El buen lector, que es el cauteloso y alerta, habrá advertido que en esa expresión el señor Platas no es el sujeto del error, sino el objeto. No se dice que el error sea de Platas, sino más bien lo contrario -que Platas es un error-. Son otros, pues, quienes lo han cometido y cometen; por ello trasciende ese error los límites de la equivocación individual y quedará inscrito en la historia de nuestro
club.
Estos párrafos pretenden dibujar, con los menos aspavientos posibles, en qué consiste desliz tan importante, tan histórico. Para esto necesitamos proceder magnánimamente, retrayendo la vista de toda cuestión personal y de detalle. Por eso, yo voy a suponer aquí que ni el presidente ni ninguno de sus consejeros han cometido error alguno en su actuación concreta y particular. Después de todo, no está esto muy lejos de la pura verdad. Esos hombres no habrán hecho ninguna cosa positiva de grueso calibre; pero es justo reconocer que han ejecutado pocas indiscreciones. Algunos de ellos han hecho más. El señor Montoro, por ejemplo, ha conseguido lo que parecía imposible: crear una grada joven que hacía años que se venía pidiendo, mantener el contacto con PNB y que la situación de la oposición no se haya convertido en un conflicto grave. Es mucho menos fácil de lo que la gente puede suponer que exista, y dentro del régimen actual, otra persona, sea cual fuere, que hubiera podido lograr tan inverosímil cosa.
Es probable también que la labor del señor Catalán para abrir la puerta de la participación merezca un especial aplauso. Pero, sin que yo lo ponga en duda, no estoy tan seguro como de lo anterior, creyendo que, por desgracia, no es eso lo que constituye el problema verdaderamente grave, catastrófico y sustancial de nuestra entidad. Pero, repito, estoy dispuesto a suponer lo contrario y que el Sr. Catalán ha sido el campeón de la participación. Tanto mejor para el Betis, y tanto mejor para lo que voy a decir, pues cuantos menos errores haya cometido este Consejo, tanto mejor se verá el error que es.
Un Consejo es, ante todo, el proyecto que viene a presentar. En nuestro caso se trata de una política sencillísima. Es un monomio. Se reduce a un tema. Cien veces lo ha repetido los consejeros. La política de este Consejo consiste en cumplir la resolución adoptada por el Juzgado. Se trata de volver a la normalidad por los medios normales. Aunque la cosa es clara como «¡buenos días!», conviene que el lector se fije. El fin de su actuación es la normalidad. Sus medios son... los normales.
Bien. Pero ¿a qué hechos, a qué situación de la vida pública responde el Consejo con una política tan simple? ¡Ah!, eso todos lo sabemos. La situación histórica a que tal comportamiento responde es también muy sencilla: El Betis, una de las primeras sociedades deportivas de España, venía ya de antiguo arrastrando una existencia bastante poco normal, ha sufrido durante cuatro años un régimen de absoluta anormalidad en su órgano de gestión, el cual ha usado medios de tal modo anormales, que nadie, así, de pronto, podrá recordar haber sido usados nunca ni dentro ni fuera de España, ni en este ni en cualquier otro siglo. Lo cual anda muy lejos de ser una frase. Desde mi rincón sigo estupefacto ante el hecho de que todavía ningún sabedor de historia jurídica se haya ocupado en hacer notar a los béticos minuciosamente y con pruebas exuberantes esta estricta verdad: que no es imposible, pero sí sumamente difícil, hablando en serio y con todo rigor, encontrar un régimen como el que hemos sufrido estos años.
Y que a ese hecho responde el consejo con el acervo de siempre: sigamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos «como si» aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal.
Eso, eso es todo lo que el consejo puede ofrecer, en este momento tan difícil, a los 36.000 socios ya maltraídos de antiguo, después de haberlos vejado, pisoteado, envilecido y esquilmado durante cuatro años. Y, no obstante, pretende, impávido, seguir al frente de los destinos de esos béticos y de este Betis.
Pero no es eso lo peor. Lo peor son los motivos por los que cree poderse contentar con ofrecer tan insolente ficción.
El Betis, tenemos que decirlo, se ha ido formando sobre un surtido de ideas sobre el modo de ser de los béticos. Piensan sus élites, por ejemplo, que los béticos moralmente pertenecen a la familia de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea. No puedo ocultar que esas ideas sociológicas sobre el bético tenidas por su “élite” son, en dosis considerable, ciertas. Bien está, pues, que la “élite” piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es intolerable que se prevalga de ello. Cuanta mayor verdad sean, razón de más para que esa élite, se hubiese extenuado, hora por hora, en corregir tales defectos, excitando la vitalidad, persiguiendo cuanto fomentase su modorra moral y su propensión lanuda. No obstante, ha hecho todo lo contrario. Desde 1992, la “élite” no ha hecho más que especular sobre los vicios de los béticos, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que la planta noble se ha repetido más veces ésta: «¡En el Betis, no pasa nada!» La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia bética; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho.
He aquí los motivos por los cuales se pretende también en esta ocasión superlativa responder, no más que decretando esta ficción: Aquí no ha pasado nada..
Pero esta vez se ha equivocado. Se trataba de dar largas. Se contaba con que pocos meses de consejo emoliente bastarían para hacer olvidar a la amnesia bética de los cuatro años de despropósito.
Pero esta vez se ha equivocado. Este es el error Platas. Al cabo de seis meses, la opinión pública está menos resuelta que nunca a olvidar el despropósito de los últimos años. El Régimen sigue solitario, acordonado como leproso en lazareto. No hay un hombre hábil que quiera acercarse a él; cargos, homenajes, promesas -las cuentas de vidrio perpetuas-, no han servido esta vez de nada. Al contrario: esta última ficción colma el vaso. La reacción indignada de los béticos empieza ahora, precisamente ahora, y no hace seis meses. El bético se toma siempre tiempo, el suyo.
club.
Estos párrafos pretenden dibujar, con los menos aspavientos posibles, en qué consiste desliz tan importante, tan histórico. Para esto necesitamos proceder magnánimamente, retrayendo la vista de toda cuestión personal y de detalle. Por eso, yo voy a suponer aquí que ni el presidente ni ninguno de sus consejeros han cometido error alguno en su actuación concreta y particular. Después de todo, no está esto muy lejos de la pura verdad. Esos hombres no habrán hecho ninguna cosa positiva de grueso calibre; pero es justo reconocer que han ejecutado pocas indiscreciones. Algunos de ellos han hecho más. El señor Montoro, por ejemplo, ha conseguido lo que parecía imposible: crear una grada joven que hacía años que se venía pidiendo, mantener el contacto con PNB y que la situación de la oposición no se haya convertido en un conflicto grave. Es mucho menos fácil de lo que la gente puede suponer que exista, y dentro del régimen actual, otra persona, sea cual fuere, que hubiera podido lograr tan inverosímil cosa.
Es probable también que la labor del señor Catalán para abrir la puerta de la participación merezca un especial aplauso. Pero, sin que yo lo ponga en duda, no estoy tan seguro como de lo anterior, creyendo que, por desgracia, no es eso lo que constituye el problema verdaderamente grave, catastrófico y sustancial de nuestra entidad. Pero, repito, estoy dispuesto a suponer lo contrario y que el Sr. Catalán ha sido el campeón de la participación. Tanto mejor para el Betis, y tanto mejor para lo que voy a decir, pues cuantos menos errores haya cometido este Consejo, tanto mejor se verá el error que es.
Un Consejo es, ante todo, el proyecto que viene a presentar. En nuestro caso se trata de una política sencillísima. Es un monomio. Se reduce a un tema. Cien veces lo ha repetido los consejeros. La política de este Consejo consiste en cumplir la resolución adoptada por el Juzgado. Se trata de volver a la normalidad por los medios normales. Aunque la cosa es clara como «¡buenos días!», conviene que el lector se fije. El fin de su actuación es la normalidad. Sus medios son... los normales.
Bien. Pero ¿a qué hechos, a qué situación de la vida pública responde el Consejo con una política tan simple? ¡Ah!, eso todos lo sabemos. La situación histórica a que tal comportamiento responde es también muy sencilla: El Betis, una de las primeras sociedades deportivas de España, venía ya de antiguo arrastrando una existencia bastante poco normal, ha sufrido durante cuatro años un régimen de absoluta anormalidad en su órgano de gestión, el cual ha usado medios de tal modo anormales, que nadie, así, de pronto, podrá recordar haber sido usados nunca ni dentro ni fuera de España, ni en este ni en cualquier otro siglo. Lo cual anda muy lejos de ser una frase. Desde mi rincón sigo estupefacto ante el hecho de que todavía ningún sabedor de historia jurídica se haya ocupado en hacer notar a los béticos minuciosamente y con pruebas exuberantes esta estricta verdad: que no es imposible, pero sí sumamente difícil, hablando en serio y con todo rigor, encontrar un régimen como el que hemos sufrido estos años.
Y que a ese hecho responde el consejo con el acervo de siempre: sigamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos «como si» aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal.
Eso, eso es todo lo que el consejo puede ofrecer, en este momento tan difícil, a los 36.000 socios ya maltraídos de antiguo, después de haberlos vejado, pisoteado, envilecido y esquilmado durante cuatro años. Y, no obstante, pretende, impávido, seguir al frente de los destinos de esos béticos y de este Betis.
Pero no es eso lo peor. Lo peor son los motivos por los que cree poderse contentar con ofrecer tan insolente ficción.
El Betis, tenemos que decirlo, se ha ido formando sobre un surtido de ideas sobre el modo de ser de los béticos. Piensan sus élites, por ejemplo, que los béticos moralmente pertenecen a la familia de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea. No puedo ocultar que esas ideas sociológicas sobre el bético tenidas por su “élite” son, en dosis considerable, ciertas. Bien está, pues, que la “élite” piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es intolerable que se prevalga de ello. Cuanta mayor verdad sean, razón de más para que esa élite, se hubiese extenuado, hora por hora, en corregir tales defectos, excitando la vitalidad, persiguiendo cuanto fomentase su modorra moral y su propensión lanuda. No obstante, ha hecho todo lo contrario. Desde 1992, la “élite” no ha hecho más que especular sobre los vicios de los béticos, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que la planta noble se ha repetido más veces ésta: «¡En el Betis, no pasa nada!» La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia bética; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho.
He aquí los motivos por los cuales se pretende también en esta ocasión superlativa responder, no más que decretando esta ficción: Aquí no ha pasado nada..
Pero esta vez se ha equivocado. Se trataba de dar largas. Se contaba con que pocos meses de consejo emoliente bastarían para hacer olvidar a la amnesia bética de los cuatro años de despropósito.
Pero esta vez se ha equivocado. Este es el error Platas. Al cabo de seis meses, la opinión pública está menos resuelta que nunca a olvidar el despropósito de los últimos años. El Régimen sigue solitario, acordonado como leproso en lazareto. No hay un hombre hábil que quiera acercarse a él; cargos, homenajes, promesas -las cuentas de vidrio perpetuas-, no han servido esta vez de nada. Al contrario: esta última ficción colma el vaso. La reacción indignada de los béticos empieza ahora, precisamente ahora, y no hace seis meses. El bético se toma siempre tiempo, el suyo.
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