La temporada pasada me topé con el mayor bético del mundo, era en Huelva, y estaba sentado cerca de mí. Animaba sin parar y pese a sus casi cuarenta años no faltaba a una cita si el tiempo y la economía se lo permitía. Qué grande, cómo animaba y cómo sentía al Betis...
Me lo volví a encontrar en los alrededores del estadio. Iba con su nieto, de barba blanca y cuidada, bajaba del autobús y acomodó con cariño la bufanda al niño. Yo iba detrás y callado escuchaba una historia sobre su juventud en los coquetos reservados de la tribuna. Yo me desvié a mi asiento mientras subían las escaleras de voladizo.
El llavero de una peña bética apoyado en la mesita del bar, al lado de un café con leche humeante me indicó que allí estaba, de nuevo, el mayor bético del mundo, de nuevo. Tenía una carpeta repleta de papeles y la repasaba sin cesar. Moreno, con las gafas en la punta de la nariz, se tocaba la oreja mientras repasaba antes de entrar a clase... Terminé de desayunar y no quise interrumpirle, otra vez lo molestaría...
Con las prisas, corriendo como siempre, entré en el supermercado repleto hasta arriba... La lista, la lista, dónde está la leche? y el pan? Y allí estaba mi buen amigo bético... Entrado en kilos, rodeado de críos, llenaba con los productos más económicos un carro ya lleno. Sus cuatro hijos corrían y jugaban vestidos con camisetas del Betis heredadas y remendadas. Me miró el polo del centenario que portaba y me sonrió. Al segundo estaba llamando al orden a esa tribu verdiblanca que había secuestrado un pan de molde a modo de balón. Me alejé con mi compra mientras risas y castigos se iban apagando por el pasillo de los lácteos.
De nuevo a ver al Betis contra el Almería, y de nuevo me topé con el mejor bético del mundo, enjuto, con una camiseta meyba cuidada, esperaba a su novia con una sonrisa antes de ponerse en la cola de la puerta 23, abono en mano, y entrar con ella a la fiesta. "Hoy ganamos", preconizaba. Al subir las escaleras, su novia lo apartó, pero no lo suficiente como para que pudiera escucharlos. "Vas a ser papá" le dijo mientras éste saltaba y daba abrazos y besos a todo el que llevaba una camiseta o una bufanda del Betis. Mi sobrino y yo reíamos mientras bajábamos las escaleras hasta nuestro asiento. Y ganó el Betis... mira tú.
Caían las primeras gotas de la tarde primaveral en ese campo de fútbol donde unos chiquillos echaban las toneladas de ganas en el entrenamiento. El míster me sonaba, claro, era el mayor bético del mundo... era atlético, con una melenita recogida en forma de coleta para no molestar y había jugado en los escalafones inferiores del Betis hasta que una lesión le apartó de la competición. No se perdía un partido de su Betis y soñaba y se esforzaba con ser entrenador verdiblanco algún día. Compaginando trabajo y estudios se sacaba el carné de entrenador... y ejercía en ese club de barrio donde sus pupilos le tenían adoración por su firmeza, su trabajo y su tesón. Me quedé un rato en aquella grada vacía hasta que recogieron los balones, los pivotes de colores y las porterías... Le saludé al despedirme y me respondió con una sonrisa. De nuevo nos veíamos.
Y así, voy encontrándome con el mejor bético del mundo a menudo y en todos lados. De hecho, esta misma tarde, al pasar por un parque me lo he vuelto a encontrar, era rubio, no llegaba al metro de altura y salió disparado detrás de un seto tras un balón mediodesinflado. El balón llegó a mis piés y se lo devolví. Con la camiseta del Betis llena de churretes al igual que su cara, su mirada se iluminó cuando le dije... Viva el Betis... y se fué corriendo y cantando con el balón en los brazos... Me parecía que era algo así como... Ole Ole Ole Beti Ole...
Me lo volví a encontrar en los alrededores del estadio. Iba con su nieto, de barba blanca y cuidada, bajaba del autobús y acomodó con cariño la bufanda al niño. Yo iba detrás y callado escuchaba una historia sobre su juventud en los coquetos reservados de la tribuna. Yo me desvié a mi asiento mientras subían las escaleras de voladizo.
El llavero de una peña bética apoyado en la mesita del bar, al lado de un café con leche humeante me indicó que allí estaba, de nuevo, el mayor bético del mundo, de nuevo. Tenía una carpeta repleta de papeles y la repasaba sin cesar. Moreno, con las gafas en la punta de la nariz, se tocaba la oreja mientras repasaba antes de entrar a clase... Terminé de desayunar y no quise interrumpirle, otra vez lo molestaría...
Con las prisas, corriendo como siempre, entré en el supermercado repleto hasta arriba... La lista, la lista, dónde está la leche? y el pan? Y allí estaba mi buen amigo bético... Entrado en kilos, rodeado de críos, llenaba con los productos más económicos un carro ya lleno. Sus cuatro hijos corrían y jugaban vestidos con camisetas del Betis heredadas y remendadas. Me miró el polo del centenario que portaba y me sonrió. Al segundo estaba llamando al orden a esa tribu verdiblanca que había secuestrado un pan de molde a modo de balón. Me alejé con mi compra mientras risas y castigos se iban apagando por el pasillo de los lácteos.
De nuevo a ver al Betis contra el Almería, y de nuevo me topé con el mejor bético del mundo, enjuto, con una camiseta meyba cuidada, esperaba a su novia con una sonrisa antes de ponerse en la cola de la puerta 23, abono en mano, y entrar con ella a la fiesta. "Hoy ganamos", preconizaba. Al subir las escaleras, su novia lo apartó, pero no lo suficiente como para que pudiera escucharlos. "Vas a ser papá" le dijo mientras éste saltaba y daba abrazos y besos a todo el que llevaba una camiseta o una bufanda del Betis. Mi sobrino y yo reíamos mientras bajábamos las escaleras hasta nuestro asiento. Y ganó el Betis... mira tú.
Caían las primeras gotas de la tarde primaveral en ese campo de fútbol donde unos chiquillos echaban las toneladas de ganas en el entrenamiento. El míster me sonaba, claro, era el mayor bético del mundo... era atlético, con una melenita recogida en forma de coleta para no molestar y había jugado en los escalafones inferiores del Betis hasta que una lesión le apartó de la competición. No se perdía un partido de su Betis y soñaba y se esforzaba con ser entrenador verdiblanco algún día. Compaginando trabajo y estudios se sacaba el carné de entrenador... y ejercía en ese club de barrio donde sus pupilos le tenían adoración por su firmeza, su trabajo y su tesón. Me quedé un rato en aquella grada vacía hasta que recogieron los balones, los pivotes de colores y las porterías... Le saludé al despedirme y me respondió con una sonrisa. De nuevo nos veíamos.
Y así, voy encontrándome con el mejor bético del mundo a menudo y en todos lados. De hecho, esta misma tarde, al pasar por un parque me lo he vuelto a encontrar, era rubio, no llegaba al metro de altura y salió disparado detrás de un seto tras un balón mediodesinflado. El balón llegó a mis piés y se lo devolví. Con la camiseta del Betis llena de churretes al igual que su cara, su mirada se iluminó cuando le dije... Viva el Betis... y se fué corriendo y cantando con el balón en los brazos... Me parecía que era algo así como... Ole Ole Ole Beti Ole...
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