Tuvo claro Abelardo que se dedicaría al mundo de los banquillos. Su ciudad del alma, Gijón, no ha dejado de darle oportunidades nunca. Y seguro que con buen juicio. Las categorías inferiores lo vieron comenzar a dirigir equipos y hasta sufrió una destitución que, como él mismo ha señalado en varias ocasiones, lo hizo fuerte y entrenador. Sí, entrenador. Por eso se marchó a otros rincones a conocer lo bueno y menos bueno de todo esto. Adquirió gloria en clubes de Tercera división y de nuevo apareció su Sporting. Anduvo ayudando sin hacer ruido hasta que en El Molinón se hartaron de un tal José Ramón Sandoval y le dieron la batuta del primer equipo rojiblanco. La enorme responsabilidad que le dieron la solventó mejor que bien con la clasificación para los play off de ascenso tras tres victorias y dos empates en cinco encuentros. Las Palmas lo bajó a la tierra, pero el curso pasado el Benito Villamarín lo mandó a las nubes. El Sporting ascendía de la mano de Abelardo.
Con poco o nada que perder, Abelardo es el típico técnico cuyo atrevimiento le puede abrir las puertas de un buen contrato el día de mañana. Le gusta que, dentro de la cordura necesaria que ha de tener un conjunto de fútbol, sus hombres se diviertan y le den emoción al juego. Muere pensando en un fútbol plagado de ocasiones de gol, notándose perfectamente las nociones que Johan Cruyff pudo transmitirle como entrenador. Es una idea fantástica de juego puesto que la juventud que atesora su plantilla es una realidad. Quiere tener esa influencia en sus pupilos y lo anda consiguiendo desde hace mucho.
El Sporting tiene sello, y Abelardo tiene culpa de ello. La temporada da millones de vueltas, pero en este comienzo listo está siendo, permite pocas ocasiones al rival y encaja poco. Las cosas, luego, caen por su propio peso, pero en cuanto le tome verdaderamente el pulso a la Primera, tanto Sporting como Abelardo, podríamos tener Gijón para rato. Entrenador y club asturiano pretenden llegar para quedarse. Y encajan en la élite.