El relato me imagino que estara por aqui en algun sitio, pero no logro encontrarlo, asi que aqui lo dejo.
Se trata de uno de los "relatos verdiblancos", libro que debe haber leido todo betico.
Pero que tiene su principio en el mismo relato, pero en version reducida, publicado en el ABC el lunes despues de ganar al español en el villamarin y poner fin a la liga 93/94 que nos llevó a primera
Su autor, Don Manuel Ramirez Fernández de Cordoba, natural de Constantina, periodista y betico, nos dejó en 2007, año del centenario. y ese lunes del 94 escribia esto:
http://hemeroteca.abcdesevilla.es/na...05/16/072.html
Y en el libro relatos en verdiblanco viene ese mismo relato ampliado. quien no lo haya leido que disfrute de el. y quien si lo haya hecho, que lo vuelva a leer, que seguro que como yo, se emociona cada vez que lo relee.
Va por ti Manuel...
De padres a hijos, de abuelos a nietos, una pasión llamada Betis
-¿Ves hijo, todo lo que ves?¿Ves que no te exageré nunca cómo era el Betis? Pues ay, hijo, si yo te contara…
Habías vuelto al Villamarín de la mano de su hijo. Hacía mucho, muchísimo tiempo que ya no ibas a Heliópolis como a ti te gustaba hacer. Era cuando tu padre te llevaba al campo, cuando, y entonces tu no sabías ni qué era aquello, había que comprar el emblema que, según te decían, era para Auxilio Social que, en aquellos tiempos, la década de los cincuenta del siglo pasado, no sé si había o no había hambre, pero sí que se comía lo que se podía, había muchos brazaletes de luto en las mangas de las chaquetas y olía a linimento no más pasar el umbral del campo, ya fuese en tribuna, o, también, en fondo, o en los goles, o donde pudieras sentarte, que partidos hubo que tú recordabas que se ponían sillas en el campo, al borde de la yerba, con un cordón que era como la aduana para no pisar el césped y hasta dejarle sitio al futbolista que fuese a sacar de banda, y de cuando los fotógrafos de prensa se sentaban al lado de la portería y hasta tiempo tenían para hablar con el portero, el del Betis, no el del rival, o comentar hasta lances del juego o celebrar los goles encajados por el portero de enfrente, no del suyo, como si fuesen propios. Y ese día, quince de mayo del noventa y cuatro, tú habías vuelto a las gradas, aunque nunca hubieses faltado en muchas, muchas temporadas, pretendiendo que el ritual entre el presente y el pasado no tuviese fronteras, porque en esa fecha volvía tu Betis a Primera y llevabas de la mano al hijo que tanto deseaste y al que no habías querido llevar nunca antes, ya cumplidos los seis años, porque nunca antes podías haberlo llevado, hasta ese día, para que viera, con los ojos de su abuelo y los tuyos, a un Betis de Primera.
Y recordabas ahora cuando, desde la misma cuna, tanto y tanto le habías hablado de ese sentimiento, que puede que no lo entendiera él entonces, pero que ya tu hijo lo llevaba dentro, o de cómo su abuelo te llevaba a ti para que, desde muy pequeño, fueras y vinieras al compás de unas maneras, qué más da si mejores o peores que otras, pero sí distintas, de entender la vida para disfrutar en las maduras de los éxitos y tener el manquepierda, bendito manquepierda, para las duras de los fracasos, que sí, que fueron muchos, pero que curtieron a aquellos, como el abuelo, que, de tanto sufrir, también gozaron, y bien que gozaron, de un campeonato de Liga, lo que ningún club de los alrededores de entonces había conseguido, para sentirse en los cielos de Primera, aunque tiempo después, también irían, aunque de eso tú te libraste y ojalá que tu hijo se libre también, a los infiernos de Tercera, -siete años, hijo, siete años como las plagas de Egipto, en una larga noche que no parecía tener fin ni se vislumbrara un tibio amanecer- o poder, como ese día que no se te quitaba del pensamiento la ilusión de volver a Heliópolis, aunque de Heliópolis no te habías ido nunca, y sentir el mismo grito, las mismas banderas, idénticos suspiros, iguales lágrimas de aquellos otros ascensos que viviste con tu padre y aquellos otros que tuviste la enorme compaña de su ayer con él y el hoy de tu hijo, y siempre en ti, ay, el imborrable recuerdo de su ausencia y siempre, ay, en ti, el saber que, desde detrás de las nubes, se sigue dibujando, en cada partido, el perfil de su sonrisa.
-¿Ves, hijo, ese chiquito, el que lleva el “diez”, el que tan bien la mueve? Pues había otro, no hace mucho tiempo, rubito y pequeño, un muchachito de Valladolid que, fíjate si fue grande que, siendo tan canijo y tan chico, terminaron llamándole don Julio Cardeñosa.
Estaban allí, contigo y con tu hijo, las mismas banderas, las mismas pancartas, las mismas peñas, las mismas gentes, los mismos gritos, el mismo eco que parecía bajar desde por detrás de las nubes, y tú buscabas por los rincones del alma, mientras tu Betis y el Español jugaban el partido del adiós a la infernal Segunda, y tu hijo saltaba como un resorte en cada jugada, aquella fila tercera de tribuna lateral derecha, de agujero en el cemento para poner añejísimas almohadillas de las que ya no se acuerda casi nadie de antiguas que eran, y de aquellas pirindolitas verdes, como bellotas puestas de pie, en los muros de los vomitorios, que parecían estar de guardia y fielato en los palquitos de preferencia, o el olor a chester, tabaco rubio americano como pregonaba quien lo vendía, y a pictolín, que era el caramelo más bético porque se envolvía en un papel blanco y verde como el propio Betis. ¿Y aquel marcador simultáneo con el anuncio de la sal de fruta Eno, que dejaba a sus espaldas la Venta Ruiz; o el letrero grande de Fundador Domecq en las esquinas de fondo? ; ¿ O aquel gol norte chiquito y familiar que dejaba ver desde el campo, casi hasta la puerta del Instituto de la Grasa y que tenía, como una palmera cerca de la misma Palmera, aquel marcador, que parecía un palomar, con los números apilados en la baranda menos el 0-0 del casillero del comienzo de cada partido ; ¿y la de veces que el balón se iba a la calle Padre García Tejero y hasta decíamos entonces que había chavales que se llevaban aquellos balones como preciados tesoros porque les sabía y les olía a Betis? ; y buscabas tú a Laureano el del Ayuntamiento con su andar patizambo y su eterno mono azul de cremallera cruzada y sonrisa permanente al que sentaban en un murete de banco de pista, que casi no podía bajarse, y allí lo pasaba la mar de bien; o a aquel Antonio Moguer que tenía la sangre verde y borbotones de pasión; ¿ y el “Mercedes” celeste cielo, dos plazas, descapotable, de Benito Villamarín, que asombraba y al que se le respetaba para que no se acercara nadie ni a rozarlo?; ¿ y la cazadora de ante de Barrios camino del banquillo, serio, andando más derecho que una vela, casi mascullando, como un Rafael El Gallo del banquillo, cualquiera sabe qué pensamiento en cualquier partido?
Todo se iba quedando atrás y tú seguías buscando esta tribuna lateral, ese gol norte de apreturas, ese fondo de viseras cuando deslumbraba y que, cuando se remodeló el campo para el Mundial-82, sintió en los adentros esa ausencia, el cómo la tribuna de fondo, la misma en la que estuviste mucho tiempo, te decía adiós crujiendo en explosiones controladas para que, en pleno derrumbe, cuando Juan Manuel Mauduit, ya hablaremos más delante de Alberto Tenorio, le buscó a Tenorio el Viejo una caravana para que no se tuviera que ir de su casa, que estaba en las entrañas mismas del gol sur, mientras duraran las obras.
Y la boina calada de Ventura Castelló. ¿Sabes, hijo, que Ventura Castelló, cuando hicieron las obras en el campo para el Mundial del ochenta y dos, y hubo que jugarse en Nervión, se vino aquí, entre las piedras de lo que quedaba en pie, con un transistor, para escuchar el partido? Y él lamentaba no haberse podido sentar en aquella tribuna lateral para acordarse, siempre y para siempre, de cuando iba de la mano de quien iba, lo mismo que tú, hijo, a ver ganar, o perder, aunque, siendo más bético que el escudo, asumía el triunfo o la derrota sin un mal gesto que, así lo comentaba muchas veces, porque el Betis no se merecía ni siquiera ese mal gesto.
Y siguen los recuerdos que te van saliendo hilvanados desde el corazón, así, a botepronto; y las añoranzas de tantas nostalgias; y esa forma de entender el Betis como ellos, los mayores, lo entendían, lo comprendían y lo adoraban, aunque pasaran tantas angustias y tantos malos ratos porque siempre estuvieron, hasta que se los llevó Dios al Heliópolis del Cielo, para bien o para mal, con su Betis, para repasar desde la memoria aquellos béticos del alma.
¿Y el señorío de Pascual Aparicio? ¿Y el nervioso ir y venir de José María Doménech, que veía, sin verlos, más partidos por el corredor de las entrañas del campo que sentado en su palquillo? ¿Y el chándal gris moteado de Adolfito, haciendo juego con sus canas, portando la bolsa del agua milagrosa? ¿Y aquel día en que Tenorio el Viejo tuvo que arreglar el larguero que partió Luis Del Sol -¿te he dicho algo, hijo, de este sietepulmones que nació bético por la gracia de Dios?- en un partido contra el Extremadura, que ya se hacía casi de noche y que terminó con un resultado a favor de muchos goles? Eran tiempos en que, en los triunfos se quemaban tracas, que a más de uno lo dejaron sin dedos, se soltaban globos que se iban a las nubes, y humareda, no de bengalas, sino de cómo hervían las palmas a compás y ese monocorde estribillo de Betiiii, eeeetiiiii, eeeetiiiii, que parecía ir y venir por los rincones del Villamarín, que lo mismo acompañaba la salida de los jugadores que no paraba hasta terminar el primer tiempo, que tiempo quedaba, en el descanso, para ir mirando el simultáneo o, si se acercaba la hora, meterse entre pecho y espalda dos o tres perros calientes; o, ay, en aquella época que había que ir a Blanco Cerrillo, años de Segunda, porque allí, en una pizarra, se escribían con tiza los resultados, cuando casi no se había inventado esto del transistor o había que aguardar a La Goleada para venirse arriba o abajo si las cosas no salían como se habían soñado en el traquetear del tranvía con gente arracimada en la jardinera y casi cerquita del trole.
-¿Ves hijo ese zanquilargo de medias bajas y nervio alto que, cada vez que coge la pelota, el campo parece enteramente un manicomio? Fue uno, Rafael Gordillo, que aquí se hizo ídolo, que de aquí se fue ídolo y que aquí volvió porque de aquí, sabes hijo, no se había ido nunca y que como Luis del Sol, siempre volvía porque llevaban ambos, y lo llevarán mientras el cuerpo les haga sombra, ese orgullo bético de ida y vuelta hasta la vuelta para siempre; como tampoco se fueron nunca, aunque también lo pareciera, el gordito de San Jerónimo o este extremeño del Polígono, y que volvió sin irse y que, mientras por ahí estuvo, tan lejos como en Italia, bien que le decía a su hijo: “hijo, aquí en Italia nos quieren, nos miman, aquí casi nos adoran, pero no te olvides nunca, hijo, no te olvides nunca de nuestro Betis…”
Eran tiempos aquellos, los que pasaron, que ahora se le iban y venían, como flashes fotográficos, por la memoria. De cuando los olés secos y cortos eran para una finta elegantísima llamada Joaquín Sierra, “Quino” en las alineaciones y en las mejores páginas de la historia verdiblanca que, en la yerba fue poeta de los campos de fútbol que maravillaba desde que cogía el balón y que tu abuelo, hijo, que conoció a su padre, Juan Sierra, magnífico poeta, que venía a decir que ya no era poeta sino el padre de Quino y, para que tú, hijo, sepas cómo era Joaquín Sierra, podría decirte que sus fintas de cintura, con el balón en los pies partían a los contrarios desde el amago, y sus goles, sus goles eran de oro; y otra cosa más que lo define como el caballero que es: lo breaban a patadas y ni se coscaba, era como un ir a lo suyo que ya los que le admirábamos sabíamos que era así y así nos gustaría que fuesen todos los futbolistas del Betis; y los óles arrastrados, de esquina a esquina de Heliópolis, iban para las “roscas” y las “tostás” que llegaban, según se hacían con la izquierda, desde Coria, firmadas por Rogelio Sosa. Y a ver quién puede explicar la “tostá”, cuando era más o menos así: volver con el balón controlado, amparar la pelota, esperar al rival, enseñársela por un lado, hacer que picara el anzuelo del balón, y, en menos de un suspiro, donde el rival iba ya no había balón porque el de la zurda de caoba se la había cambiado de pierna y salía del trance, torero trance porque su fútbol era tan de Heliópolis como de la Maestranza, para salir andando y sin mirar al suelo ni para ver si había crecido la yerba. Y que en un partido contra el Atlético de Madrid en el Metropolitano, allá que se le ocurrió hacerle la “tostá” a Griffa, un central colchonero que, dicho entre nosotros, pegaba más patadas que un cigarrón dentro de una lata, y que allá que tragó el defensa, pegadito a la raya de banda, para irse a por el balón, ni verlo siquiera, y salir como el pájaro loco, rastreando por la yerba hasta llegar al albero y, en ese viaje, preguntarle Rogelio “¿Adónde vas Griffa?” Y el mismo le contesto: “A matarte”. Afortunadamente no supo ni matarle porque, cuando iba a darle, ya no estaba. Ni el balón tampoco.
-¿Ves, hijo, ese gigantón de poco pelo y mucho poderío? Ay, si hubieras visto a su padre, o aquel día en que debutó su padre…
Era el hijo de Eusebio, aquel que jugó de central en el 2-4 de Nervión y que, con la prima que le dió Benito Villamarín, veinticinco mil pesetas, o dicho de otra forma, cinco mil duros, que era lo que antes de llegar a su Betis ganaba en un año.
Aquel 2-4, marcador simultáneo Dardo, que le dio la vuelta a todos los pronósticos y que se cerró en fiesta grande en la ciudad y que todavía se recuerda cada vez que hay que subrayar cómo fue aquello y que se ha ido transmitiendo de generación en generación.
Seguía el partido, y la fiesta de aquel quince de mayo del noventa y cuatro, y toda la catarata de cánticos, y toda la satisfacción verde, y el campo reventando en puros gritos, y tú, a mitad de camino entre el presente y aquel pasado, entre tu padre y tu hijo, ay, de abuelo a nieto, benditas cuñas de la misma madera, para acordarse, al tirar Aquino una falta, de aquel Pibe Calderón que callaba a la grada; o el batallar de Cañas, o el de aquel Javier López y su reolina que con dos goles, al alimón con Cardeñosa, puso en las vitrinas la primera Copa del Rey y que ese montañés ya sevillano apuntilló al Milán en el mismísimo San Siro ; o del fútbol por bulerías de Antonio Benítez, que si Antonio hubiese querido, podía haber echado a muchos peloteros caros a los albañiles; o aquel gol de caoba, ¿de quién si no de Rogelio?, en “Los Cármenes”; aquel paradón de Campillo en la misma tarde; aquellos tantos y tantos de José Ramón Esnaola; ¿te acuerdas José Ramón, cuando llegaste a la Sevilla de los cuarenta y tantos grados al sol y que te quería volver a tu tierra y que menos mal que te quedaste para ser, sin duda alguna, uno de los mejores porteros, por no decir el mejor, de toda la historia del Betis? Y tú recordabas a González, portero en los años cincuenta, de camiseta amarilla casi siempre; o las salidas de Otero; o las palomitas de Eugenio, que siempre llevaba vendadas las muñecas; o el bigotito de Américo, camiseta celeste, siempre meta suplente; y qué contar de los zapatazos de Sobrado, el artillero de aquellos tiempos ¿ Y Portu?, que fue el único, si no me equivoco, que subió de Tercera a Primera con el mismo equipo, es decir, el Betis de su alma; y rebobinando recuerdos, espigando nostalgias, ¿quién fue más rápido, Castaños o Enrique Morán?; dicen que ha fichado don Benito uno de la Florentina que se llama Jonson que…; ¿ y aquel gol de Antonio Biosca, contra el Español que convirtió el Beti-eti-eti en sí, sí, sí, nos vamos a Madrid, con Rafa Iriondo contra los leones, ¿es que al Betis le daba miedo alguien? de San Mamés…
Aquellos poquitos pero buenos que decía José Núñez Naranjo. El hermano de Vicente Montiel poniendo en las redes de Esnaola la medalla de la Virgen del Rocío, Benítez queriéndose morir en un balón hacia atrás con el desparpajo de su fútbol y tú, que mirabas arriba más que abajo, porque arriba, detrás de las nubes, estaba quien estaba y la emoción, hijo, se me desparramaba hasta anegarme el alma en lágrimas.
Ay, aquella noche, hijo, de la Copa Grande, aquella madrugada de Sevilla, aquella tarde en la Plaza Nueva, aquel Pepe Núñez, presidente, llevando tanto empaque como elegancia en los triunfos y en las derrotas que, desde el balcón principal del Ayuntamiento, cuando todo era euforia, se acordó de aquellos poquitos béticos que fueron a ver a su Betis jugando una de las eliminatorias coperas contra el Valladolid; o el ascenso de Ferenc Szusza, el Tito Ferenc, que se nos ha muerto hace poco tiempo, que así lo llamaban el Tío Pepe y su Sobrino, Manolo Méndez, Pepe da Rosa y Francisco García Montes en su nacimiento y Juan Tribuna en los micrófonos, o León Lasa a hombros por el ascenso aquel día del Granada en Heliópolis; otra vez las mismas banderas; como las de aquel día contra el Jerez que se volvía a Primera en otro ascenso de clamor,- te hablo, hijo, de muchos más años de lo que yo quisiera que hubiesen pasado, aquel del cincuenta y siete-cincuenta y ocho-, y aquel documental, blanco y negro, casi tocando el sepia de aquel Betis-Jerez, ya los dos pies en el ascenso a Primera, que íbamos a ver a los cines al alimón con el No-Do en un Heliópolis llenito de pancartas, bandas de música de las peñas, tambores y cornetas, humo de habanos, pictolín-caramelo-chicle, tabaco-rubio-americano, perritos calientes, los futbolistas llegando al campo, el runrún de cómo saldría la tarde, las incertidumbres, una tribuna de preferencia en que se conocía a casi todo el mundo, viseraspalsó, aquellos cántaros con dos caños trascalando el tapón de corcho, que parecían de oro por reluciente, pregonando el agua, vamos a beber, y esos vasos de cristal, llevados en la cintura a modo de cartuchera para saciar la sed, esos altavoces dando las alineaciones y ese ya veremos que siempre es, porque así tendrá que ser, de incertidumbre sobre lo que pudiera pasar. Eran los tiempos donde las banderas de la clasificación ondeaban al viento de Heliópolis, y por la Palmera se veía venir la marcha verde…
-¿Ves hijo ese masajista de chándal tan verde como su mismo corazón que se asoma por el banquillo? Todavía recuerdo, como si fuera ayer mismo, aquel primer ascenso que vivió su padre: Vicente, “Manos Mágicas” le decían. Un señor de los pies a la cabeza, un profesional como la copa de un pino y una grandeza de espíritu que contagiaba a quienes tuvimos la oportunidad y la satisfacción de tratarle muchos años.
Iban y seguían yendo y viniendo las añoranzas, atrás y adelante rememorando recuerdos y acariciando nostalgias. Y seguía la fiesta. Y seguía el sano jolgorio de una gente que siente en verde, quizás, como tú, por bendita herencia de tus antepasados, que no tienen edad, como no la tienes tú, de almacenar muchos recuerdos, pero sí tienes años por delante para ir madurando, paladeando, sufriendo y gozando a este mismo Betis que siempre es igual y distinto, que se quiere o se odia aunque esto último sea de mentira, queriéndolo siempre y odiándolo nunca, porque el joío Betis nació así, así se crió, así fue creciendo y así será hasta la eternidad y fíjate cómo será, cómo sigue siendo, que tú, chaval, que casi lo acabas de conocer, ya lo quieres como si lo conocieras desde siempre, que también es verdad que tu padre, y no digamos tu abuelo, te explicaba mil veces cómo era el Betis y sólo tú lo conseguirás entender no más que por las cosas que este Betis hace, para bien o para regular, que nunca para mal, creyendo tú que te va a dar todo y no te da nada, o cuando parece que no te va a dar nada y resulta que te lo da todo. Y mira que entonces, cuando te cuento lo que te estoy contando, no pensábamos más que en ir a verlo y, como un día me dijo un bético, de esos que lo quieren tanto que nunca dejarán de quererlo, que él iba, y sigue yendo, y seguirá siempre, ¿verdad que sí José María Cabeza?, hasta que lo vea desde arriba, niño, que el cielo tiene que ser verde a la fuerza, que llegaba al campo como el que va a casa de un amigo y, si estaba bien, se alegraba, y se sigue alegrando, y, si estaba mal, pues allí que estaba él, aunque fuese él solo, para consolarlo y venir a decirle, como a un amigo, que no pasa nada, que ya vendrán más partidos, y más días luminosos y que, si no vienen, pues tampoco tiene uno por qué enfadarse.
Fue por esos años, de cuando el pizjuanazo, en los cincuenta y tantos, en que este Betis iba y venía como podía cuando, curiosamente, en la Maestranza debutaba un chaval de Camas que, entrando por la puerta de la sustitución en el cartel, formó un alboroto que los que lo vieron no lo olvidaron y quienes no lo pudimos ver lo hemos siempre soñado. Y de ahí surgió, como un noviazgo, el Betis y Curro, tanto a la hora de jugar como si se toreara como a las de templar con el capote y la muleta para que Betis y Romero fueran las dos partes de un mismo sentimiento, porque hay como un lazo invisible que los ata y empareja; hay como un estilo y unas maneras que los hacen distintos a los demás y, al mismo tiempo, iguales a sí mismos. Son, que ni falta hace decirlo, Curro y el Betis. Uno ha llevado paseando el toreo puro y ha toreado ante cinco generaciones de aficionados; al otro lo avalan, ya, un siglo de historia y tanto igual de leyenda. Los dos han sabido, desde siempre, lo que es salir a hombros y por la puerta chica; lo que es estar en la cumbre y bajar a los sótanos; lo que es volver toda Sevilla al revés y que toda Sevilla se le vuelva en puro grito. Dos imágenes, dos escenarios distintos: Maestranza y Heliópolis, para pasar del escándalo a la apoteosis. En uno gargantas rotas, quejío hondo y almohadillas en la arena; en otro, todo un Betis en el suelo partido en dos. Y Sevilla sabe bien lo que dice: son las cosas de Curro y el Betis. Y a ambos se les esperaba siempre porque ambos siempre dieron margen a la esperanza.
Y ya hijo, cuando se ha cumplido un siglo, pues resulta que viene a ser igual y uno sigue remachando recuerdos ya antiguos, ya añejos, ya vividos con tu abuelo, ay tu abuelo, hijo, que siguen, que se repiten por más que más años pasen y que cada cual cuenta a su manera, entre la realidad y el deseo que, para que veas si es complicado, en tratándose del Betis, que el deseo llega a hacerse realidad y, será por el título de Real que le concedió el Rey de España, la realidad se hace realeza importándole un comino que el deseo se quede en el camino. O que pase de largo, o que se quede de corto.
Todo lo demás, lo que te he ido contando, lo que se quedó en el tintero, lo que me contaron y aún recuerdo, lo que imaginé y sueño, lo que se quedó grabado a fuego o lo que se diluyó en muchos, muchísimos despertares, también se ha ido acumulando en la memoria, y siendo cosa del Betis, necesariamente tiene que ser inmemorial, porque siempre hizo fácil lo difícil y, a veces, rizando el rizo de su propia forma de entender el fútbol, hizo difícil lo fácil; lo mismo a hombros que entre almohadillas, bien por la puerta grande o tirándose de cabeza al callejón.
Ya pasó aquel tiempo como pasará el de ahora, y volverán a seguir pasando ante un Betis que, después de cien años, sigue siendo el mismo, que es como asegurarse la eternidad desde su propio nombre. Estará, ni lo dudes, niño, arriba o abajo e, incluso, puede que hasta más abajo que arriba, pero siempre tendrá algo que no tienen los demás, eso que llaman la capacidad de sorpresa, la sensación de ir a su aire, que es al aire del propio Betis, pasito a pasito, avanzando o retrocediendo según soplen los vientos porque, en cien años, que ya son años, ha ido como ha ido, dando barquinazos o partidazos, dejando con la boca abierta a quien lo entendiera y no quedando indiferente a quien no lo conociera y capaz y capataz de ponerse el mundo por montera, cortar orejas y rabos o decir sin decir diciendo que-aquí-no-hay-nada-que-hacer para que los béticos, nacidos y criados con el sino y el destino de un escudo y un sentimiento, se agarren al blasón del manquepierda aunque se llegue tan alto y tan lejos, casi donde los vientos dan la vuelta, sin términos medios. O todo, o nada. O triunfo y apoteosis, o derrota y barquinazo, o miel o hiel, o en las nubes o en los sótanos.
Y hay, gracias a Dios, todavía, quien sabe del Betis mucho más que el Betis mismo porque en el campo del Patronato nació, porque allí lo parió su madre, porque allí se crió y porque su padre, Tenorio el Viejo, le enseñó el camino a seguir, la veredita verde cuajá de yerba para que Alberto Tenorio, su hijo, a los setenta y tantos y los muchos que le queden por cumplir, muleta en la izquierda como la llevan los buenos toreros, siga yendo y viniendo por su casa, que es el Betis, sufriendo y gozando con su Betis, almacenando y rememorando recuerdos y anécdotas de su Betis, y porque el senequismo de su propio talante le hace venirse arriba cada vez que habla, porque se le iluminan los ojos cuando, desde la misma yerba, estando tan cargado de años, sigue enamorado de su Betis y hasta se le nublan los ojos en lágrimas cuando recuerda tanta vida vivida como la que Dios quiera que siga viviendo. Va por ti, Alberto Tenorio, estampa viva de un Betis inmortal. El que tú con tu presencia representas.
Se trata de uno de los "relatos verdiblancos", libro que debe haber leido todo betico.
Pero que tiene su principio en el mismo relato, pero en version reducida, publicado en el ABC el lunes despues de ganar al español en el villamarin y poner fin a la liga 93/94 que nos llevó a primera
Su autor, Don Manuel Ramirez Fernández de Cordoba, natural de Constantina, periodista y betico, nos dejó en 2007, año del centenario. y ese lunes del 94 escribia esto:
http://hemeroteca.abcdesevilla.es/na...05/16/072.html
Y en el libro relatos en verdiblanco viene ese mismo relato ampliado. quien no lo haya leido que disfrute de el. y quien si lo haya hecho, que lo vuelva a leer, que seguro que como yo, se emociona cada vez que lo relee.
Va por ti Manuel...
De padres a hijos, de abuelos a nietos, una pasión llamada Betis
-¿Ves hijo, todo lo que ves?¿Ves que no te exageré nunca cómo era el Betis? Pues ay, hijo, si yo te contara…
Habías vuelto al Villamarín de la mano de su hijo. Hacía mucho, muchísimo tiempo que ya no ibas a Heliópolis como a ti te gustaba hacer. Era cuando tu padre te llevaba al campo, cuando, y entonces tu no sabías ni qué era aquello, había que comprar el emblema que, según te decían, era para Auxilio Social que, en aquellos tiempos, la década de los cincuenta del siglo pasado, no sé si había o no había hambre, pero sí que se comía lo que se podía, había muchos brazaletes de luto en las mangas de las chaquetas y olía a linimento no más pasar el umbral del campo, ya fuese en tribuna, o, también, en fondo, o en los goles, o donde pudieras sentarte, que partidos hubo que tú recordabas que se ponían sillas en el campo, al borde de la yerba, con un cordón que era como la aduana para no pisar el césped y hasta dejarle sitio al futbolista que fuese a sacar de banda, y de cuando los fotógrafos de prensa se sentaban al lado de la portería y hasta tiempo tenían para hablar con el portero, el del Betis, no el del rival, o comentar hasta lances del juego o celebrar los goles encajados por el portero de enfrente, no del suyo, como si fuesen propios. Y ese día, quince de mayo del noventa y cuatro, tú habías vuelto a las gradas, aunque nunca hubieses faltado en muchas, muchas temporadas, pretendiendo que el ritual entre el presente y el pasado no tuviese fronteras, porque en esa fecha volvía tu Betis a Primera y llevabas de la mano al hijo que tanto deseaste y al que no habías querido llevar nunca antes, ya cumplidos los seis años, porque nunca antes podías haberlo llevado, hasta ese día, para que viera, con los ojos de su abuelo y los tuyos, a un Betis de Primera.
Y recordabas ahora cuando, desde la misma cuna, tanto y tanto le habías hablado de ese sentimiento, que puede que no lo entendiera él entonces, pero que ya tu hijo lo llevaba dentro, o de cómo su abuelo te llevaba a ti para que, desde muy pequeño, fueras y vinieras al compás de unas maneras, qué más da si mejores o peores que otras, pero sí distintas, de entender la vida para disfrutar en las maduras de los éxitos y tener el manquepierda, bendito manquepierda, para las duras de los fracasos, que sí, que fueron muchos, pero que curtieron a aquellos, como el abuelo, que, de tanto sufrir, también gozaron, y bien que gozaron, de un campeonato de Liga, lo que ningún club de los alrededores de entonces había conseguido, para sentirse en los cielos de Primera, aunque tiempo después, también irían, aunque de eso tú te libraste y ojalá que tu hijo se libre también, a los infiernos de Tercera, -siete años, hijo, siete años como las plagas de Egipto, en una larga noche que no parecía tener fin ni se vislumbrara un tibio amanecer- o poder, como ese día que no se te quitaba del pensamiento la ilusión de volver a Heliópolis, aunque de Heliópolis no te habías ido nunca, y sentir el mismo grito, las mismas banderas, idénticos suspiros, iguales lágrimas de aquellos otros ascensos que viviste con tu padre y aquellos otros que tuviste la enorme compaña de su ayer con él y el hoy de tu hijo, y siempre en ti, ay, el imborrable recuerdo de su ausencia y siempre, ay, en ti, el saber que, desde detrás de las nubes, se sigue dibujando, en cada partido, el perfil de su sonrisa.
-¿Ves, hijo, ese chiquito, el que lleva el “diez”, el que tan bien la mueve? Pues había otro, no hace mucho tiempo, rubito y pequeño, un muchachito de Valladolid que, fíjate si fue grande que, siendo tan canijo y tan chico, terminaron llamándole don Julio Cardeñosa.
Estaban allí, contigo y con tu hijo, las mismas banderas, las mismas pancartas, las mismas peñas, las mismas gentes, los mismos gritos, el mismo eco que parecía bajar desde por detrás de las nubes, y tú buscabas por los rincones del alma, mientras tu Betis y el Español jugaban el partido del adiós a la infernal Segunda, y tu hijo saltaba como un resorte en cada jugada, aquella fila tercera de tribuna lateral derecha, de agujero en el cemento para poner añejísimas almohadillas de las que ya no se acuerda casi nadie de antiguas que eran, y de aquellas pirindolitas verdes, como bellotas puestas de pie, en los muros de los vomitorios, que parecían estar de guardia y fielato en los palquitos de preferencia, o el olor a chester, tabaco rubio americano como pregonaba quien lo vendía, y a pictolín, que era el caramelo más bético porque se envolvía en un papel blanco y verde como el propio Betis. ¿Y aquel marcador simultáneo con el anuncio de la sal de fruta Eno, que dejaba a sus espaldas la Venta Ruiz; o el letrero grande de Fundador Domecq en las esquinas de fondo? ; ¿ O aquel gol norte chiquito y familiar que dejaba ver desde el campo, casi hasta la puerta del Instituto de la Grasa y que tenía, como una palmera cerca de la misma Palmera, aquel marcador, que parecía un palomar, con los números apilados en la baranda menos el 0-0 del casillero del comienzo de cada partido ; ¿y la de veces que el balón se iba a la calle Padre García Tejero y hasta decíamos entonces que había chavales que se llevaban aquellos balones como preciados tesoros porque les sabía y les olía a Betis? ; y buscabas tú a Laureano el del Ayuntamiento con su andar patizambo y su eterno mono azul de cremallera cruzada y sonrisa permanente al que sentaban en un murete de banco de pista, que casi no podía bajarse, y allí lo pasaba la mar de bien; o a aquel Antonio Moguer que tenía la sangre verde y borbotones de pasión; ¿ y el “Mercedes” celeste cielo, dos plazas, descapotable, de Benito Villamarín, que asombraba y al que se le respetaba para que no se acercara nadie ni a rozarlo?; ¿ y la cazadora de ante de Barrios camino del banquillo, serio, andando más derecho que una vela, casi mascullando, como un Rafael El Gallo del banquillo, cualquiera sabe qué pensamiento en cualquier partido?
Todo se iba quedando atrás y tú seguías buscando esta tribuna lateral, ese gol norte de apreturas, ese fondo de viseras cuando deslumbraba y que, cuando se remodeló el campo para el Mundial-82, sintió en los adentros esa ausencia, el cómo la tribuna de fondo, la misma en la que estuviste mucho tiempo, te decía adiós crujiendo en explosiones controladas para que, en pleno derrumbe, cuando Juan Manuel Mauduit, ya hablaremos más delante de Alberto Tenorio, le buscó a Tenorio el Viejo una caravana para que no se tuviera que ir de su casa, que estaba en las entrañas mismas del gol sur, mientras duraran las obras.
Y la boina calada de Ventura Castelló. ¿Sabes, hijo, que Ventura Castelló, cuando hicieron las obras en el campo para el Mundial del ochenta y dos, y hubo que jugarse en Nervión, se vino aquí, entre las piedras de lo que quedaba en pie, con un transistor, para escuchar el partido? Y él lamentaba no haberse podido sentar en aquella tribuna lateral para acordarse, siempre y para siempre, de cuando iba de la mano de quien iba, lo mismo que tú, hijo, a ver ganar, o perder, aunque, siendo más bético que el escudo, asumía el triunfo o la derrota sin un mal gesto que, así lo comentaba muchas veces, porque el Betis no se merecía ni siquiera ese mal gesto.
Y siguen los recuerdos que te van saliendo hilvanados desde el corazón, así, a botepronto; y las añoranzas de tantas nostalgias; y esa forma de entender el Betis como ellos, los mayores, lo entendían, lo comprendían y lo adoraban, aunque pasaran tantas angustias y tantos malos ratos porque siempre estuvieron, hasta que se los llevó Dios al Heliópolis del Cielo, para bien o para mal, con su Betis, para repasar desde la memoria aquellos béticos del alma.
¿Y el señorío de Pascual Aparicio? ¿Y el nervioso ir y venir de José María Doménech, que veía, sin verlos, más partidos por el corredor de las entrañas del campo que sentado en su palquillo? ¿Y el chándal gris moteado de Adolfito, haciendo juego con sus canas, portando la bolsa del agua milagrosa? ¿Y aquel día en que Tenorio el Viejo tuvo que arreglar el larguero que partió Luis Del Sol -¿te he dicho algo, hijo, de este sietepulmones que nació bético por la gracia de Dios?- en un partido contra el Extremadura, que ya se hacía casi de noche y que terminó con un resultado a favor de muchos goles? Eran tiempos en que, en los triunfos se quemaban tracas, que a más de uno lo dejaron sin dedos, se soltaban globos que se iban a las nubes, y humareda, no de bengalas, sino de cómo hervían las palmas a compás y ese monocorde estribillo de Betiiii, eeeetiiiii, eeeetiiiii, que parecía ir y venir por los rincones del Villamarín, que lo mismo acompañaba la salida de los jugadores que no paraba hasta terminar el primer tiempo, que tiempo quedaba, en el descanso, para ir mirando el simultáneo o, si se acercaba la hora, meterse entre pecho y espalda dos o tres perros calientes; o, ay, en aquella época que había que ir a Blanco Cerrillo, años de Segunda, porque allí, en una pizarra, se escribían con tiza los resultados, cuando casi no se había inventado esto del transistor o había que aguardar a La Goleada para venirse arriba o abajo si las cosas no salían como se habían soñado en el traquetear del tranvía con gente arracimada en la jardinera y casi cerquita del trole.
-¿Ves hijo ese zanquilargo de medias bajas y nervio alto que, cada vez que coge la pelota, el campo parece enteramente un manicomio? Fue uno, Rafael Gordillo, que aquí se hizo ídolo, que de aquí se fue ídolo y que aquí volvió porque de aquí, sabes hijo, no se había ido nunca y que como Luis del Sol, siempre volvía porque llevaban ambos, y lo llevarán mientras el cuerpo les haga sombra, ese orgullo bético de ida y vuelta hasta la vuelta para siempre; como tampoco se fueron nunca, aunque también lo pareciera, el gordito de San Jerónimo o este extremeño del Polígono, y que volvió sin irse y que, mientras por ahí estuvo, tan lejos como en Italia, bien que le decía a su hijo: “hijo, aquí en Italia nos quieren, nos miman, aquí casi nos adoran, pero no te olvides nunca, hijo, no te olvides nunca de nuestro Betis…”
Eran tiempos aquellos, los que pasaron, que ahora se le iban y venían, como flashes fotográficos, por la memoria. De cuando los olés secos y cortos eran para una finta elegantísima llamada Joaquín Sierra, “Quino” en las alineaciones y en las mejores páginas de la historia verdiblanca que, en la yerba fue poeta de los campos de fútbol que maravillaba desde que cogía el balón y que tu abuelo, hijo, que conoció a su padre, Juan Sierra, magnífico poeta, que venía a decir que ya no era poeta sino el padre de Quino y, para que tú, hijo, sepas cómo era Joaquín Sierra, podría decirte que sus fintas de cintura, con el balón en los pies partían a los contrarios desde el amago, y sus goles, sus goles eran de oro; y otra cosa más que lo define como el caballero que es: lo breaban a patadas y ni se coscaba, era como un ir a lo suyo que ya los que le admirábamos sabíamos que era así y así nos gustaría que fuesen todos los futbolistas del Betis; y los óles arrastrados, de esquina a esquina de Heliópolis, iban para las “roscas” y las “tostás” que llegaban, según se hacían con la izquierda, desde Coria, firmadas por Rogelio Sosa. Y a ver quién puede explicar la “tostá”, cuando era más o menos así: volver con el balón controlado, amparar la pelota, esperar al rival, enseñársela por un lado, hacer que picara el anzuelo del balón, y, en menos de un suspiro, donde el rival iba ya no había balón porque el de la zurda de caoba se la había cambiado de pierna y salía del trance, torero trance porque su fútbol era tan de Heliópolis como de la Maestranza, para salir andando y sin mirar al suelo ni para ver si había crecido la yerba. Y que en un partido contra el Atlético de Madrid en el Metropolitano, allá que se le ocurrió hacerle la “tostá” a Griffa, un central colchonero que, dicho entre nosotros, pegaba más patadas que un cigarrón dentro de una lata, y que allá que tragó el defensa, pegadito a la raya de banda, para irse a por el balón, ni verlo siquiera, y salir como el pájaro loco, rastreando por la yerba hasta llegar al albero y, en ese viaje, preguntarle Rogelio “¿Adónde vas Griffa?” Y el mismo le contesto: “A matarte”. Afortunadamente no supo ni matarle porque, cuando iba a darle, ya no estaba. Ni el balón tampoco.
-¿Ves, hijo, ese gigantón de poco pelo y mucho poderío? Ay, si hubieras visto a su padre, o aquel día en que debutó su padre…
Era el hijo de Eusebio, aquel que jugó de central en el 2-4 de Nervión y que, con la prima que le dió Benito Villamarín, veinticinco mil pesetas, o dicho de otra forma, cinco mil duros, que era lo que antes de llegar a su Betis ganaba en un año.
Aquel 2-4, marcador simultáneo Dardo, que le dio la vuelta a todos los pronósticos y que se cerró en fiesta grande en la ciudad y que todavía se recuerda cada vez que hay que subrayar cómo fue aquello y que se ha ido transmitiendo de generación en generación.
Seguía el partido, y la fiesta de aquel quince de mayo del noventa y cuatro, y toda la catarata de cánticos, y toda la satisfacción verde, y el campo reventando en puros gritos, y tú, a mitad de camino entre el presente y aquel pasado, entre tu padre y tu hijo, ay, de abuelo a nieto, benditas cuñas de la misma madera, para acordarse, al tirar Aquino una falta, de aquel Pibe Calderón que callaba a la grada; o el batallar de Cañas, o el de aquel Javier López y su reolina que con dos goles, al alimón con Cardeñosa, puso en las vitrinas la primera Copa del Rey y que ese montañés ya sevillano apuntilló al Milán en el mismísimo San Siro ; o del fútbol por bulerías de Antonio Benítez, que si Antonio hubiese querido, podía haber echado a muchos peloteros caros a los albañiles; o aquel gol de caoba, ¿de quién si no de Rogelio?, en “Los Cármenes”; aquel paradón de Campillo en la misma tarde; aquellos tantos y tantos de José Ramón Esnaola; ¿te acuerdas José Ramón, cuando llegaste a la Sevilla de los cuarenta y tantos grados al sol y que te quería volver a tu tierra y que menos mal que te quedaste para ser, sin duda alguna, uno de los mejores porteros, por no decir el mejor, de toda la historia del Betis? Y tú recordabas a González, portero en los años cincuenta, de camiseta amarilla casi siempre; o las salidas de Otero; o las palomitas de Eugenio, que siempre llevaba vendadas las muñecas; o el bigotito de Américo, camiseta celeste, siempre meta suplente; y qué contar de los zapatazos de Sobrado, el artillero de aquellos tiempos ¿ Y Portu?, que fue el único, si no me equivoco, que subió de Tercera a Primera con el mismo equipo, es decir, el Betis de su alma; y rebobinando recuerdos, espigando nostalgias, ¿quién fue más rápido, Castaños o Enrique Morán?; dicen que ha fichado don Benito uno de la Florentina que se llama Jonson que…; ¿ y aquel gol de Antonio Biosca, contra el Español que convirtió el Beti-eti-eti en sí, sí, sí, nos vamos a Madrid, con Rafa Iriondo contra los leones, ¿es que al Betis le daba miedo alguien? de San Mamés…
Aquellos poquitos pero buenos que decía José Núñez Naranjo. El hermano de Vicente Montiel poniendo en las redes de Esnaola la medalla de la Virgen del Rocío, Benítez queriéndose morir en un balón hacia atrás con el desparpajo de su fútbol y tú, que mirabas arriba más que abajo, porque arriba, detrás de las nubes, estaba quien estaba y la emoción, hijo, se me desparramaba hasta anegarme el alma en lágrimas.
Ay, aquella noche, hijo, de la Copa Grande, aquella madrugada de Sevilla, aquella tarde en la Plaza Nueva, aquel Pepe Núñez, presidente, llevando tanto empaque como elegancia en los triunfos y en las derrotas que, desde el balcón principal del Ayuntamiento, cuando todo era euforia, se acordó de aquellos poquitos béticos que fueron a ver a su Betis jugando una de las eliminatorias coperas contra el Valladolid; o el ascenso de Ferenc Szusza, el Tito Ferenc, que se nos ha muerto hace poco tiempo, que así lo llamaban el Tío Pepe y su Sobrino, Manolo Méndez, Pepe da Rosa y Francisco García Montes en su nacimiento y Juan Tribuna en los micrófonos, o León Lasa a hombros por el ascenso aquel día del Granada en Heliópolis; otra vez las mismas banderas; como las de aquel día contra el Jerez que se volvía a Primera en otro ascenso de clamor,- te hablo, hijo, de muchos más años de lo que yo quisiera que hubiesen pasado, aquel del cincuenta y siete-cincuenta y ocho-, y aquel documental, blanco y negro, casi tocando el sepia de aquel Betis-Jerez, ya los dos pies en el ascenso a Primera, que íbamos a ver a los cines al alimón con el No-Do en un Heliópolis llenito de pancartas, bandas de música de las peñas, tambores y cornetas, humo de habanos, pictolín-caramelo-chicle, tabaco-rubio-americano, perritos calientes, los futbolistas llegando al campo, el runrún de cómo saldría la tarde, las incertidumbres, una tribuna de preferencia en que se conocía a casi todo el mundo, viseraspalsó, aquellos cántaros con dos caños trascalando el tapón de corcho, que parecían de oro por reluciente, pregonando el agua, vamos a beber, y esos vasos de cristal, llevados en la cintura a modo de cartuchera para saciar la sed, esos altavoces dando las alineaciones y ese ya veremos que siempre es, porque así tendrá que ser, de incertidumbre sobre lo que pudiera pasar. Eran los tiempos donde las banderas de la clasificación ondeaban al viento de Heliópolis, y por la Palmera se veía venir la marcha verde…
-¿Ves hijo ese masajista de chándal tan verde como su mismo corazón que se asoma por el banquillo? Todavía recuerdo, como si fuera ayer mismo, aquel primer ascenso que vivió su padre: Vicente, “Manos Mágicas” le decían. Un señor de los pies a la cabeza, un profesional como la copa de un pino y una grandeza de espíritu que contagiaba a quienes tuvimos la oportunidad y la satisfacción de tratarle muchos años.
Iban y seguían yendo y viniendo las añoranzas, atrás y adelante rememorando recuerdos y acariciando nostalgias. Y seguía la fiesta. Y seguía el sano jolgorio de una gente que siente en verde, quizás, como tú, por bendita herencia de tus antepasados, que no tienen edad, como no la tienes tú, de almacenar muchos recuerdos, pero sí tienes años por delante para ir madurando, paladeando, sufriendo y gozando a este mismo Betis que siempre es igual y distinto, que se quiere o se odia aunque esto último sea de mentira, queriéndolo siempre y odiándolo nunca, porque el joío Betis nació así, así se crió, así fue creciendo y así será hasta la eternidad y fíjate cómo será, cómo sigue siendo, que tú, chaval, que casi lo acabas de conocer, ya lo quieres como si lo conocieras desde siempre, que también es verdad que tu padre, y no digamos tu abuelo, te explicaba mil veces cómo era el Betis y sólo tú lo conseguirás entender no más que por las cosas que este Betis hace, para bien o para regular, que nunca para mal, creyendo tú que te va a dar todo y no te da nada, o cuando parece que no te va a dar nada y resulta que te lo da todo. Y mira que entonces, cuando te cuento lo que te estoy contando, no pensábamos más que en ir a verlo y, como un día me dijo un bético, de esos que lo quieren tanto que nunca dejarán de quererlo, que él iba, y sigue yendo, y seguirá siempre, ¿verdad que sí José María Cabeza?, hasta que lo vea desde arriba, niño, que el cielo tiene que ser verde a la fuerza, que llegaba al campo como el que va a casa de un amigo y, si estaba bien, se alegraba, y se sigue alegrando, y, si estaba mal, pues allí que estaba él, aunque fuese él solo, para consolarlo y venir a decirle, como a un amigo, que no pasa nada, que ya vendrán más partidos, y más días luminosos y que, si no vienen, pues tampoco tiene uno por qué enfadarse.
Fue por esos años, de cuando el pizjuanazo, en los cincuenta y tantos, en que este Betis iba y venía como podía cuando, curiosamente, en la Maestranza debutaba un chaval de Camas que, entrando por la puerta de la sustitución en el cartel, formó un alboroto que los que lo vieron no lo olvidaron y quienes no lo pudimos ver lo hemos siempre soñado. Y de ahí surgió, como un noviazgo, el Betis y Curro, tanto a la hora de jugar como si se toreara como a las de templar con el capote y la muleta para que Betis y Romero fueran las dos partes de un mismo sentimiento, porque hay como un lazo invisible que los ata y empareja; hay como un estilo y unas maneras que los hacen distintos a los demás y, al mismo tiempo, iguales a sí mismos. Son, que ni falta hace decirlo, Curro y el Betis. Uno ha llevado paseando el toreo puro y ha toreado ante cinco generaciones de aficionados; al otro lo avalan, ya, un siglo de historia y tanto igual de leyenda. Los dos han sabido, desde siempre, lo que es salir a hombros y por la puerta chica; lo que es estar en la cumbre y bajar a los sótanos; lo que es volver toda Sevilla al revés y que toda Sevilla se le vuelva en puro grito. Dos imágenes, dos escenarios distintos: Maestranza y Heliópolis, para pasar del escándalo a la apoteosis. En uno gargantas rotas, quejío hondo y almohadillas en la arena; en otro, todo un Betis en el suelo partido en dos. Y Sevilla sabe bien lo que dice: son las cosas de Curro y el Betis. Y a ambos se les esperaba siempre porque ambos siempre dieron margen a la esperanza.
Y ya hijo, cuando se ha cumplido un siglo, pues resulta que viene a ser igual y uno sigue remachando recuerdos ya antiguos, ya añejos, ya vividos con tu abuelo, ay tu abuelo, hijo, que siguen, que se repiten por más que más años pasen y que cada cual cuenta a su manera, entre la realidad y el deseo que, para que veas si es complicado, en tratándose del Betis, que el deseo llega a hacerse realidad y, será por el título de Real que le concedió el Rey de España, la realidad se hace realeza importándole un comino que el deseo se quede en el camino. O que pase de largo, o que se quede de corto.
Todo lo demás, lo que te he ido contando, lo que se quedó en el tintero, lo que me contaron y aún recuerdo, lo que imaginé y sueño, lo que se quedó grabado a fuego o lo que se diluyó en muchos, muchísimos despertares, también se ha ido acumulando en la memoria, y siendo cosa del Betis, necesariamente tiene que ser inmemorial, porque siempre hizo fácil lo difícil y, a veces, rizando el rizo de su propia forma de entender el fútbol, hizo difícil lo fácil; lo mismo a hombros que entre almohadillas, bien por la puerta grande o tirándose de cabeza al callejón.
Ya pasó aquel tiempo como pasará el de ahora, y volverán a seguir pasando ante un Betis que, después de cien años, sigue siendo el mismo, que es como asegurarse la eternidad desde su propio nombre. Estará, ni lo dudes, niño, arriba o abajo e, incluso, puede que hasta más abajo que arriba, pero siempre tendrá algo que no tienen los demás, eso que llaman la capacidad de sorpresa, la sensación de ir a su aire, que es al aire del propio Betis, pasito a pasito, avanzando o retrocediendo según soplen los vientos porque, en cien años, que ya son años, ha ido como ha ido, dando barquinazos o partidazos, dejando con la boca abierta a quien lo entendiera y no quedando indiferente a quien no lo conociera y capaz y capataz de ponerse el mundo por montera, cortar orejas y rabos o decir sin decir diciendo que-aquí-no-hay-nada-que-hacer para que los béticos, nacidos y criados con el sino y el destino de un escudo y un sentimiento, se agarren al blasón del manquepierda aunque se llegue tan alto y tan lejos, casi donde los vientos dan la vuelta, sin términos medios. O todo, o nada. O triunfo y apoteosis, o derrota y barquinazo, o miel o hiel, o en las nubes o en los sótanos.
Y hay, gracias a Dios, todavía, quien sabe del Betis mucho más que el Betis mismo porque en el campo del Patronato nació, porque allí lo parió su madre, porque allí se crió y porque su padre, Tenorio el Viejo, le enseñó el camino a seguir, la veredita verde cuajá de yerba para que Alberto Tenorio, su hijo, a los setenta y tantos y los muchos que le queden por cumplir, muleta en la izquierda como la llevan los buenos toreros, siga yendo y viniendo por su casa, que es el Betis, sufriendo y gozando con su Betis, almacenando y rememorando recuerdos y anécdotas de su Betis, y porque el senequismo de su propio talante le hace venirse arriba cada vez que habla, porque se le iluminan los ojos cuando, desde la misma yerba, estando tan cargado de años, sigue enamorado de su Betis y hasta se le nublan los ojos en lágrimas cuando recuerda tanta vida vivida como la que Dios quiera que siga viviendo. Va por ti, Alberto Tenorio, estampa viva de un Betis inmortal. El que tú con tu presencia representas.
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