Existió en un cercano reino un rey al que no le iban nada bien las cosas tras años de reinado absoluto y personalísima forma de gobernar. Cuando empezó su reinado, sus súbditos le rindieron pleitesía y confiaron en que diese esplendor a sus dominios.

Para ello, su pequeño ejército se armó y combatió en otros castillos y en el suyo contra otros ejércitos, consiguió éxitosas conquistas y sufrió penosas derrotas. Pero sus súbditos no perdían la fe. En el devenir de los años, a pesar de los impuestos que la monarquía recaudaba, el castillo se hacía viejo y necesitaba de almenas nuevas, siempre prometidas pero que no llegaban, también necesitaba el reino un buen campo de maniobras donde los ejércitos aprendiesen de ese arte de combatir que pocos llegan a dominar. Y el campo de maniobras también se deterioraba ante la mirada atónita de sus súbditos. Durante años, poderosos guerreros habían sido desterrados, al igual que leales que se atrevieron a contradecirle.

Tal forma de gobierno, en principio gloriosa a pesar de las derrotas, fue mermando la credibilidad del pueblo en su rey, tras comprobar cómo la hegemonía que creían se transformaba en cortinas de humo. Tras dos espantosas sequías, los súbditos, acostumbrados al absolutismo, decidieron hacer lo impensable: reunirse para exigir al rey cuentas de sus arcas, las arcas del reino. Querían dejar de ser meros pagadores de impuestos para poder empujar y dar esplendor al reino, a su castillo y a su estandarte. El rey, retirado hacía tiempo en su otro castillo, no dejaba a nadie que ayudase en sus dominios y, poco a poco, se fue rodeando de cada vez menos súbditos y más leales.

Un día, al final ya de su reinado, cuando su castillo no lucía como prometió a su pueblo, cuando el descontento era generalizado en el reino, con enfrentamientos fraternales, cuando el ejército no ayudaba a consolidar las ruinas dejadas por la monarquía, y el propio rey estaba buscando en las estrellas el cariño de antaño de sus súbditos, apareció por el castillo un mago que le vendió al rey un espejo mágico. Un espejo que mostraba el camino correcto.

Al rey le apasionó la idea, volvería a ser querido por su pueblo, conquistaría nuevas gestas y tendría un ejército digno de las grandes monarquías europeas.

Se encerró en el salón del trono de su castillo y mandó fuera a sus leales, pues no se fiaba lo más mínimo de que le pudieran robar el espejo.

Extasiado, contempló el espejo en sus manos, y de forma mágica el espejo fue desgranando una historia en la que él mismo aparecía de protagonista.

Se veía con otra cara, se levantaba de su morada y salía a la calle. Allí, los súbditos le seguían pidiendo los cambios que ansiaban, pero se veía cómo se acercaba a ellos, olvidando su soberbia y los escuchaba. Poco a poco fue escuchando a muchos súbditos a pesar de que sus leales le aconsejaban que no lo hiciera. Poco a poco se fue rodeando de mejores súbditos, consejeros que no eran leales más que al propio reino, y se sintió mejor. El reino fue, poco a poco, no podía ser un cambio radical, mejorando a pasos firmes, expulsó a nobles que con sus marquesados y ducados esquilmaban al propio reino y fortaleció el castillo para orgullo de su pueblo. El campo de maniobras, otrora losa insalvable, ahora era admirado por sus aprendices y, orgullosos, en los torneos lo demostraban con reinos vecinos. Las celebraciones eran motivo de satisfacción y fiesta entre los habitantes del reino, pues cuando antes todo giraba en torno a su corona, ahora dejaba que su estandarte fuera protagonista. El comercio mejoró al permitir una mayor flexibilidad en el monopolio y las arcas del reino mejoraron notablemente, repercutiendo en todo el territorio.

Tras tres días con sus tres noches encerrado en el salón del trono, con los ojos enrojecidos y las manos temblorosas ante lo que contemplaba, vió cómo, alarmados, sus fieles entraron en la sala desobedeciendo una orden, cosa que pocas veces pasaba bajo peligro de destierro. Acelerados, se acercaron a su trono donde estaba con el espejo en una mano y la mirada seca y firme en el techo. Le preguntaron por su salud nerviosos, pidió ser llevado a sus aposentos y cuando le ayudaron a levantarse quedó mirando al espejo con el que había compartido tres días y tres noches, hizo uso de la poca fuerza que le quedaba y lo rompió en pedazos...

Por supuesto, el mago nunca cobró lo acordado por el espejo.


Pd.: este cuento no está basado en hechos reales y cualquier similitud es purísima coincidencia. De hecho si a alguien le pasase algo parecido, simplemente no se lo deseo.