(Tomado íntegramente de http://laventana.casa.cult.cu/module...ticle&sid=2649, por Daniel Díaz Mantilla)
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"Le dices a un ciego, Estás libre, le abres la puerta que lo separaba del mundo, Vete, estás libre, volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la calle, él y los otros, están asustados, no saben adónde ir, y es que no hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como es, por definición, un manicomio, y aventurarse, sin mano de guía ni traílla de perro, en el laberinto enloquecido de la ciudad, donde de nada va a servir la memoria, pues solo será capaz de mostrar la imagen de los lugares y no los caminos para llegar."
Así escribe José Saramago en su Ensayo sobre la ceguera, al comienzo de uno de los capítulos intermedios de esa novela inverosímil, donde una extraña epidemia ha privado súbitamente de la vista a cientos de personas, y el Gobierno, celoso de su seguridad, los ha aislado deprisa en el edificio abandonado de un antiguo hospital psiquiátrico.
Lo inverosímil no está, sin embargo, tanto en esa repentina ceguera que azota al país como en la actitud de las personas ante ella. Sorprende, por ejemplo, que el Gobierno, tan preocupado por la estabilidad y tan ágil en el ejercicio del poder, se niegue a investigar algo que representa a la vez una amenaza y un posible instrumento de control, cuando ni los virus más letales escapan al escrutinio de la ciencia, no siempre con fines nobles; y sorprende que la sociedad civil, propensa a la estampida como cualquier rebaño azocado, acepte sin histeria esa enfermedad que se extiende y la diezma.
La historia que el autor narra es la de los ciegos recluidos en el manicomio, y sólo ocasionalmente, por boca de sus personajes, sabemos lo que ocurre afuera: la gente ha renunciado al transporte automotor, incluso las bicicletas han sido abandonadas por miedo a un accidente. Y es también el miedo lo que hace durar ese insostenible espacio en que el relato transcurre, el miedo al contagio de unos, el miedo de otros a morir fusilados por los militares que custodian su inmerecida prisión.
Lo inverosímil no es absurdo. Hay una apreciable lógica en la concatenación de los acontecimientos, cierta credibilidad que emana del modo en que el narrador argumenta, como si fuera habitual ese caos. Hay también una coherencia que se funda en el conocimiento de la naturaleza humana. De modo que este improbable relato puede considerarse realista, en tanto que describe la barbarie, el egoísmo irracional de que son capaces incluso quienes se tienen por “más civilizados”. Es precisamente esto lo que le da valor: no una anécdota que juega a seducirnos con el vano espectáculo de la desintegración social y la crisis ética, mientras escamotea lo que es esencial (el saber), sino la saludable inquietud que trasmite al lector el reconocimiento de sus propias flaquezas.
Notorio es aquí el interés de Saramago por los destinos del homo sapiens, un interés que hurga en la relación del individuo con su entorno y una crítica del poder que respeta esa libertad individual donde reside tal vez su esperanza, porque —como afirma el autor— "la ceguera también es esto, vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza".
Otras explicaciones se ofrecen sobre la ceguera en distintos momentos del relato, y en todas se potencia su sentido metafórico: “luchar fue siempre, más o menos una forma de ceguera”, ha dicho un personaje; “ser un fantasma debe de ser algo así, tener la certeza de que la vida existe, porque cuatro sentidos nos lo dicen, y no poder verla”, dirá otro después. En un pasaje de especial dramatismo, los ciegos abandonan el manicomio en llamas solo para descubrir que afuera la epidemia ha contagiado a todos.
El desorden y la destrucción reinan. Entre las tantas vicisitudes sufridas desde el comienzo de su reclusión, solo una mujer ha conservado la vista y en secreto ha sido la imprescindible guía. No es difícil comprender el sentido dado por Saramago a este personaje que vela por los otros cuando la brutalidad —más que la epidemia— amenaza destruir los últimos vestigios de civilización: “es hoy cuando tengo la responsabilidad, —dice—, no mañana, […] la responsabilidad de tener ojos cuando los otros los han perdido”.
Más que una novela, este Ensayo es una parábola con personajes comunes, seres cuyo único heroísmo consiste en conservar la piedad y el sentido del deber en medio del desastre. Como toda parábola, el libro exige una lectura atenta y ofrece a cambio una enseñanza que es —me atrevería a decir— muy pertinente hoy porque, en nuestro orgullo, seguimos siendo como esos ciegos del relato: “Ciegos que ven, Ciego que, viendo, no ven”.
Una curiosa característica de este libro es que a los personajes nunca se les asigna nombres. Se les reconoce por su comportamiento, su oficio u otros rasgos externos que apenas bastan para distinguirlos, y esa falta de individualidad nos los acerca al tiempo que los torna vagos: cada uno de ellos puede ser cualquiera. De manera que, aunque la situación es asoladora, Saramago guarda en esa mujer que se hace responsable una esperanza que nos redime como especie, y que se torna explícita en las páginas finales. Pero eso el propio lector podrá verlo. Solo añadiré que esa responsabilidad hoy tan eludida, es condición indispensable de la libertad que tanto se elogia.
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Saludos.
PD: Si los administradores entienden que debe pasarse a "Otros temas", hágase... aunque bien mirado...
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"Le dices a un ciego, Estás libre, le abres la puerta que lo separaba del mundo, Vete, estás libre, volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la calle, él y los otros, están asustados, no saben adónde ir, y es que no hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como es, por definición, un manicomio, y aventurarse, sin mano de guía ni traílla de perro, en el laberinto enloquecido de la ciudad, donde de nada va a servir la memoria, pues solo será capaz de mostrar la imagen de los lugares y no los caminos para llegar."
Así escribe José Saramago en su Ensayo sobre la ceguera, al comienzo de uno de los capítulos intermedios de esa novela inverosímil, donde una extraña epidemia ha privado súbitamente de la vista a cientos de personas, y el Gobierno, celoso de su seguridad, los ha aislado deprisa en el edificio abandonado de un antiguo hospital psiquiátrico.
Lo inverosímil no está, sin embargo, tanto en esa repentina ceguera que azota al país como en la actitud de las personas ante ella. Sorprende, por ejemplo, que el Gobierno, tan preocupado por la estabilidad y tan ágil en el ejercicio del poder, se niegue a investigar algo que representa a la vez una amenaza y un posible instrumento de control, cuando ni los virus más letales escapan al escrutinio de la ciencia, no siempre con fines nobles; y sorprende que la sociedad civil, propensa a la estampida como cualquier rebaño azocado, acepte sin histeria esa enfermedad que se extiende y la diezma.
La historia que el autor narra es la de los ciegos recluidos en el manicomio, y sólo ocasionalmente, por boca de sus personajes, sabemos lo que ocurre afuera: la gente ha renunciado al transporte automotor, incluso las bicicletas han sido abandonadas por miedo a un accidente. Y es también el miedo lo que hace durar ese insostenible espacio en que el relato transcurre, el miedo al contagio de unos, el miedo de otros a morir fusilados por los militares que custodian su inmerecida prisión.
Lo inverosímil no es absurdo. Hay una apreciable lógica en la concatenación de los acontecimientos, cierta credibilidad que emana del modo en que el narrador argumenta, como si fuera habitual ese caos. Hay también una coherencia que se funda en el conocimiento de la naturaleza humana. De modo que este improbable relato puede considerarse realista, en tanto que describe la barbarie, el egoísmo irracional de que son capaces incluso quienes se tienen por “más civilizados”. Es precisamente esto lo que le da valor: no una anécdota que juega a seducirnos con el vano espectáculo de la desintegración social y la crisis ética, mientras escamotea lo que es esencial (el saber), sino la saludable inquietud que trasmite al lector el reconocimiento de sus propias flaquezas.
Notorio es aquí el interés de Saramago por los destinos del homo sapiens, un interés que hurga en la relación del individuo con su entorno y una crítica del poder que respeta esa libertad individual donde reside tal vez su esperanza, porque —como afirma el autor— "la ceguera también es esto, vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza".
Otras explicaciones se ofrecen sobre la ceguera en distintos momentos del relato, y en todas se potencia su sentido metafórico: “luchar fue siempre, más o menos una forma de ceguera”, ha dicho un personaje; “ser un fantasma debe de ser algo así, tener la certeza de que la vida existe, porque cuatro sentidos nos lo dicen, y no poder verla”, dirá otro después. En un pasaje de especial dramatismo, los ciegos abandonan el manicomio en llamas solo para descubrir que afuera la epidemia ha contagiado a todos.
El desorden y la destrucción reinan. Entre las tantas vicisitudes sufridas desde el comienzo de su reclusión, solo una mujer ha conservado la vista y en secreto ha sido la imprescindible guía. No es difícil comprender el sentido dado por Saramago a este personaje que vela por los otros cuando la brutalidad —más que la epidemia— amenaza destruir los últimos vestigios de civilización: “es hoy cuando tengo la responsabilidad, —dice—, no mañana, […] la responsabilidad de tener ojos cuando los otros los han perdido”.
Más que una novela, este Ensayo es una parábola con personajes comunes, seres cuyo único heroísmo consiste en conservar la piedad y el sentido del deber en medio del desastre. Como toda parábola, el libro exige una lectura atenta y ofrece a cambio una enseñanza que es —me atrevería a decir— muy pertinente hoy porque, en nuestro orgullo, seguimos siendo como esos ciegos del relato: “Ciegos que ven, Ciego que, viendo, no ven”.
Una curiosa característica de este libro es que a los personajes nunca se les asigna nombres. Se les reconoce por su comportamiento, su oficio u otros rasgos externos que apenas bastan para distinguirlos, y esa falta de individualidad nos los acerca al tiempo que los torna vagos: cada uno de ellos puede ser cualquiera. De manera que, aunque la situación es asoladora, Saramago guarda en esa mujer que se hace responsable una esperanza que nos redime como especie, y que se torna explícita en las páginas finales. Pero eso el propio lector podrá verlo. Solo añadiré que esa responsabilidad hoy tan eludida, es condición indispensable de la libertad que tanto se elogia.
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Saludos.
PD: Si los administradores entienden que debe pasarse a "Otros temas", hágase... aunque bien mirado...
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