-¿Ves hijo, todo lo que ves? ¿Ves que no te exageré nunca cómo era el Betis? Pues ay, hijo, si yo te contara...
Había vuelto al Villamarín de la mano de su hijo. Hacía mucho, muchísimo tiempo que ya no iba a Heliópolis como a él le gustaba hacerlo. Pero hoy volvía porque su Betis se jugaba la vida y llevaba de la mano al hijo que tanto deseó y al que no había querido llevar nunca antes, ya cumplido los seis años, porque había prometido no volver nunca a su propia casa mientras estuviese usurpada por quién tan poco quería a su Betis.
Y lo hacía ahora cuando, desde la misma cuna, tanto y tanto le había hablado de ese sentimiento, de cómo su abuelo le llevaba a él para que, desde muy pequeño, fuera y viniera al compás de unas maneras, qué más da si mejores o peores que otras pero sí distintas, de entender la vida para disfrutar en las maduras de los éxitos y tener el manquepierda para las duras de los fracasos; para gozar en los cielos de Primera o sufrir en los infiernos de Tercera –siete años, hijo, siete años en una larga noche que no parecía tener amanecer- o poder, como hoy, volver a Heliópolis, aunque de Heliópolis no se había ido nunca, para sentir el mismo grito, las mismas banderas, idénticos suspiros, iguales lágrimas de aquellos otros ascensos y descensos que vivió con él y aquellos otros en que tuvo la enorme compaña de su ayer, y siempre, imborrable recuerdo.
-¿Ves, hijo, ese flaco, el que lleva el “catorce”, el que tan bien regatea? Pues había otro, no hace tanto, rubillo y pequeño, un muchachito de Valladolid que, fíjate si fue grande que, siendo tan canijo y tan chico, terminaron llamándole don Julio...
Estaban allí las mismas banderas, las mismas pancartas, las mismas peñas, las mismas gentes, los mismos gritos, el mismo eco que parecía bajar desde por detrás de las nubes, y él buscaba con la memoria, mientras su Betis y el Valladolid se jugaban el descenso a la infernal Segunda, y su hijo saltaba como un resorte en cada jugada, aquella fila tercera de tribuna lateral derecha, de agujero en el cemento para poner añejísimas almohadillas de las que ya no se acuerda nadie de antiguas que eran, y de aquellas pirindolitas verdes, como bellotas puestas de pie, en los muros de los vomitorios, del olor a chester y a pictolín, de marcador simultáneo con el anuncio de la sal de fruta Eno, de letrero grande Fundador Domecq en las esquinas de fondo, de aquel gol norte chiquito y familiar que dejaba ver casi hasta la puerta del Instituto de la Grasa y que tenía, como una palmera cerca de la misma Palmera, aquel marcador como un palomar; y buscaba a Laureano el del Ayuntamiento con su andar patizambo y su eterno mono azul de cremallera cruzada; y el “Mercedes” celeste, dos plazas, descapotable, de Benito Villamarín; y la cazadora de ante de Barrios, y la boina calada de Ventura Castelló -¿Sabes, hijo, que Ventura Castelló, cuando hicieron las obras del Mundial en el campo, y hubo que jugarse en Nervión, se vino aquí, entre las piedras de lo que quedaba en pie, con un transistor, para escuchar el partido?-; y el señorío de Pascual Aparicio; y el nervioso ir y venir de José María Doménech, que veía sin verlos más partidos por el corredor de las entrañas del campo que sentado en su palquito; y el chándal gris moteado de Adolfito, haciendo juego con sus canas; y aquel día en que Tenorio el Viejo tuvo que arreglar el larguero que partió Del Sol -¿te he dicho algo, hijo, al decirte Luis Del Sol?- contra el Extremadura...
-¿Ves hijo ese chaval que corre tanto por la banda izquierda? Pues por ahí jugaba hace años un zanquilargo de medias bajas y nervio alto que, cada vez que la cogía, el Villamarín parecía un manicomio. Fue uno, hijo, que aquí se hizo ídolo, que de aquí se fue ídolo y que aquí volvió ídolo porque de aquí, aunque lo pareciera, ¿sabes hijo?, no se había ido nunca; como tampoco se fue nunca aunque también lo pareciera otro zurdo, soriano de San Jerónimo como éste es extremeño del Polígono, y que volvió sin irse y que, mientras por ahí estuvo, tan lejos como en Italia, bien que le decía a su hijo: “hijo, aquí nos quieren, aquí nos miman, aquí nos adoran, pero no te olvides nunca, hijo, no te olvides nunca de nuestro Betis...”
Eran tiempos aquellos, los que pasaron, que ahora se le iban y venían, como flashes fotográficos, por la memoria. De cuando los óles secos y cortos eran para una finta elegantísima llamada Joaquín Sierra, y los óles arrastrados iban para las “roscas” y las “tostás” que llegaban, según se hacían con la izquierda, desde Coria, firmadas por Rogelio... y en la memoria, también, aquel gigantón de poco pelo y mucho poderío, y aquel día que debutó...
Seguía el partido, y la preocupación, y toda la catarata de cánticos de apoyo, y toda la presión verde, y el campo reventando en puros gritos cada vez que el Valladolid cogía la pelota, y él, a mitad de camino entre el presente y aquel pasado, entre su padre y su hijo, puente de abuelo a nieto, cuñas de la misma madera, para acordarse, al tirar Emaná una falta, de aquel Pibe que callaba a la grada; al ver el batallar de Capi, de aquel Javier López y su reolina; del fútbol por bulerías de Antonio Benítez; aquel gol de caoba en “Los Cármenes”; aquel paradón de Campillo la misma tarde; aquellos tantos y tantos de José Ramón Esnaola; las salidas de Otero; el jersey amarillo de González; las palomitas de Eugenio; el bigotito de Américo; los zapatos de Sobrado; ¿quién fue más rápido, Castaños o Enrique Morán?; dicen que ha fichado don Benito uno de la Florentina que se llama Jonson que...; y aquel gol de Biosca, contra estos mismos “periquitos” que convirtió el Beti-eti-eti en sí, sí, sí, y a Madrid.
Ay, aquella noche, hijo, de la Copa Grande, aquella madrugada de Sevilla, aquella tarde en la Plaza Nueva, aquel José Núñez llevando tanto empaque como elegancia en los triunfos como en las derrotas; el ascenso de Ferenc Szusza; León Lasa a hombros aquel día del Granada en Heliópolis; otra vez las mismas banderas; aquel otro día del Jerez, -te hablo, hijo, de muchos más años de lo que yo quisiera que hubiesen pasado-, Curro el de los periódicos, documental en color que íbamos a ver en los cines con el Nodo, aquel negro del sombrero, las lágrimas de aquel chaval de Getafe, aquel canario que movía al equipo como nadie, o aquel hombrecillo con bigote que tanto y tanto hizo por el sentimiento que le arrancó el alma, aquel remate con la zurda que nadie creía que iba a entrar, aquellas estrellas, aquel himno...
-¿Ves hijo ese masajista de chándal tan verde como su mismo corazón que se asoma por el banquillo? Todavía recuerdo, como si fuera ayer mismo, aquel primer ascenso que vivió su padre, Vicente, “manos mágicas” le dicen...
Iban y seguían yendo y viniendo las añoranzas. Y seguía la tensión. Y seguía el apoyo incondicional de una gente que no debes confundir nunca, hijo, nunca, por más que algunos lo hagan, con avaros y lacayos, con travestidos y mamarrachos, con bustos y charlatanes, que usurpan indignamente ese escudo y esos colores aunque ellos hasta que crean que son merecedores de hacerlo.
Se iba echando la tarde y se escondía por el voladizo el sol radiante de Heliópolis. Entonces fue que suspiró y dijo lo que el alma le dictaba:
-¿Ves, hijo, cómo y qué es el Betis? Puede que otros ganen todo, que sean mejores, que lleguen más lejos; puede que hoy incluso nos toque bajar a Segunda; pero no te olvides nunca, hijo, no te olvides nunca de este Betis que tu abuelo soñó siempre...
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Adaptación casi literal del inolvidable artículo de Manuel Ramírez Fernández de Córdoba, publicado en el ABC de Sevilla con fecha 16-5-1994.
Sirva la licencia de adaptar aquella maravilla a los tiempos presentes, como homenaje a uno de los grandes, con abono fijo en el Cuarto Anillo.
Había vuelto al Villamarín de la mano de su hijo. Hacía mucho, muchísimo tiempo que ya no iba a Heliópolis como a él le gustaba hacerlo. Pero hoy volvía porque su Betis se jugaba la vida y llevaba de la mano al hijo que tanto deseó y al que no había querido llevar nunca antes, ya cumplido los seis años, porque había prometido no volver nunca a su propia casa mientras estuviese usurpada por quién tan poco quería a su Betis.
Y lo hacía ahora cuando, desde la misma cuna, tanto y tanto le había hablado de ese sentimiento, de cómo su abuelo le llevaba a él para que, desde muy pequeño, fuera y viniera al compás de unas maneras, qué más da si mejores o peores que otras pero sí distintas, de entender la vida para disfrutar en las maduras de los éxitos y tener el manquepierda para las duras de los fracasos; para gozar en los cielos de Primera o sufrir en los infiernos de Tercera –siete años, hijo, siete años en una larga noche que no parecía tener amanecer- o poder, como hoy, volver a Heliópolis, aunque de Heliópolis no se había ido nunca, para sentir el mismo grito, las mismas banderas, idénticos suspiros, iguales lágrimas de aquellos otros ascensos y descensos que vivió con él y aquellos otros en que tuvo la enorme compaña de su ayer, y siempre, imborrable recuerdo.
-¿Ves, hijo, ese flaco, el que lleva el “catorce”, el que tan bien regatea? Pues había otro, no hace tanto, rubillo y pequeño, un muchachito de Valladolid que, fíjate si fue grande que, siendo tan canijo y tan chico, terminaron llamándole don Julio...
Estaban allí las mismas banderas, las mismas pancartas, las mismas peñas, las mismas gentes, los mismos gritos, el mismo eco que parecía bajar desde por detrás de las nubes, y él buscaba con la memoria, mientras su Betis y el Valladolid se jugaban el descenso a la infernal Segunda, y su hijo saltaba como un resorte en cada jugada, aquella fila tercera de tribuna lateral derecha, de agujero en el cemento para poner añejísimas almohadillas de las que ya no se acuerda nadie de antiguas que eran, y de aquellas pirindolitas verdes, como bellotas puestas de pie, en los muros de los vomitorios, del olor a chester y a pictolín, de marcador simultáneo con el anuncio de la sal de fruta Eno, de letrero grande Fundador Domecq en las esquinas de fondo, de aquel gol norte chiquito y familiar que dejaba ver casi hasta la puerta del Instituto de la Grasa y que tenía, como una palmera cerca de la misma Palmera, aquel marcador como un palomar; y buscaba a Laureano el del Ayuntamiento con su andar patizambo y su eterno mono azul de cremallera cruzada; y el “Mercedes” celeste, dos plazas, descapotable, de Benito Villamarín; y la cazadora de ante de Barrios, y la boina calada de Ventura Castelló -¿Sabes, hijo, que Ventura Castelló, cuando hicieron las obras del Mundial en el campo, y hubo que jugarse en Nervión, se vino aquí, entre las piedras de lo que quedaba en pie, con un transistor, para escuchar el partido?-; y el señorío de Pascual Aparicio; y el nervioso ir y venir de José María Doménech, que veía sin verlos más partidos por el corredor de las entrañas del campo que sentado en su palquito; y el chándal gris moteado de Adolfito, haciendo juego con sus canas; y aquel día en que Tenorio el Viejo tuvo que arreglar el larguero que partió Del Sol -¿te he dicho algo, hijo, al decirte Luis Del Sol?- contra el Extremadura...
-¿Ves hijo ese chaval que corre tanto por la banda izquierda? Pues por ahí jugaba hace años un zanquilargo de medias bajas y nervio alto que, cada vez que la cogía, el Villamarín parecía un manicomio. Fue uno, hijo, que aquí se hizo ídolo, que de aquí se fue ídolo y que aquí volvió ídolo porque de aquí, aunque lo pareciera, ¿sabes hijo?, no se había ido nunca; como tampoco se fue nunca aunque también lo pareciera otro zurdo, soriano de San Jerónimo como éste es extremeño del Polígono, y que volvió sin irse y que, mientras por ahí estuvo, tan lejos como en Italia, bien que le decía a su hijo: “hijo, aquí nos quieren, aquí nos miman, aquí nos adoran, pero no te olvides nunca, hijo, no te olvides nunca de nuestro Betis...”
Eran tiempos aquellos, los que pasaron, que ahora se le iban y venían, como flashes fotográficos, por la memoria. De cuando los óles secos y cortos eran para una finta elegantísima llamada Joaquín Sierra, y los óles arrastrados iban para las “roscas” y las “tostás” que llegaban, según se hacían con la izquierda, desde Coria, firmadas por Rogelio... y en la memoria, también, aquel gigantón de poco pelo y mucho poderío, y aquel día que debutó...
Seguía el partido, y la preocupación, y toda la catarata de cánticos de apoyo, y toda la presión verde, y el campo reventando en puros gritos cada vez que el Valladolid cogía la pelota, y él, a mitad de camino entre el presente y aquel pasado, entre su padre y su hijo, puente de abuelo a nieto, cuñas de la misma madera, para acordarse, al tirar Emaná una falta, de aquel Pibe que callaba a la grada; al ver el batallar de Capi, de aquel Javier López y su reolina; del fútbol por bulerías de Antonio Benítez; aquel gol de caoba en “Los Cármenes”; aquel paradón de Campillo la misma tarde; aquellos tantos y tantos de José Ramón Esnaola; las salidas de Otero; el jersey amarillo de González; las palomitas de Eugenio; el bigotito de Américo; los zapatos de Sobrado; ¿quién fue más rápido, Castaños o Enrique Morán?; dicen que ha fichado don Benito uno de la Florentina que se llama Jonson que...; y aquel gol de Biosca, contra estos mismos “periquitos” que convirtió el Beti-eti-eti en sí, sí, sí, y a Madrid.
Ay, aquella noche, hijo, de la Copa Grande, aquella madrugada de Sevilla, aquella tarde en la Plaza Nueva, aquel José Núñez llevando tanto empaque como elegancia en los triunfos como en las derrotas; el ascenso de Ferenc Szusza; León Lasa a hombros aquel día del Granada en Heliópolis; otra vez las mismas banderas; aquel otro día del Jerez, -te hablo, hijo, de muchos más años de lo que yo quisiera que hubiesen pasado-, Curro el de los periódicos, documental en color que íbamos a ver en los cines con el Nodo, aquel negro del sombrero, las lágrimas de aquel chaval de Getafe, aquel canario que movía al equipo como nadie, o aquel hombrecillo con bigote que tanto y tanto hizo por el sentimiento que le arrancó el alma, aquel remate con la zurda que nadie creía que iba a entrar, aquellas estrellas, aquel himno...
-¿Ves hijo ese masajista de chándal tan verde como su mismo corazón que se asoma por el banquillo? Todavía recuerdo, como si fuera ayer mismo, aquel primer ascenso que vivió su padre, Vicente, “manos mágicas” le dicen...
Iban y seguían yendo y viniendo las añoranzas. Y seguía la tensión. Y seguía el apoyo incondicional de una gente que no debes confundir nunca, hijo, nunca, por más que algunos lo hagan, con avaros y lacayos, con travestidos y mamarrachos, con bustos y charlatanes, que usurpan indignamente ese escudo y esos colores aunque ellos hasta que crean que son merecedores de hacerlo.
Se iba echando la tarde y se escondía por el voladizo el sol radiante de Heliópolis. Entonces fue que suspiró y dijo lo que el alma le dictaba:
-¿Ves, hijo, cómo y qué es el Betis? Puede que otros ganen todo, que sean mejores, que lleguen más lejos; puede que hoy incluso nos toque bajar a Segunda; pero no te olvides nunca, hijo, no te olvides nunca de este Betis que tu abuelo soñó siempre...
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Adaptación casi literal del inolvidable artículo de Manuel Ramírez Fernández de Córdoba, publicado en el ABC de Sevilla con fecha 16-5-1994.
Sirva la licencia de adaptar aquella maravilla a los tiempos presentes, como homenaje a uno de los grandes, con abono fijo en el Cuarto Anillo.
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