos de esa naturaleza no hayan desencadenado la más mínima reacción pública, ni siquiera esa elemental reacción de honorabilidad cívica consistente en exigir al condenado que dimita de su cargo de representación de una entidad de indiscutible proyección pública.
Los partidos tienen un problema de corrupción. Las instituciones tienen un problema de corrupción. La democracia española tiene un problema de corrupción. Pero es sobre todo la sociedad española la que tiene un problema de corrupción: un problema de orden estrictamente moral que consiste en no sentir repugnancia ante la corrupción.
José María del Nido es, literalmente, un hombre público y su deber de ejemplaridad no es menor que el que incumbe a un alcalde, un diputado, un consejero o un presidente. O incluso a un actor o un futbolista. Si en vez de presidir el Sevilla FC hubiera presidido el Partido Socialista o el Partido Popular, habría tenido que dimitir y, por supuesto, ningún consejero se habría hecho ninguna foto con él, de manera que si aplaudimos que dimita un político corrupto no es tanto porque nos repugne el pecado como, tal vez, porque nos repugna la filiación política del pecador.
Como con Del Nido no hay política de por medio, sus delitos no parecen merecer la dimisión. Y sin embargo es justamente por eso, por tratarse no de un político sino de un hombre del fútbol por lo que su dimisión habría sido muchísimo más necesaria que la de cualquier político. Cuando los niños hubieran acudido a Nervión de la mano de su padre a ver el siguiente partido del Sevilla y, al mirar al palco y no ver en él al presidente de su club, hubieran preguntado dónde estaba, el padre podría haberles contestado con cívico orgullo: “La indignación de todos nosotros lo ha obligado a dejar el cargo tras una condena por defraudar y malversar”. ¿Y qué es defraudar y malversar, papá? “Para que lo entiendas, hijo mío, viene a ser más o menos lo mismo que robar”.
La fotografía celebra un acuerdo de la Consejería de Turismo con los dos clubs de fútbol de Sevilla para promocionar la marca Andalucía por los campos de fútbol de Europa. Ningún problema por eso. Ninguno tampoco por la presencia en ella del presidente del Betis, Miguel Guillén. Ni por la del consejero de Turismo. El problema de esa fotografía es José María del Nido, presidente del Sevilla condenado a siete años y medio de cárcel por participar activamente en el saqueo del Ayuntamiento del Marbella durante la etapa de Jesús Gil. La sentencia está recurrida ante el Supremo, que decidirá en pocas semanas si mantiene, reduce o amplía la condena dictada por la Audiencia de Málaga.
El problema de esa fotografía es que la condena de Del Nido no es un problema para que un consejero del Gobierno andaluz se haga una fotografía con él. El problema es que esa condena no es un problema para nadie, a excepción, claro está, del problema personal que indudablemente es para el condenado. Un hombre de fuerte proyección pública y presidente de uno de los clubs de fútbol más importantes del país es condenado por fraude, prevaricación y malversación de fondos públicos y esa condena no merece reproche público alguno. Ni político, ni institucional, ni mediático, ni social. Hasta tal punto no lo merece que ni siquiera a los mismísimos miembros de un Gobierno andaluz de izquierdas se les pasa por la cabeza que pueda merecerlo.
Esa fotografía es todo un tratado de sociología política porque de pronto nos retrata a todos como sociedad y como país. Y nos retrata además de la mejor forma que se puede retratar a alguien, que es sin pretender retratarlo. No se trata de crucificar a José María del Nido, que personalmente merece el mismo respeto que pueda merecer cualquier otro condenado. Se trata de subrayar el hecho moralmente escandaloso de que unos delitos de esa naturaleza no hayan desencadenado la más mínima reacción pública, ni siquiera esa elemental reacción de honorabilidad cívica consistente en exigir al condenado que dimita de su cargo de representación de una entidad de indiscutible proyección pública.
Los partidos tienen un problema de corrupción. Las instituciones tienen un problema de corrupción. La democracia española tiene un problema de corrupción. Pero es sobre todo la sociedad española la que tiene un problema de corrupción: un problema de orden estrictamente moral que consiste en no sentir repugnancia ante la corrupción.
José María del Nido es, literalmente, un hombre público y su deber de ejemplaridad no es menor que el que incumbe a un alcalde, un diputado, un consejero o un presidente. O incluso a un actor o un futbolista. Si en vez de presidir el Sevilla FC hubiera presidido el Partido Socialista o el Partido Popular, habría tenido que dimitir y, por supuesto, ningún consejero se habría hecho ninguna foto con él, de manera que si aplaudimos que dimita un político corrupto no es tanto porque nos repugne el pecado como, tal vez, porque nos repugna la filiación política del pecador.
Como con Del Nido no hay política de por medio, sus delitos no parecen merecer la dimisión. Y sin embargo es justamente por eso, por tratarse no de un político sino de un hombre del fútbol por lo que su dimisión habría sido muchísimo más necesaria que la de cualquier político. Cuando los niños hubieran acudido a Nervión de la mano de su padre a ver el siguiente partido del Sevilla y, al mirar al palco y no ver en él al presidente de su club, hubieran preguntado dónde estaba, el padre podría haberles contestado con cívico orgullo: “La indignación de todos nosotros lo ha obligado a dejar el cargo tras una condena por defraudar y malversar”. ¿Y qué es defraudar y malversar, papá? “Para que lo entiendas, hijo mío, viene a ser más o menos lo mismo que robar”.
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