27 de octubre. Año 2013. El Real Betis Balompié se presenta en el Calderón para enfrentarse a un potente Atlético de Madrid.
Un servidor, cómo no, se coge su zamarra verde y blanca y se presenta en el estadio a la hora convenida. Las sensaciones no son buenas, las rachas contrapuestas. Hay muchas dudas en los fichajes béticos de esta temporada, y un runrún creciente en torno al entrenador (al menos, en el foro).
Admito que hasta ese día yo no era un crítico de Mel. Creo que más o menos se apañaba. Nos había deleitado con goleadas en contra, pero bueno, tampoco considero que hubiese perdido todo el crédito que tenía. Se alternaban partidos infames con partidos muy buenos. Veníamos de la temporada de Europa, con Beñat, Pabón, Campbell, un gran Rubén, un buen Paulao, Adrián... Bueno, el equipo era muy nuevo.
"Seguro que hoy demostramos que las malas sensaciones han sido sólo un mal sueño", me decía.
Comienza el partido.
Sólo 13 segundos después, un niño de 16 años nos marca el 1-0. Trece segundos. Dieciséis años.
A partir de ese momento, decido fijarme en Mel. En sus reacciones. Le tengo tremendamente cerca de mi asiento. En ver qué plantea para nivelar el choque, en ver cómo saca el amor propio y de jugadores para solucionar tal afrenta.
Lo que veo es demoledor. Mel no hace nada. Mira al suelo. Niega. A veces grita.
Mientras, en el campo, un tal Matilla defeca en el escudo cada vez que el balón le pasa por delante. Un tal Dídac parace tener problemas incluso para mantenerse en pie.
Cae otro. Y otro. Y luego otro. Y otro más.
Son 5-0, la humillación es máxima. El campo clama, la gente vitorea. La impotencia no cabe en el cuerpo. El ambiente es de cachondeo.
Qué bien les caemos. Cómo no les vamos a caer bien, si nos les hacemos ni cosquillas.
Mel sigue sin reaccionar. Es como si le diese igual. Es como si no tuviese nada que ver con el escarnio que presencio.
Al terminar, anuncia una rueda de prensa para el día siguiente. Saltan las alarmas. "Se va", dicen algunos aliviados. Ya me incluyo en ese grupo, obviamente el entrenador había perdido el control.
Pero en esa rueda de prenda extraordinaria no dice nada. Sólo se da palmadas. Está sufriendo mucho por el Betis y esto lo va a arreglar.
No es que no lo arreglara, es que lo aniquiló.
Recuerdo el 27 de octubre de 2013 como el día en el que dejé de creer completamente en Mel como entrenador. Y el 28 en el que dejé de creer en él como persona.
Lo primero, por lo que vi en el estadio. Lo segundo, por lo que vi en la sala de Prensa.
Dos años después, eres el mismo inútil. Si lees esto, señor Mel, quiero que lo sepas. Te quiero fuera. No mereces entrenar un equipo de este nivel.
Eres un lastre. Vete.
Un servidor, cómo no, se coge su zamarra verde y blanca y se presenta en el estadio a la hora convenida. Las sensaciones no son buenas, las rachas contrapuestas. Hay muchas dudas en los fichajes béticos de esta temporada, y un runrún creciente en torno al entrenador (al menos, en el foro).
Admito que hasta ese día yo no era un crítico de Mel. Creo que más o menos se apañaba. Nos había deleitado con goleadas en contra, pero bueno, tampoco considero que hubiese perdido todo el crédito que tenía. Se alternaban partidos infames con partidos muy buenos. Veníamos de la temporada de Europa, con Beñat, Pabón, Campbell, un gran Rubén, un buen Paulao, Adrián... Bueno, el equipo era muy nuevo.
"Seguro que hoy demostramos que las malas sensaciones han sido sólo un mal sueño", me decía.
Comienza el partido.
Sólo 13 segundos después, un niño de 16 años nos marca el 1-0. Trece segundos. Dieciséis años.
A partir de ese momento, decido fijarme en Mel. En sus reacciones. Le tengo tremendamente cerca de mi asiento. En ver qué plantea para nivelar el choque, en ver cómo saca el amor propio y de jugadores para solucionar tal afrenta.
Lo que veo es demoledor. Mel no hace nada. Mira al suelo. Niega. A veces grita.
Mientras, en el campo, un tal Matilla defeca en el escudo cada vez que el balón le pasa por delante. Un tal Dídac parace tener problemas incluso para mantenerse en pie.
Cae otro. Y otro. Y luego otro. Y otro más.
Son 5-0, la humillación es máxima. El campo clama, la gente vitorea. La impotencia no cabe en el cuerpo. El ambiente es de cachondeo.
Qué bien les caemos. Cómo no les vamos a caer bien, si nos les hacemos ni cosquillas.
Mel sigue sin reaccionar. Es como si le diese igual. Es como si no tuviese nada que ver con el escarnio que presencio.
Al terminar, anuncia una rueda de prensa para el día siguiente. Saltan las alarmas. "Se va", dicen algunos aliviados. Ya me incluyo en ese grupo, obviamente el entrenador había perdido el control.
Pero en esa rueda de prenda extraordinaria no dice nada. Sólo se da palmadas. Está sufriendo mucho por el Betis y esto lo va a arreglar.
No es que no lo arreglara, es que lo aniquiló.
Recuerdo el 27 de octubre de 2013 como el día en el que dejé de creer completamente en Mel como entrenador. Y el 28 en el que dejé de creer en él como persona.
Lo primero, por lo que vi en el estadio. Lo segundo, por lo que vi en la sala de Prensa.
Dos años después, eres el mismo inútil. Si lees esto, señor Mel, quiero que lo sepas. Te quiero fuera. No mereces entrenar un equipo de este nivel.
Eres un lastre. Vete.
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