Visto el miserable estado de ánimo actual de la afición bética, he llegado a la conclusión de que lo que verdaderamente nos pasa es una patología de lo más común: la depresión.
El abandono masivo del estadio “durante” el encuentro de copa, cabezas gachas y expresión desolada, me parece un síntoma de libro: estamos, como colectivo, profundamente deprimidos.
La sensación de tener algún tipo de control, un mínimo de influencia, sobre el propio destino, es un requisito básico para no caer en la depresión. Esta es una verdad tan básica que no afecta sólo a las personas, sino a seres vivos de psique muchísimo más simple que la humana. Resulta muy curioso y revelador un antiguo experimento con ratones que Eduardo Punset relata en su “El Viaje a la Felicidad” en los siguientes términos:
“El experimento de Seligman consistía en someter a cinco ratones, cada uno en su cubículo, a una intensa descarga eléctrica totalmente aleatoria, es decir, impredecible para los ratones. Sin embargo, uno de ellos tenía en su espacio una palanca que, movida con acierto, desconectaba la corriente eléctrica de todos los ratones. En pocas palabras, la única diferencia entre los cinco ratones era que uno de ellos tenía una palanca y, a veces, le daba la sensación de que, de alguna manera, controlaba la situación. Pero al final del experimento, todos los ratones habían recibido el mismo número de descargas y de la misma intensidad. (...) A las seis semanas, el sistema inmunitario de cuatro ratones se había desmoronado; su sistema emocional estaba exhausto y la depresión acabó con sus vidas. El ratón que disponía de la palanca y que, ocasionalmente, podía tener la sensación de que ejercía un amago de control sobre lo que se le venía encima a él y a sus compañeros de cautiverio murió igual que los demás, pero muchos meses después. Desde que estudié estos resultados hace unos años, a mis alumnos (... ) les sugiero (...) que sólo acepten trabajos con palanca de control, por leve que sea, y que nunca acepten –aunque les ofrezcan mucho dinero– un puesto en el que nada ni nadie dependa de lo que ellos hagan.”
Esa necesidad vital de saberse con cierto poder de decisión no es sólo una característica individual, sino que afecta igualmente a los colectivos: numerosos teóricos de la política han resaltado como, en la esencia de la eficacia de la democracia para mantener la estabilidad institucional y la armonía social, la clave no está en que los dirigentes hagan exactamente lo que los dirigidos desean, sino en que estos tengan conciencia de que, llegado el caso, disponen de vías para deshacerse de ellos. Ese saber que en última instancia se puede influir en la evolución de las cosas es lo que infunde sensación de digna pertenencia al grupo y hasta de corresponsabilidad en los resultados.
En definitiva, la pésima marcha de nuestra querida institución es de por sí un malísimo trago, pero la sensación de que ella nos viene impuesta, de que ninguna decisión nuestra está implicada y de que nada podemos hacer al respecto, es sencillamente insoportable.
Nuestro mal es claramente sicosomático: el origen está en la estructura de propiedad de la SAD, que otorga todo el control institucional a un solo individuo, pero ello a su vez nos ha ido sumiendo en una sensación de impotencia que nos nubla la visión de nuestra verdadera fuerza para alterar el estado de la cuestión.
Las palancas de control están ahí, sólo hay que buscarlas y accionarlas. Y algo tenemos que tener muy claro: nosotros, evidentemente, no somos los ratones de Seligman, ni siquiera empleados de El Corte Inglés que pasábamos por aquí o clientes del Hotel Los Lebreros que tanto les da que les da lo mismo. Nosotros somos el Betis, y la Historia nos obliga.
Con nosotros, aun en nuestros peores momentos, no han podido instituciones ni poderes fácticos que valgan, y cuando más temibles resultaban. Ahora, la progresiva asfixia depresiva no es una alternativa, porque nosotros, por herencia, estamos obligados a encontrar la palanquita y accionarla, a accionarla con perseverancia y con esa fuerza que no deja resquicio a la duda, ni a los responsables, ni a terceros, ni a nosotros mismos, que debemos mantener siempre en mente ese lema inapelable: nosotros somos el Betis.
El abandono masivo del estadio “durante” el encuentro de copa, cabezas gachas y expresión desolada, me parece un síntoma de libro: estamos, como colectivo, profundamente deprimidos.
La sensación de tener algún tipo de control, un mínimo de influencia, sobre el propio destino, es un requisito básico para no caer en la depresión. Esta es una verdad tan básica que no afecta sólo a las personas, sino a seres vivos de psique muchísimo más simple que la humana. Resulta muy curioso y revelador un antiguo experimento con ratones que Eduardo Punset relata en su “El Viaje a la Felicidad” en los siguientes términos:
“El experimento de Seligman consistía en someter a cinco ratones, cada uno en su cubículo, a una intensa descarga eléctrica totalmente aleatoria, es decir, impredecible para los ratones. Sin embargo, uno de ellos tenía en su espacio una palanca que, movida con acierto, desconectaba la corriente eléctrica de todos los ratones. En pocas palabras, la única diferencia entre los cinco ratones era que uno de ellos tenía una palanca y, a veces, le daba la sensación de que, de alguna manera, controlaba la situación. Pero al final del experimento, todos los ratones habían recibido el mismo número de descargas y de la misma intensidad. (...) A las seis semanas, el sistema inmunitario de cuatro ratones se había desmoronado; su sistema emocional estaba exhausto y la depresión acabó con sus vidas. El ratón que disponía de la palanca y que, ocasionalmente, podía tener la sensación de que ejercía un amago de control sobre lo que se le venía encima a él y a sus compañeros de cautiverio murió igual que los demás, pero muchos meses después. Desde que estudié estos resultados hace unos años, a mis alumnos (... ) les sugiero (...) que sólo acepten trabajos con palanca de control, por leve que sea, y que nunca acepten –aunque les ofrezcan mucho dinero– un puesto en el que nada ni nadie dependa de lo que ellos hagan.”
Esa necesidad vital de saberse con cierto poder de decisión no es sólo una característica individual, sino que afecta igualmente a los colectivos: numerosos teóricos de la política han resaltado como, en la esencia de la eficacia de la democracia para mantener la estabilidad institucional y la armonía social, la clave no está en que los dirigentes hagan exactamente lo que los dirigidos desean, sino en que estos tengan conciencia de que, llegado el caso, disponen de vías para deshacerse de ellos. Ese saber que en última instancia se puede influir en la evolución de las cosas es lo que infunde sensación de digna pertenencia al grupo y hasta de corresponsabilidad en los resultados.
En definitiva, la pésima marcha de nuestra querida institución es de por sí un malísimo trago, pero la sensación de que ella nos viene impuesta, de que ninguna decisión nuestra está implicada y de que nada podemos hacer al respecto, es sencillamente insoportable.
Nuestro mal es claramente sicosomático: el origen está en la estructura de propiedad de la SAD, que otorga todo el control institucional a un solo individuo, pero ello a su vez nos ha ido sumiendo en una sensación de impotencia que nos nubla la visión de nuestra verdadera fuerza para alterar el estado de la cuestión.
Las palancas de control están ahí, sólo hay que buscarlas y accionarlas. Y algo tenemos que tener muy claro: nosotros, evidentemente, no somos los ratones de Seligman, ni siquiera empleados de El Corte Inglés que pasábamos por aquí o clientes del Hotel Los Lebreros que tanto les da que les da lo mismo. Nosotros somos el Betis, y la Historia nos obliga.
Con nosotros, aun en nuestros peores momentos, no han podido instituciones ni poderes fácticos que valgan, y cuando más temibles resultaban. Ahora, la progresiva asfixia depresiva no es una alternativa, porque nosotros, por herencia, estamos obligados a encontrar la palanquita y accionarla, a accionarla con perseverancia y con esa fuerza que no deja resquicio a la duda, ni a los responsables, ni a terceros, ni a nosotros mismos, que debemos mantener siempre en mente ese lema inapelable: nosotros somos el Betis.
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