La lisonja es burda, muchas veces pedante, casi siempre interesada. Pero hay loas que salen de las vísceras. Hay alabanzas que nacen de la memoria, de la falsa literatura elegíaca que se cuece en las seseras del recuerdo. Tal vez el Real Betis Balompié no sea más que un engañabobos sin más grandeza que sus eternas miserias. Es posible que las trece barras verdiblancas simbolicen los barrotes que encarcelan un sentimiento imposible. Quizás el beticismo es una quimera tan inalcanzable como la red de Brasil para Cardeñosa o la selección nacional para Timimi. Acaso el balompedismo se cimenta sobre el olvido de Papa Jones, Eladio García de la Borbolla, Aredo y Aeso. A lo mejor Heliópolis no es más que un rincón remoto donde la Sevilla obrera soñó alguna vez patrañas inasequibles. Un gol capital en Santander. Un uy al cabezazo de Rincón. Un ole a la espinillera izquierda del Gordo. Una batallita de mi abuelo sobre el sosiego de Rogelio, el temple de Luis del Sol, el penalti de Esnaola o el gol de Villarín en el campo del Utrera en los años de Tercera.
Quizás el Betis no sea más que la utopía de una verónica de Ignacio Sánchez Mejías desde el palco. O el enigma de un lance de Curro. O la guasa con Fantaguzzi, Balan González, Ferreira, Ikpeba o Denilson. O un golazo hipócrita en el estreno de Kasumov, Kukleta y Kowalczyk. O las botas blancas de Alfonso. O el sombrero de Finidi. O aquel gol de Olías por la escuadra de Monchi. O tal vez sea el paraíso al que llegó desde Tenerife Rommel Fernández. O el llanto de una promoción con el Deportivo de la Coruña. O la celebración de Ivanov por una pelota que no entró. O un gol del Palamós en el último minuto. O la camiseta del Mollerusa paseándose por Sevilla. O la puerta de Retamero pintarrajeada. O la manija de Alexis. Yo ya no sé si el Betis es un trampantojo que esconde tras su mendacidad un centro furtivo de Jarni, un remate hosco de Cañas, la dura historia de Monsalvete, una carrera inútil de Zafra, un crujido en la rodilla de Cuéllar, un codazo de Monreal, una cobertura de Merino, una millonada por Oli o una pifia insoslayable de Rodolfo Dapena. Hace tiempo que me atribulo cuando trato de averiguar si el Betis es sólo una entelequia forjada sobre birlibirloques como Ríos, del Sol, Rogelio, Gordillo y Joaquín o si es la enteca realidad de Gabino, Gail, Job, Txirri, Mel y Mágico Díaz. Me empeño vanamente en saber si debo ensalzar las paradas de Pumpido o zambucar las animaladas del Pato y el Puma. Quizás el Betis sea el cementerio al que vinieron a morir elefantes como Calderé y López Ufarte. O la utopía del marqués de Contadero y Gil Gómez Bajuelo. O el hechizo de Aranda, Gómez, Caballero, Esteve, Larrinoa, Saro, Unamuno, Lecue, Iriondo, Megido, López, Bizcocho, Sabaté, Biosca, Cobo, Alabanda, García Soriano y Benítez. Es cierto que el «manquepierda» es un insoportable síntoma de pequeñez. Que el Betis es un sufrimiento infinito. Pero este espejismo celebra a partir del domingo que viene su centenario sobre la yerba. Y yo, que no soy nadie, tengo mi corazón entregado a esta nada que colma mis adentros verdiblancos.
Por
ALBERTO GARCÍA REYES
ABC
Quizás el Betis no sea más que la utopía de una verónica de Ignacio Sánchez Mejías desde el palco. O el enigma de un lance de Curro. O la guasa con Fantaguzzi, Balan González, Ferreira, Ikpeba o Denilson. O un golazo hipócrita en el estreno de Kasumov, Kukleta y Kowalczyk. O las botas blancas de Alfonso. O el sombrero de Finidi. O aquel gol de Olías por la escuadra de Monchi. O tal vez sea el paraíso al que llegó desde Tenerife Rommel Fernández. O el llanto de una promoción con el Deportivo de la Coruña. O la celebración de Ivanov por una pelota que no entró. O un gol del Palamós en el último minuto. O la camiseta del Mollerusa paseándose por Sevilla. O la puerta de Retamero pintarrajeada. O la manija de Alexis. Yo ya no sé si el Betis es un trampantojo que esconde tras su mendacidad un centro furtivo de Jarni, un remate hosco de Cañas, la dura historia de Monsalvete, una carrera inútil de Zafra, un crujido en la rodilla de Cuéllar, un codazo de Monreal, una cobertura de Merino, una millonada por Oli o una pifia insoslayable de Rodolfo Dapena. Hace tiempo que me atribulo cuando trato de averiguar si el Betis es sólo una entelequia forjada sobre birlibirloques como Ríos, del Sol, Rogelio, Gordillo y Joaquín o si es la enteca realidad de Gabino, Gail, Job, Txirri, Mel y Mágico Díaz. Me empeño vanamente en saber si debo ensalzar las paradas de Pumpido o zambucar las animaladas del Pato y el Puma. Quizás el Betis sea el cementerio al que vinieron a morir elefantes como Calderé y López Ufarte. O la utopía del marqués de Contadero y Gil Gómez Bajuelo. O el hechizo de Aranda, Gómez, Caballero, Esteve, Larrinoa, Saro, Unamuno, Lecue, Iriondo, Megido, López, Bizcocho, Sabaté, Biosca, Cobo, Alabanda, García Soriano y Benítez. Es cierto que el «manquepierda» es un insoportable síntoma de pequeñez. Que el Betis es un sufrimiento infinito. Pero este espejismo celebra a partir del domingo que viene su centenario sobre la yerba. Y yo, que no soy nadie, tengo mi corazón entregado a esta nada que colma mis adentros verdiblancos.
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ALBERTO GARCÍA REYES
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