Pedro esperaba el autobús un día más en el Prado de San Sebastián. Julio ya estaba encima. Cerca, en los descampados, una hilera de autobuses esperaba a los quintos del 85 para llevarlos a Cerro Muriano. Pedro recordaba el frío intenso de la instrucción, cuando en aquellos montes conoció a partes iguales los rigores de la mili y la amistad profunda. Qué tiempos aquellos, un sabor agridulce, sin duda, que recordaba como podía. Allí, en la segunda compañía, formaron la peña bética Los Metralletas, rebautizada posteriormente en el RACA 14 como LOS BOMBETAS. Allí, en las frías casamatas cordobesas se arremolinaban a escuchar los partidos del Betis del 78-79 en una radio desvencijada que Pedro, electricista de vocación, había logrado echar a andar.
Qué recuerdos, ahora los veía subir a los autobuses y pensaba si se habrían formado nuevas peñas. Pero también pensaba en su tarjeta verde recién firmada. Esa tarjeta que le decía que era un parado más de los miles de sevillanos que esa época vivían pendientes de agarrar una peseta que llevar a la casa. Y el paro era su triste destino.
Aunque el sueldo de Pedro nunca había sido para lujos, siempre había podido llevar el jornal para que su mujer y su hijo pudiesen vivir dignamente. Pero el año no había sido bueno, la empresa para la que trabajaba había ido despidiendo a los trabajadores uno a uno hasta que le tocó a él. Fue de los últimos, pero no daba para más.
En aquella casetilla de lata verde esperaba el amarillo que le llevase a la barriada El Cano. Siempre se alegraba de pasar al lado del Villamarín, pero sabía que este año no iba a poder ir con su Pedrito al Betis. No había dinero y lo que había era para comer, poco más. El autobús arrancó ruidosamente tras ponerse en verde el semáforo de García Tejero y miró su gol norte como quien se despide de una novia para siempre.
Pedro abandonó el autobús y se acercó a refrescarse al Bar Huracán. El camarero, amigo suyo, le dijo que en la gasolinera de enfrente buscaban gente. Se fue presto, con las ganas de un principiante y cruzó la autovía. Llegó a la gasolinera pero el trabajo ya estaba dado. Se acercó al cruce y al pasar delante de la Venta Ruiz vio un sobre en el suelo. Lo cogió y se cruzó distraído al otro lado de la autovía. Lo abrió simplemente por ver qué había dentro y estupefacto comprobó que contenía 325.000 pesetas. Un capital. Asustado miró para todos los lados y se fue corriendo a casa creyéndose observado por mil ojos.
Si algo le había legado su padre, además de un beticismo a prueba de bombas, era de ser honrado. "Ese es tu mayor tesoro, Pedro, tu honradez". Pero Pedro se lo pensó mil veces, imaginó regalos para su sufrida mujer, que limpiando en las casas saca ese sobresueldo tan necesario en casa. Unas vacaciones merecidas por los muchos veranos asfixiados en casa, con el único lujo de una manguera y esporádicas excursiones a las playas a bordo de sofocantes autobuses fletados por los propios vecinos.
Qué de dinero llovido del cielo, sería ese Dios en el que había dejado de creer el que le había hecho tropezar con el sobre? Puede ser que sí, pero si existía, su padre estaría al lado. Qué hacer? Su conciencia le corroía y su miseria le empujaba.
En el sobre venían las señas de una empresa, pero no las quería leer. Tras esconderlo en casa salió al fresco de la tarde noche con Pedrito y un balón de curti, de esos cuyo pelotazo lo recuerdas siempre. Y bajo los naranjos caían goles en forma de Cardeñosa y Gordillo, defensas numantinas con nombres de Esnaola u Ortega.
Pedrito había sacado buenas notas y aunque no esperaba nada en el austero hogar, siempre esperaba la caricia de su padre, que en pocos meses había envejecido años. Con cariño le dijo a su padre que la promesa de principio de curso que la olvidase, que no hacía falta que le sacase el carné del Betis, que si hacía falta incluso guardaba la camiseta con el 3 a la espalda.
Para su padre aquello fue el colmo. Eso no, si había prometido algo a su hijo, lo iba a cumplir. A él le daba igual, y así lo hizo, cogió el sobre y sacó exactamente el valor de dos carnés para su hijo y para él, por no dejarlo sólo más que por ganas de ir.
Y se sacó el carné engañando a su mujer con ficticios chapuces que no acabaron de convencer a su mujer y ni siquiera a él. Pasó el verano atrapado en su barrio, con una Sevilla estática bajo el calor y sin ofrecer nada más que pasar el tiempo para Pedro, que andaba por todos lados buscando trabajo.
Llegó el uno de septiembre y andando entre los campos cortados de trigo cruzaron el puente sobre el Guadaira, viendo la grada de Fondo y temblando las piernas. Venía el Madrid, y le empatamos a todo un equipazo en el que, además, tenían a nuestro Gordillo. Rincón, el héroe de Pedrito, metió un gol y no cabía de gozo.
Salieron del campo con la sensación de haberlo ganado, con cánticos por la carretera camino de su barrio, con otros que iban andando al Cano e incluso a Bellavista iban compañeros del Betis.
Pero no estaba contento Pedro. Esa noche la pasó en blanco, dando vueltas a la cama y después por la casa. En la mano el resto del dinero, de donde sólo faltaba para dos abonos. Y llegó el lunes y el usado sobre todavía conservaba la dirección de la empresa. Poniéndose el traje de su boda donde a todas luces se notaba que no estaba a gusto cogió el autobús en los cuarteles, pues le daba una vergüenza que le sorprendía cogerlo al lado de la venta Ruiz.
Tras cruzar desde el Prado por el Barrio de Santa Cruz, llegó al edificio imponente en la Plaza Nueva donde decía la dirección. Entró como si nunca más volviese a salir y preguntó al portero por la empresa. Le indicó la tercera planta y al llegar un auxiliar le indicó que esperase, que el director tardaría un rato en atenderle.
El tiempo se le hizo eterno, eternísimo, mientras que en las paredes veía proyectos y fábricas mezcladas con fotos de fundadores enmarcadas con elegancia.
Todo ese ambiente le hizo creerse todavía más pequeño como si lo fuesen a comer. El secretario le hizo pasar con cierto aire de desdén y entró en un amplio despacho con vistas a la estatua de San Fernando, donde él había estado en el 77 saltando con su entonces novia y hoy mujer.
El director de la empresa no daba crédito a lo sucedido, estaba atónito. Meses después de un descuido tras una larga negociación para un cobro veía el sobre en su mesa, cuando lo daba por perdido y un hombre disculpándose y jurando que devolvería hasta la última peseta pero que le diese tiempo porque la cosa estaba muy achuchada en casa.
Siguió todavía más sorprendido por el relato del hombre. Pero como cada vez estaba más alterado lo paró en seco. Le dijo que "ya está" y le acercó un escudo del Betis con una foto de la familia en el Benito Villamarín. Eso causó un efecto calmante en Pedro, cuya vergüenza por lo sucedido le tenía atenazado. Así, cuando se levantó para despedirse se le cayó de la cartera la tarjeta verde del paro. El director se apresuró a cogerla para devolvérsela y le preguntó si quería trabajar en la empresa, pues necesitaban a alguien de verdadera confianza, y si además era bético pues mejor.
Pedro echó a llorar como un crío chico, se le vino a la memoria su padre, su hijo, su sufrida mujer, sus horas muertas mirando un reloj que no avanzaba y una vida que se le iba. Ahora, su padre y su Betis le abrían una puerta a la esperanza... Y entró en ella.
Pasaron los años y Pedro nunca olvidó la lección que le había dado la vida. Ahora estaba en la cola con su hijo, siete años después, salvando a su Betis. Habían pedido un prestamo, habían dejado de lado las vacaciones y habían roto hasta la hucha de Pedrito. Seis acciones, seis acciones que compraron para salvar al Betis. No sabían ni qué eran y lo tomaron como otros miles de béticos como un fondo perdido para salvar al Betis. Ellos pudieron aunque con cierto esfuerzo y lo hicieron.
Qué recuerdos, ahora los veía subir a los autobuses y pensaba si se habrían formado nuevas peñas. Pero también pensaba en su tarjeta verde recién firmada. Esa tarjeta que le decía que era un parado más de los miles de sevillanos que esa época vivían pendientes de agarrar una peseta que llevar a la casa. Y el paro era su triste destino.
Aunque el sueldo de Pedro nunca había sido para lujos, siempre había podido llevar el jornal para que su mujer y su hijo pudiesen vivir dignamente. Pero el año no había sido bueno, la empresa para la que trabajaba había ido despidiendo a los trabajadores uno a uno hasta que le tocó a él. Fue de los últimos, pero no daba para más.
En aquella casetilla de lata verde esperaba el amarillo que le llevase a la barriada El Cano. Siempre se alegraba de pasar al lado del Villamarín, pero sabía que este año no iba a poder ir con su Pedrito al Betis. No había dinero y lo que había era para comer, poco más. El autobús arrancó ruidosamente tras ponerse en verde el semáforo de García Tejero y miró su gol norte como quien se despide de una novia para siempre.
Pedro abandonó el autobús y se acercó a refrescarse al Bar Huracán. El camarero, amigo suyo, le dijo que en la gasolinera de enfrente buscaban gente. Se fue presto, con las ganas de un principiante y cruzó la autovía. Llegó a la gasolinera pero el trabajo ya estaba dado. Se acercó al cruce y al pasar delante de la Venta Ruiz vio un sobre en el suelo. Lo cogió y se cruzó distraído al otro lado de la autovía. Lo abrió simplemente por ver qué había dentro y estupefacto comprobó que contenía 325.000 pesetas. Un capital. Asustado miró para todos los lados y se fue corriendo a casa creyéndose observado por mil ojos.
Si algo le había legado su padre, además de un beticismo a prueba de bombas, era de ser honrado. "Ese es tu mayor tesoro, Pedro, tu honradez". Pero Pedro se lo pensó mil veces, imaginó regalos para su sufrida mujer, que limpiando en las casas saca ese sobresueldo tan necesario en casa. Unas vacaciones merecidas por los muchos veranos asfixiados en casa, con el único lujo de una manguera y esporádicas excursiones a las playas a bordo de sofocantes autobuses fletados por los propios vecinos.
Qué de dinero llovido del cielo, sería ese Dios en el que había dejado de creer el que le había hecho tropezar con el sobre? Puede ser que sí, pero si existía, su padre estaría al lado. Qué hacer? Su conciencia le corroía y su miseria le empujaba.
En el sobre venían las señas de una empresa, pero no las quería leer. Tras esconderlo en casa salió al fresco de la tarde noche con Pedrito y un balón de curti, de esos cuyo pelotazo lo recuerdas siempre. Y bajo los naranjos caían goles en forma de Cardeñosa y Gordillo, defensas numantinas con nombres de Esnaola u Ortega.
Pedrito había sacado buenas notas y aunque no esperaba nada en el austero hogar, siempre esperaba la caricia de su padre, que en pocos meses había envejecido años. Con cariño le dijo a su padre que la promesa de principio de curso que la olvidase, que no hacía falta que le sacase el carné del Betis, que si hacía falta incluso guardaba la camiseta con el 3 a la espalda.
Para su padre aquello fue el colmo. Eso no, si había prometido algo a su hijo, lo iba a cumplir. A él le daba igual, y así lo hizo, cogió el sobre y sacó exactamente el valor de dos carnés para su hijo y para él, por no dejarlo sólo más que por ganas de ir.
Y se sacó el carné engañando a su mujer con ficticios chapuces que no acabaron de convencer a su mujer y ni siquiera a él. Pasó el verano atrapado en su barrio, con una Sevilla estática bajo el calor y sin ofrecer nada más que pasar el tiempo para Pedro, que andaba por todos lados buscando trabajo.
Llegó el uno de septiembre y andando entre los campos cortados de trigo cruzaron el puente sobre el Guadaira, viendo la grada de Fondo y temblando las piernas. Venía el Madrid, y le empatamos a todo un equipazo en el que, además, tenían a nuestro Gordillo. Rincón, el héroe de Pedrito, metió un gol y no cabía de gozo.
Salieron del campo con la sensación de haberlo ganado, con cánticos por la carretera camino de su barrio, con otros que iban andando al Cano e incluso a Bellavista iban compañeros del Betis.
Pero no estaba contento Pedro. Esa noche la pasó en blanco, dando vueltas a la cama y después por la casa. En la mano el resto del dinero, de donde sólo faltaba para dos abonos. Y llegó el lunes y el usado sobre todavía conservaba la dirección de la empresa. Poniéndose el traje de su boda donde a todas luces se notaba que no estaba a gusto cogió el autobús en los cuarteles, pues le daba una vergüenza que le sorprendía cogerlo al lado de la venta Ruiz.
Tras cruzar desde el Prado por el Barrio de Santa Cruz, llegó al edificio imponente en la Plaza Nueva donde decía la dirección. Entró como si nunca más volviese a salir y preguntó al portero por la empresa. Le indicó la tercera planta y al llegar un auxiliar le indicó que esperase, que el director tardaría un rato en atenderle.
El tiempo se le hizo eterno, eternísimo, mientras que en las paredes veía proyectos y fábricas mezcladas con fotos de fundadores enmarcadas con elegancia.
Todo ese ambiente le hizo creerse todavía más pequeño como si lo fuesen a comer. El secretario le hizo pasar con cierto aire de desdén y entró en un amplio despacho con vistas a la estatua de San Fernando, donde él había estado en el 77 saltando con su entonces novia y hoy mujer.
El director de la empresa no daba crédito a lo sucedido, estaba atónito. Meses después de un descuido tras una larga negociación para un cobro veía el sobre en su mesa, cuando lo daba por perdido y un hombre disculpándose y jurando que devolvería hasta la última peseta pero que le diese tiempo porque la cosa estaba muy achuchada en casa.
Siguió todavía más sorprendido por el relato del hombre. Pero como cada vez estaba más alterado lo paró en seco. Le dijo que "ya está" y le acercó un escudo del Betis con una foto de la familia en el Benito Villamarín. Eso causó un efecto calmante en Pedro, cuya vergüenza por lo sucedido le tenía atenazado. Así, cuando se levantó para despedirse se le cayó de la cartera la tarjeta verde del paro. El director se apresuró a cogerla para devolvérsela y le preguntó si quería trabajar en la empresa, pues necesitaban a alguien de verdadera confianza, y si además era bético pues mejor.
Pedro echó a llorar como un crío chico, se le vino a la memoria su padre, su hijo, su sufrida mujer, sus horas muertas mirando un reloj que no avanzaba y una vida que se le iba. Ahora, su padre y su Betis le abrían una puerta a la esperanza... Y entró en ella.
Pasaron los años y Pedro nunca olvidó la lección que le había dado la vida. Ahora estaba en la cola con su hijo, siete años después, salvando a su Betis. Habían pedido un prestamo, habían dejado de lado las vacaciones y habían roto hasta la hucha de Pedrito. Seis acciones, seis acciones que compraron para salvar al Betis. No sabían ni qué eran y lo tomaron como otros miles de béticos como un fondo perdido para salvar al Betis. Ellos pudieron aunque con cierto esfuerzo y lo hicieron.
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