Perdónenme los que me lean si hago un símil con aquella cubierta de la NASA que iba a ampararnos a los béticos por supuesta obra y gracia de quien prometió la gloria en primera persona y nos dejó un techo vacío en tercera persona.
La cubierta de la NASA murió incluso antes de nacer, cayó en el olvido cuando todavía no había una máquina arañando el gol norte. Fue diseñada, fue parida arquitectónicamente, calculada fuerza a fuerza, vector a vector, transformada en órdenes de trabajo que nunca fueron ejecutadas.
Y el domingo, vi a miles de béticos compartiendo la lluvia, otro día más de lluvia, compartiéndola como béticos viendo al Betis, empapándose hasta el tuétano. Pero haciendo domingo a domingo su propia cubierta. Cuando las promesas se demuestran tristes despojos de aquello que parecía que era y no lo es, cuando la confianza en un proyecto, cuando el bético creía a pies juntillas, se demostró que se faltaba a la realidad, de una forma tan dramática que a cada gota que a un bético que cae se demuestra que son capaces de mojarse y empaparse y llegar a la pulmonía por el Betis, pero nunca más por la persona que dijo que aquello no pasaría.
El domingo, con las manos mojadas salían los aplausos a su Betis, con la cara cubierta de finas gotas de agua trataban de ver el pase de Sergio García, la entrada en tromba de Emaná. Tromba que compartía el buen africano con la de agua, que se colaba por los desagües de primer anfiteatro y caía gracioso sobre los asientos bajos, asientos pagado por béticos para ver al Betis. Agua y más agua que no mata a nadie, sólo que al bético le ahoga la esperanza.
El domingo, con el jarro de agua fría del empate, los béticos esperaron otros tanto litros por metro cuadrado para ver cómo el Betis puede ganar, porque querían verlo ganar, como querían ver terminado el campo que parecía que nos habían hecho con sangre y al final es cierto, la de los béticos que se dejan la vida en trabajos duros, en trabajos monótonos, en trabajos manuales para con sacrificio salir de rutinas y tocar la gloria con su Betis, porque simplemente ir al Betis es tocar la gloria.
Mi respeto a los que a cubierto se cobijan, ellos quizá tengan un poquito más apretado sus asientos de aquellos que huyen de la húmeda caída, mis respetos a los que en el palco se acomodan, pero en cada partido somos todos béticos, los de cubierto o descubierto, los que no paran de saltar y mojar y los que en el descanso pasan a la parte de atrás a comerse canapés y queso a la par. Pero mi recuerdo para quien en su derecho también llevaba su obligación, que nadie lo escogió y que en salvador se erigió. Una obligación que golpe a golpe no ha cumplido, para perjuicio del bético, del bético que se moja y del que no. Y el que se moja especialmente mira cada partido lluvioso y una mueca triste se vuelve húmeda.
El domingo un empate, un punto que se lleva al zurrón ese Chaparro que está sacando de un vestuario, también ajado, un equipo, sólo uno, que puntúa para que los béticos respiren e intenta jugar, para que los béticos sueñen.
La cubierta de la NASA murió incluso antes de nacer, cayó en el olvido cuando todavía no había una máquina arañando el gol norte. Fue diseñada, fue parida arquitectónicamente, calculada fuerza a fuerza, vector a vector, transformada en órdenes de trabajo que nunca fueron ejecutadas.
Y el domingo, vi a miles de béticos compartiendo la lluvia, otro día más de lluvia, compartiéndola como béticos viendo al Betis, empapándose hasta el tuétano. Pero haciendo domingo a domingo su propia cubierta. Cuando las promesas se demuestran tristes despojos de aquello que parecía que era y no lo es, cuando la confianza en un proyecto, cuando el bético creía a pies juntillas, se demostró que se faltaba a la realidad, de una forma tan dramática que a cada gota que a un bético que cae se demuestra que son capaces de mojarse y empaparse y llegar a la pulmonía por el Betis, pero nunca más por la persona que dijo que aquello no pasaría.
El domingo, con las manos mojadas salían los aplausos a su Betis, con la cara cubierta de finas gotas de agua trataban de ver el pase de Sergio García, la entrada en tromba de Emaná. Tromba que compartía el buen africano con la de agua, que se colaba por los desagües de primer anfiteatro y caía gracioso sobre los asientos bajos, asientos pagado por béticos para ver al Betis. Agua y más agua que no mata a nadie, sólo que al bético le ahoga la esperanza.
El domingo, con el jarro de agua fría del empate, los béticos esperaron otros tanto litros por metro cuadrado para ver cómo el Betis puede ganar, porque querían verlo ganar, como querían ver terminado el campo que parecía que nos habían hecho con sangre y al final es cierto, la de los béticos que se dejan la vida en trabajos duros, en trabajos monótonos, en trabajos manuales para con sacrificio salir de rutinas y tocar la gloria con su Betis, porque simplemente ir al Betis es tocar la gloria.
Mi respeto a los que a cubierto se cobijan, ellos quizá tengan un poquito más apretado sus asientos de aquellos que huyen de la húmeda caída, mis respetos a los que en el palco se acomodan, pero en cada partido somos todos béticos, los de cubierto o descubierto, los que no paran de saltar y mojar y los que en el descanso pasan a la parte de atrás a comerse canapés y queso a la par. Pero mi recuerdo para quien en su derecho también llevaba su obligación, que nadie lo escogió y que en salvador se erigió. Una obligación que golpe a golpe no ha cumplido, para perjuicio del bético, del bético que se moja y del que no. Y el que se moja especialmente mira cada partido lluvioso y una mueca triste se vuelve húmeda.
El domingo un empate, un punto que se lleva al zurrón ese Chaparro que está sacando de un vestuario, también ajado, un equipo, sólo uno, que puntúa para que los béticos respiren e intenta jugar, para que los béticos sueñen.
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