Yo también estuve, Betis. Betis, vilipendiado, mancillado, humillado, secuestrado, destrozado, descamisado, alanceado…..pero nunca muerto, parafraseando al gran Martínez de León. Una muchedumbre que con potencia atómica se expandió cruzando la antigua Plaza de Calvo Sotelo en Constitución finalizando frente al Consistorio, como diría Julio César del Arco, en su viejo libro dedicado al Ascenso del Equipo Verdiblanco a Primera División en 1958. Porque el Betis nos llamaba bajo un SOS urgente de corazón, una urgencia secular que nos hizo sentir la necesidad que tenemos los béticos cuando se nos necesita. “Esa llamada del Betis a la que tan difícil es decir no”, me hizo recordar las palabras del erudito bético Manolo Rodríguez cuando su pluma en tinta esmeralda conmemoró aquellos setenta y cinco años de vida de la Entidad Heliopolitana. Una llamada directa y sin devaneos, hacia el pecho desgarrado de los béticos del pasado que moran en la gloria del cuarto añillo, de los béticos del presente, con su “me tiro a la calle con mi Manquepierda” porque no me puedo contener más y no me queda otra como arma,.... y la de esos enanos bajitos, herederos engalanados en Verdiblanco que también parecen sufrir bajo las limitaciones de sus años el presente, y que serán los béticos del mañana.
Era, pues, el Beticismo en estado puro; la verdadera Marcha Verde que transformó la zona “noble” del Casco Antiguo, en la Utrera de los años de la tortilla de Jaramillo. Porque no podía faltar Don Alfonso, veterano en viejas lides del Beticismo en sepia, casi centenario, parecía que estaba en los cincuenta (traje de luces verdes, cual Puente Trianero Coronado recientemente para él). El viejo vigía de Pagés del Corro, antes de marcharse ayer, pudo desde la Torre de Abd el Aziz, esquinita Turismo hoy, ser visto a buen seguro por aquel sencillo aduanero, Don Pascual Aparicio, ese hombre que tiró su patrimonio de billetes verdes de entonces a las manos del Betis de la Tercera, marchándose en silencio. Un caballero, hombre de palabra que rebosaba beticismo por los cuatro costados desde su casa frente a la Torre del Oro sevillana.
Y la Infantería Bética marchaba y marchaba. Contrastando con la oscuridad y silencio en el extremo del Fontanal, cánticos, lágrimas, emociones que se mezclaban entre la modernidad de los cafés Starbucks y el olor de los pasteles de la añeja Filella, donde seguramente muchos vieron a Villamarín celebrando el día del Xerez en el 58, cuando ascendimos a Primera,. Dentro de estos recuerdos, más vivos ayer que nunca, recordamos a Peral celebrando la Liga de 1935, tomándose sus vinos negros en la esquina de García de Vinuesa, y a Saro, y a Adolfito con la sudadera del triángulo en el pecho caminando por el Archivo de Indias. Todos ellos y decenas de miles más, eran infantería bramante que clamaba, que clamaba recuperar esa dignidad tan pisoteada, esa dignidad que no entiende de dineros, de acciones, de ventas, de vilezas, de mafias, de sobornos y ni de mentiras; a corazón abierto, dejándose el alma.
Y así, como Balas de Cañón, apiñados, bajo el siempre “¡Betis, Betis!”, o el moderno “¡Poco a poco me enamoré de ti!”, tomaron ese antiguo escenario, tan singular como la bandera que colgó en una esquina de su Ayuntamiento, al igual que la Plaza Nueva, y conquistó Sevilla al lado del Rey San Fernando. Tan singular como el Betis que forman todos ellos, porque ayer al Betis lo sacaron su verdadera familia, en un “nosotros somos el Betis”, incontenible, orgulloso, memorable e histórico y esperanzador.
Era, pues, el Beticismo en estado puro; la verdadera Marcha Verde que transformó la zona “noble” del Casco Antiguo, en la Utrera de los años de la tortilla de Jaramillo. Porque no podía faltar Don Alfonso, veterano en viejas lides del Beticismo en sepia, casi centenario, parecía que estaba en los cincuenta (traje de luces verdes, cual Puente Trianero Coronado recientemente para él). El viejo vigía de Pagés del Corro, antes de marcharse ayer, pudo desde la Torre de Abd el Aziz, esquinita Turismo hoy, ser visto a buen seguro por aquel sencillo aduanero, Don Pascual Aparicio, ese hombre que tiró su patrimonio de billetes verdes de entonces a las manos del Betis de la Tercera, marchándose en silencio. Un caballero, hombre de palabra que rebosaba beticismo por los cuatro costados desde su casa frente a la Torre del Oro sevillana.
Y la Infantería Bética marchaba y marchaba. Contrastando con la oscuridad y silencio en el extremo del Fontanal, cánticos, lágrimas, emociones que se mezclaban entre la modernidad de los cafés Starbucks y el olor de los pasteles de la añeja Filella, donde seguramente muchos vieron a Villamarín celebrando el día del Xerez en el 58, cuando ascendimos a Primera,. Dentro de estos recuerdos, más vivos ayer que nunca, recordamos a Peral celebrando la Liga de 1935, tomándose sus vinos negros en la esquina de García de Vinuesa, y a Saro, y a Adolfito con la sudadera del triángulo en el pecho caminando por el Archivo de Indias. Todos ellos y decenas de miles más, eran infantería bramante que clamaba, que clamaba recuperar esa dignidad tan pisoteada, esa dignidad que no entiende de dineros, de acciones, de ventas, de vilezas, de mafias, de sobornos y ni de mentiras; a corazón abierto, dejándose el alma.
Y así, como Balas de Cañón, apiñados, bajo el siempre “¡Betis, Betis!”, o el moderno “¡Poco a poco me enamoré de ti!”, tomaron ese antiguo escenario, tan singular como la bandera que colgó en una esquina de su Ayuntamiento, al igual que la Plaza Nueva, y conquistó Sevilla al lado del Rey San Fernando. Tan singular como el Betis que forman todos ellos, porque ayer al Betis lo sacaron su verdadera familia, en un “nosotros somos el Betis”, incontenible, orgulloso, memorable e histórico y esperanzador.
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