http://www.fundacion-heliopolis.es/a...se-betica.html
Sentirse bética' (por Isabel Simó)
Lunes, 15 de Febrero de 2010 17:53
María Isabel Simó Rodríguez, miembro del Patronato de la Fundación Heliópolis, es la actual directora del Archivo de Indias. Nacida en Sevilla y licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad Hispalense, ha desarrollado una extensa carrera profesional en el ámbito universitario y de la archivística, especialmente en el Archivo Histórico Provincial de Sevilla. Hija de D. Manuel Simó Mateos, tres palabras que son sinónimo de otras tres -Real Betis Balompié-, tras medio siglo de dedicación al club verdiblanco, donó al Archivo Histórico los fondos documentales recogidos por su padre durante esos largos años.
Explicar un sentimiento no es fácil, entra dentro del ámbito de lo emotivo, de lo hondo, de lo sensible, de lo inexplicable. Quizás por eso mi padre, Manuel Simó, un gran bético, para mí el mejor de los béticos, cuando hace muchos años, un periodista le preguntó que por qué era bético, sin inmutarse le contestó “porque sí”. Y era cierto; no tenía antecedentes familiares, aunque nacido en Sevilla, sus padres procedían de la Andalucía oriental y ni siquiera eran aficionados al fútbol.
Tal vez algún amigo, un compañero de trabajo o un cliente del Banco de Bilbao, le habló o lo llevó al club allá por el comienzo de los años 30 y ahí se quedó, para siempre, dedicado en cuerpo y alma al Real Betis Balompié.
Mi caso es diferente, muy diferente, yo no soy bética porque sí, yo soy bética porque desde que se despertaron mis primeros sentidos, mi casa era distinta a las otras. En mi casa, mi padre que tenía una voz grave e inconfundible, llegaba por las noches cansado y yo le oía hablar con mi madre de que habían tenido Asamblea, que el fin de semana próximo el Betis tenía un partido difícil, que dentro de dos días unos futbolistas del equipo juvenil, que vivían en la pensión de las hermanas Conde -¡qué grandes béticas! -en la calle Federico Sánchez Bedoya, venían a comer con nosotros, que había que animarlos para que siguieran jugando y no se volvieran al pueblo. Que habría que llamar a Agustina, la modista para que cosiera los números de fieltro negro en las camisetas de rayas blancas y verdes.
Y eso un día y otro, y un mes y otro, y año tras año, hasta que ¡Por fin¡ el año 1961, tengo la edad suficiente ( catorce años) para acompañarlo al estadio a ver un partido del Betis. Creo que no me equivoco si digo que por aquel entonces no había muchas niñas de mi edad en mis circunstancias y que lo pasé divinamente. Bueno, eso si el Betis ganaba, porque si perdía, aparte del sufrimiento, nos quedábamos sin pasteles toda la familia.
En aquellos años, mi padre era delegado de campo, sentado en una especie de foso junto al entrenador Fernando Daucik, a Vicente Montiel, el maravilloso masajista, el inolvidable médico José del Barco y algún que otro futbolista suplente, soportando el frío y la lluvia sin posibilidad de protección, salvo el paraguas y la gabardina.
Yo estaba en la tribuna detrás, muy cerca de él, con mi madre, mi hermano, muy pequeño y otros béticos como José Fernández de la Torre, su mujer, y el otro médico del club, Federico del Valle, que cada vez que el Betis metía un gol se saltaba la baranda de la tribuna para abrazar a los del banquillo.
Salíamos los últimos del estadio, porque mi padre tenía que quedarse hasta que el árbitro firmara el Acta del partido. Algunas veces lo pasaba fatal, porque intentaba suavizar el texto de las actas por algunas de las palabras fuertes que el árbitro afirmaba haber oído de algún futbolista, asegurando mi padre que eso era imposible porque ese “chaval” era extranjero y llevaba pocos días en la ciudad.
De sobra sabía mi padre que lo primero que le enseñaban los colegas a los nuevos era decir tacos pero sin explicarles el significado.
Recuerdo las llamadas telefónicas de los periodistas, sus grandes amigos, bien entrada la noche (ellos trabajaban a esas horas) pidiéndole información de alguna noticia sobre el Betis, sobre fichajes nuevos etc. Siempre los atendía a la hora que fuera, pero a nosotros nos despertaba el agudo timbre.
Años más tarde, y sin perderme un partido, sobre todo cuando jugábamos en casa, yo llevaba a mi padre a los partidos con los que el Betis competía en ciudades próximas ( Granada, Córdoba, Málaga). Ya entonces conducía yo mi 600, y cuando el partido era en el Estadio Benito Villamarín, nos íbamos muy pronto porque teníamos que estar antes de que llegara el árbitro, los liniers (así se llamaban los jueces de línea), y los componentes del equipo contrario.
Como evidentemente yo no podía entrar en los vestuarios, me quedaba charlando con Adolfo ( Adolfito ) y con Tenorio, personajes muy queridos en el campo, y con una señora que no recuerdo su nombre, simpatiquísima que vendía golosinas dentro.
He visto jugar a lo mejor del fútbol español de los años 60 y 70, he disfrutado con mi Betis y también he sufrido con los descensos, más que por mí, por mi padre, a quien su corazón ya le había dado varios avisos.
Y un día, cuando se disponía a ir a la Secretaría, (entonces era Secretario General ) a media mañana, un zarpazo le dio la última advertencia. Todavía, en la residencia García Morato, pudo oír el último gol de su vida una tarde de abril de 1978. Con él se iban 48 años de la historia del Real Betis Balompié.
Desde ese momento, todo fue distinto, pero yo, aún sin él, me sentí más bética, como si tuviera sobre mí la responsabilidad de recoger su antorcha, de prestarle mi corazón joven. Me marché de la ciudad del Betis poco después, y no volví hasta 1992. Pero esa es ya otra historia...
Sentirse bética' (por Isabel Simó)
Lunes, 15 de Febrero de 2010 17:53
María Isabel Simó Rodríguez, miembro del Patronato de la Fundación Heliópolis, es la actual directora del Archivo de Indias. Nacida en Sevilla y licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad Hispalense, ha desarrollado una extensa carrera profesional en el ámbito universitario y de la archivística, especialmente en el Archivo Histórico Provincial de Sevilla. Hija de D. Manuel Simó Mateos, tres palabras que son sinónimo de otras tres -Real Betis Balompié-, tras medio siglo de dedicación al club verdiblanco, donó al Archivo Histórico los fondos documentales recogidos por su padre durante esos largos años.
Explicar un sentimiento no es fácil, entra dentro del ámbito de lo emotivo, de lo hondo, de lo sensible, de lo inexplicable. Quizás por eso mi padre, Manuel Simó, un gran bético, para mí el mejor de los béticos, cuando hace muchos años, un periodista le preguntó que por qué era bético, sin inmutarse le contestó “porque sí”. Y era cierto; no tenía antecedentes familiares, aunque nacido en Sevilla, sus padres procedían de la Andalucía oriental y ni siquiera eran aficionados al fútbol.
Tal vez algún amigo, un compañero de trabajo o un cliente del Banco de Bilbao, le habló o lo llevó al club allá por el comienzo de los años 30 y ahí se quedó, para siempre, dedicado en cuerpo y alma al Real Betis Balompié.
Mi caso es diferente, muy diferente, yo no soy bética porque sí, yo soy bética porque desde que se despertaron mis primeros sentidos, mi casa era distinta a las otras. En mi casa, mi padre que tenía una voz grave e inconfundible, llegaba por las noches cansado y yo le oía hablar con mi madre de que habían tenido Asamblea, que el fin de semana próximo el Betis tenía un partido difícil, que dentro de dos días unos futbolistas del equipo juvenil, que vivían en la pensión de las hermanas Conde -¡qué grandes béticas! -en la calle Federico Sánchez Bedoya, venían a comer con nosotros, que había que animarlos para que siguieran jugando y no se volvieran al pueblo. Que habría que llamar a Agustina, la modista para que cosiera los números de fieltro negro en las camisetas de rayas blancas y verdes.
Y eso un día y otro, y un mes y otro, y año tras año, hasta que ¡Por fin¡ el año 1961, tengo la edad suficiente ( catorce años) para acompañarlo al estadio a ver un partido del Betis. Creo que no me equivoco si digo que por aquel entonces no había muchas niñas de mi edad en mis circunstancias y que lo pasé divinamente. Bueno, eso si el Betis ganaba, porque si perdía, aparte del sufrimiento, nos quedábamos sin pasteles toda la familia.
En aquellos años, mi padre era delegado de campo, sentado en una especie de foso junto al entrenador Fernando Daucik, a Vicente Montiel, el maravilloso masajista, el inolvidable médico José del Barco y algún que otro futbolista suplente, soportando el frío y la lluvia sin posibilidad de protección, salvo el paraguas y la gabardina.
Yo estaba en la tribuna detrás, muy cerca de él, con mi madre, mi hermano, muy pequeño y otros béticos como José Fernández de la Torre, su mujer, y el otro médico del club, Federico del Valle, que cada vez que el Betis metía un gol se saltaba la baranda de la tribuna para abrazar a los del banquillo.
Salíamos los últimos del estadio, porque mi padre tenía que quedarse hasta que el árbitro firmara el Acta del partido. Algunas veces lo pasaba fatal, porque intentaba suavizar el texto de las actas por algunas de las palabras fuertes que el árbitro afirmaba haber oído de algún futbolista, asegurando mi padre que eso era imposible porque ese “chaval” era extranjero y llevaba pocos días en la ciudad.
De sobra sabía mi padre que lo primero que le enseñaban los colegas a los nuevos era decir tacos pero sin explicarles el significado.
Recuerdo las llamadas telefónicas de los periodistas, sus grandes amigos, bien entrada la noche (ellos trabajaban a esas horas) pidiéndole información de alguna noticia sobre el Betis, sobre fichajes nuevos etc. Siempre los atendía a la hora que fuera, pero a nosotros nos despertaba el agudo timbre.
Años más tarde, y sin perderme un partido, sobre todo cuando jugábamos en casa, yo llevaba a mi padre a los partidos con los que el Betis competía en ciudades próximas ( Granada, Córdoba, Málaga). Ya entonces conducía yo mi 600, y cuando el partido era en el Estadio Benito Villamarín, nos íbamos muy pronto porque teníamos que estar antes de que llegara el árbitro, los liniers (así se llamaban los jueces de línea), y los componentes del equipo contrario.
Como evidentemente yo no podía entrar en los vestuarios, me quedaba charlando con Adolfo ( Adolfito ) y con Tenorio, personajes muy queridos en el campo, y con una señora que no recuerdo su nombre, simpatiquísima que vendía golosinas dentro.
He visto jugar a lo mejor del fútbol español de los años 60 y 70, he disfrutado con mi Betis y también he sufrido con los descensos, más que por mí, por mi padre, a quien su corazón ya le había dado varios avisos.
Y un día, cuando se disponía a ir a la Secretaría, (entonces era Secretario General ) a media mañana, un zarpazo le dio la última advertencia. Todavía, en la residencia García Morato, pudo oír el último gol de su vida una tarde de abril de 1978. Con él se iban 48 años de la historia del Real Betis Balompié.
Desde ese momento, todo fue distinto, pero yo, aún sin él, me sentí más bética, como si tuviera sobre mí la responsabilidad de recoger su antorcha, de prestarle mi corazón joven. Me marché de la ciudad del Betis poco después, y no volví hasta 1992. Pero esa es ya otra historia...
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