Aquella mañana despertó sintiéndose extraño.
Se acercaba el día señalado en el calendario para que el Betis debutara en el viejo Heliópolis, y como todos los inicios de temporada sintió aquella punzada extraña que lo atenazaba. En su interior se recrudecía esa cruenta batalla que había empezado años atrás cuando decidió, por puro beticismo, y atendiendo más (y dolorosamente) a la razón que al corazón, dejar de ser cómplice de la destrucción de los más arraigados valores béticos que se estaba perpetrando desde la dirección del Club.
No era fácil renunciar a la tarde de domingo en Heliópolis, junto a los suyos, pero era un sacrificio autoimpuesto y necesario para tratar de salvar la esencia. Creía haber obrado en conciencia, y aunque no podía asegurar que se sentía orgulloso de su decisión, sí que, al menos, estaba seguro de estar haciendo lo correcto.
Pero este año era distinto, peor. Hasta entonces aquella elección, que tanta confusión interior le creaba, había sido única y exclusivamente personal. Pero ahora habían pasado ya 8 agostos desde aquel 8 de agosto, en que siendo su hijo Miguel un recién nacido, le prometió, sin que él pudiera entenderle, que al cumplir los 8 años, lo haría socio del Betis.
Lo decidió así para que al tener ya cierta edad, Miguel fuese capaz de entender plenamente qué cosa tan distinta a todo lo existente es el Betis. Mientras tanto él le iba a ir enseñando a querer al Betis por encima de todas las cosas, hasta que llegara el día en que, viéndolo desde la grada por sí mismo, se enamorara definitivamente y para siempre de esa filosofía de vida que mana del Betis. Y ahora, por fin, había llegado ese anhelado momento, el de cruzar las puertas de Heliópolis, con Miguel de su mano, luciendo orgulloso sus treces barras en el pecho.
Pero lamentablemente desde aquel 8 de agosto del 2000, y hasta esa mañana, habían ocurrido tantas cosas en el club de sus amores, que aquella promesa no podía ser cumplida, al menos de momento. Por una simple cuestión de honestidad con el Betis, consigo mismo, pero sobre todo con su hijo. No quería engañar a Miguel, y mostrarle un Betis, que no era el Betis. No quería que viera a un equipo que había perdido sus esencias más fundamentales, para convertirse en uno más del montón. El Betis nunca fue grande por sus títulos ni por sus éxitos deportivos, sino por su particularísima idiosincracia. Y ésta se estaba perdiendo día tras día. No quería que viera a una afición dividida por la absurda, megalómana, enfermiza y caprichosa dirección de su mandamás, porque ésa no era la auténtica afición del Betis. Porque ése no era el Betis que él había amado desde pequeño. Ese no era el Betis, que noche tras noche trataba de enseñar a Miguel a través de las historias que le iba contando.
Ahora había que hacer frente a la promesa realizada 8 años atrás, y se veía atrapado en un callejón sin salida. Sabiendo que este doloroso momento tenía que llegar, fue cuidadosamente preparando el terreno. La temporada anterior, acudió con Miguel al reparto de un Calle Betis, esa pequeña ventana informativa que la asociación a la que pertenecía, Por Nuestro Betis, abría a la afición, para que tomase conciencia de la realidad del Betis y pudiese tomar sus propias decisiones a la luz de una información veraz y objetiva.
Al terminar el reparto, cuanto ya casi todos habían entrando, le dijo a Miguel:
-Venga, hijo, vámonos a casa.
-Papá, ¿por qué no nos quedamos a ver el partido como hacen todos?
-No podemos, hijo.
-¿Por qué? ¿Y si te invito yo? Tu me dejas el dinerito de las entradas y luego cuando lleguemos a casa yo te lo devuelvo de mi hucha.
-No es por el dinero, Migue.
-Entonces, ¿por qué? ¿Por culpa de Lopera?
-Más o menos. Por culpa de Lopera y por culpa de la aborregada afición del Betis, que nada hace por revertir esta situación de descomposición que vive nuestro club, hijo.
Aquello había ocurrido hacía unos cinco meses, pero en aquel momento lo recordaba tan nítidamente que parecía que hubiera sido ayer. Sabiendo que no podía posponer más el momento, llamó a Miguel, y sentándolo frente a él le contó la promesa que le había hecho nada más nacer y casi entre lágrimas le pidió perdón por no poder cumplirla.
Miguel, que solía escuchar a su padre en casa lamentarse amargamente de lo que Lopera estaba haciendo con el Betis, alzó su mirada y dijo:
-No te preocupes, papá, lo entiendo. Lo que tu creas que debamos hacer por el Betis es lo que haremos. Ya iremos al Betis cuando se vaya el Lopera ese.
-No, hijo, cuando se vaya Lopera no, cuando el Betis vuelva a ser el Betis, que ahora ya casi ni lo reconozco.
-Ojalá que sea pronto.
-Más pronto que tarde, hijo, por ello lucha tu padre.
Se acercaba el día señalado en el calendario para que el Betis debutara en el viejo Heliópolis, y como todos los inicios de temporada sintió aquella punzada extraña que lo atenazaba. En su interior se recrudecía esa cruenta batalla que había empezado años atrás cuando decidió, por puro beticismo, y atendiendo más (y dolorosamente) a la razón que al corazón, dejar de ser cómplice de la destrucción de los más arraigados valores béticos que se estaba perpetrando desde la dirección del Club.
No era fácil renunciar a la tarde de domingo en Heliópolis, junto a los suyos, pero era un sacrificio autoimpuesto y necesario para tratar de salvar la esencia. Creía haber obrado en conciencia, y aunque no podía asegurar que se sentía orgulloso de su decisión, sí que, al menos, estaba seguro de estar haciendo lo correcto.
Pero este año era distinto, peor. Hasta entonces aquella elección, que tanta confusión interior le creaba, había sido única y exclusivamente personal. Pero ahora habían pasado ya 8 agostos desde aquel 8 de agosto, en que siendo su hijo Miguel un recién nacido, le prometió, sin que él pudiera entenderle, que al cumplir los 8 años, lo haría socio del Betis.
Lo decidió así para que al tener ya cierta edad, Miguel fuese capaz de entender plenamente qué cosa tan distinta a todo lo existente es el Betis. Mientras tanto él le iba a ir enseñando a querer al Betis por encima de todas las cosas, hasta que llegara el día en que, viéndolo desde la grada por sí mismo, se enamorara definitivamente y para siempre de esa filosofía de vida que mana del Betis. Y ahora, por fin, había llegado ese anhelado momento, el de cruzar las puertas de Heliópolis, con Miguel de su mano, luciendo orgulloso sus treces barras en el pecho.
Pero lamentablemente desde aquel 8 de agosto del 2000, y hasta esa mañana, habían ocurrido tantas cosas en el club de sus amores, que aquella promesa no podía ser cumplida, al menos de momento. Por una simple cuestión de honestidad con el Betis, consigo mismo, pero sobre todo con su hijo. No quería engañar a Miguel, y mostrarle un Betis, que no era el Betis. No quería que viera a un equipo que había perdido sus esencias más fundamentales, para convertirse en uno más del montón. El Betis nunca fue grande por sus títulos ni por sus éxitos deportivos, sino por su particularísima idiosincracia. Y ésta se estaba perdiendo día tras día. No quería que viera a una afición dividida por la absurda, megalómana, enfermiza y caprichosa dirección de su mandamás, porque ésa no era la auténtica afición del Betis. Porque ése no era el Betis que él había amado desde pequeño. Ese no era el Betis, que noche tras noche trataba de enseñar a Miguel a través de las historias que le iba contando.
Ahora había que hacer frente a la promesa realizada 8 años atrás, y se veía atrapado en un callejón sin salida. Sabiendo que este doloroso momento tenía que llegar, fue cuidadosamente preparando el terreno. La temporada anterior, acudió con Miguel al reparto de un Calle Betis, esa pequeña ventana informativa que la asociación a la que pertenecía, Por Nuestro Betis, abría a la afición, para que tomase conciencia de la realidad del Betis y pudiese tomar sus propias decisiones a la luz de una información veraz y objetiva.
Al terminar el reparto, cuanto ya casi todos habían entrando, le dijo a Miguel:
-Venga, hijo, vámonos a casa.
-Papá, ¿por qué no nos quedamos a ver el partido como hacen todos?
-No podemos, hijo.
-¿Por qué? ¿Y si te invito yo? Tu me dejas el dinerito de las entradas y luego cuando lleguemos a casa yo te lo devuelvo de mi hucha.
-No es por el dinero, Migue.
-Entonces, ¿por qué? ¿Por culpa de Lopera?
-Más o menos. Por culpa de Lopera y por culpa de la aborregada afición del Betis, que nada hace por revertir esta situación de descomposición que vive nuestro club, hijo.
Aquello había ocurrido hacía unos cinco meses, pero en aquel momento lo recordaba tan nítidamente que parecía que hubiera sido ayer. Sabiendo que no podía posponer más el momento, llamó a Miguel, y sentándolo frente a él le contó la promesa que le había hecho nada más nacer y casi entre lágrimas le pidió perdón por no poder cumplirla.
Miguel, que solía escuchar a su padre en casa lamentarse amargamente de lo que Lopera estaba haciendo con el Betis, alzó su mirada y dijo:
-No te preocupes, papá, lo entiendo. Lo que tu creas que debamos hacer por el Betis es lo que haremos. Ya iremos al Betis cuando se vaya el Lopera ese.
-No, hijo, cuando se vaya Lopera no, cuando el Betis vuelva a ser el Betis, que ahora ya casi ni lo reconozco.
-Ojalá que sea pronto.
-Más pronto que tarde, hijo, por ello lucha tu padre.
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