–Mírala, qué bien la llevan, qué bonita va, y qué serena. Con las fatiguitas que estará pasando, la pobre.
Con la frente alta, la mirada al cielo y el ceño levemente fruncido por la consternación, entre aromas de incienso y azahar de Adolfo Domínguez, mecida con tanto mimo como esfuerzo por su cuadrilla de hermanos costaleros, la Dolorosa de Sevilla avanza, sembrando la desolación y la admiración a su paso. Tras ella, la banda de música de Benacazón acompaña su cimbreante caminar a los sones de la célebre marcha “Hermanos paelleros”, y un cortejo de fieles seguidores, hombres y mujeres, no cesa de vitorearla: “¡Guapa, y guapa, y guapa y guapa y guapa!”, o “¡Viva Nuestra Señora de la Cabeza!”, grito respondido al instante unánimemente con un viril y marcial: “¡Viva!”.
Así dio inicio ayer la Reina de Sevilla su periplo por las iglesias televisivas y sagrarios radiofónicos, donde fue acogida con entusiasmo por los sacerdotes y párrocos titulares de las diferentes hermandades. En este particular via crucis, los popes, afligidos y compasivos, la obsequiaron con palabras de ánimo y ricos presentes (una daguita de oro blanco, unas gotas de sangre de rubí, un rosario de amatistas…), que la Virgen del Mayor Dolor y Traspaso, previo examen con el monóculo de aumento del tasador, incorporaba a su atuendo con una sonrisa hacia su benefactor.
En las sagradas emisoras, los sumos sacerdotes buscaban palabras de consuelo para aliviar el sufrimiento de la Señora:
–No sufras, mujer sin pecado concebida. Tu hijo no está muerto. Tan sólo lo parece. Al segundo día, resucitará.
–¿No será al tercero? Eso tenía entendido.
–No, mater amantísima, al segundo. La vuelta de la copa cae en martes.
–Ah, vale –dijo la Dolorosa, acompañando sus palabras con un largo suspiro. Acto seguido, con su manecita izquierda tapó el micrófono como quien no quiere la cosa, miró al periodista como miró Silvio al presentador de Música ***** en aquella mítica entrevista, y dijo sus mismas palabras–. ¡A mí e mimpotta! Qué cäräjö finlandés ni qué niño muerto. Yo lo que quiero saber es cuándo resucitaré yo, el faro guía que ilumina el mundo bético. –Los oyentes no se coscaron de nada; tan sólo, una vez destapado el micro, quienes aguzaron los sentidos dijeron haber entreoído emocionados el rumor acuoso de dos gruesas lágrimas rodando por sus sonrosadas mejillas, tras un largo silencio impregnado de dolor.
–Pon tu fe en Dios, hermana. En Dios, y en sus representantes en la tierra, los libres de pecado, nosotros los periodistas.
Y así, tras un emotivo acto de protestación de fe por parte de los pontífices de las ondas, la Dolorosa tendía su blanca mano, que era de inmediato besada con devoción, para dar acto seguido la espalda a sus fieles y continuar su camino. En las retinas de sus acólitos quedaba grabada para siempre la imagen de su hermoso manto grana y oro perdiéndose en la lejanía.
Con la frente alta, la mirada al cielo y el ceño levemente fruncido por la consternación, entre aromas de incienso y azahar de Adolfo Domínguez, mecida con tanto mimo como esfuerzo por su cuadrilla de hermanos costaleros, la Dolorosa de Sevilla avanza, sembrando la desolación y la admiración a su paso. Tras ella, la banda de música de Benacazón acompaña su cimbreante caminar a los sones de la célebre marcha “Hermanos paelleros”, y un cortejo de fieles seguidores, hombres y mujeres, no cesa de vitorearla: “¡Guapa, y guapa, y guapa y guapa y guapa!”, o “¡Viva Nuestra Señora de la Cabeza!”, grito respondido al instante unánimemente con un viril y marcial: “¡Viva!”.
Así dio inicio ayer la Reina de Sevilla su periplo por las iglesias televisivas y sagrarios radiofónicos, donde fue acogida con entusiasmo por los sacerdotes y párrocos titulares de las diferentes hermandades. En este particular via crucis, los popes, afligidos y compasivos, la obsequiaron con palabras de ánimo y ricos presentes (una daguita de oro blanco, unas gotas de sangre de rubí, un rosario de amatistas…), que la Virgen del Mayor Dolor y Traspaso, previo examen con el monóculo de aumento del tasador, incorporaba a su atuendo con una sonrisa hacia su benefactor.
En las sagradas emisoras, los sumos sacerdotes buscaban palabras de consuelo para aliviar el sufrimiento de la Señora:
–No sufras, mujer sin pecado concebida. Tu hijo no está muerto. Tan sólo lo parece. Al segundo día, resucitará.
–¿No será al tercero? Eso tenía entendido.
–No, mater amantísima, al segundo. La vuelta de la copa cae en martes.
–Ah, vale –dijo la Dolorosa, acompañando sus palabras con un largo suspiro. Acto seguido, con su manecita izquierda tapó el micrófono como quien no quiere la cosa, miró al periodista como miró Silvio al presentador de Música ***** en aquella mítica entrevista, y dijo sus mismas palabras–. ¡A mí e mimpotta! Qué cäräjö finlandés ni qué niño muerto. Yo lo que quiero saber es cuándo resucitaré yo, el faro guía que ilumina el mundo bético. –Los oyentes no se coscaron de nada; tan sólo, una vez destapado el micro, quienes aguzaron los sentidos dijeron haber entreoído emocionados el rumor acuoso de dos gruesas lágrimas rodando por sus sonrosadas mejillas, tras un largo silencio impregnado de dolor.
–Pon tu fe en Dios, hermana. En Dios, y en sus representantes en la tierra, los libres de pecado, nosotros los periodistas.
Y así, tras un emotivo acto de protestación de fe por parte de los pontífices de las ondas, la Dolorosa tendía su blanca mano, que era de inmediato besada con devoción, para dar acto seguido la espalda a sus fieles y continuar su camino. En las retinas de sus acólitos quedaba grabada para siempre la imagen de su hermoso manto grana y oro perdiéndose en la lejanía.
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