Escribo esto a colación de un gran post escrito por un gran forero como es recontrabetico y que se titulaba "Samuel". En él se detallaba la figura de un bético joven, de a pie, de los miles y miles que hay repartidos por el mundo, de esos que sufren con su Betis y que tienen una filosofía de vida en verdiblanco.
Este post es idéntico a aquel, tan sólo que se refiere a otro Samuel, a otro chaval distinto, del que cuenta su historia. Una historia, lo juro, basada en hechos reales aunque parezca una película.
Y es que yo, miren ustedes, también conozco a un Samuel. A un Samuel de origen andaluz por parte de madre pero que nació y se crió allá en el lejano Este, en Valencia, a más de 500 Km. de un sueño que empezó a gestarse hace ya más de un siglo.
Samuel nace allá a finales de la década de los 80, y la vida, muy temprano, le pone a jugar uno de esos encuentros difíciles, uno de esos partidos que son muy del Betis porque los ganas cuando nadie da nada por ti, cuando la gente te da por perdido y todos los factores están en tu contra. Y es que Samuel nace con un tumor cerebral, un tumor cerebral ante el cual los médicos pronostican que hay muy poco que hacer, que difícilmente pueda vencer esa final que la vida, tan temprano, le había puesto en el camino. Pero Samuel es de los del Manquepierda, de ese sentimiento fuerte y soñador, muy fuerte, que unos antiguos empezaron a vivir allá a mediados de siglo, y siente y lucha y gana, y resiste, como el junco que se dobla, que se mueve y que se tuerce, pero que siempre sigue en pie, y cuando lo dan por perdido sigue resistiendo, erguido frente a todo, y mete ese gol en el último minuto que lo clasifica para aquel torneo que sólo los mejores pueden jugar. Y vive.
Samuel no conoce a nadie del Betis allá por tierras levantinas; su padre y su hermano, los únicos con los que comparte afición futbolística, son aficionados del Real Madrid. Él se cría en una ciudad que no late tanto como esta, una ciudad dominada en lo futbolístico por el Valencia CF pero que no vive con tanta pasión, con tanta fidelidad, con tanto amor por un equipo de fútbol. Pero miren por dónde que Samuel se aparta, se aleja de lo corriente, y con apenas tres o cuatro años conoce a un viejecito de un pueblo escondido que le cuenta historias. Son historias de un equipo que se llama Betis, que está lejos, muy lejos de donde él vive, un equipo que tiene 13 barras y que según se cuenta, aunque está acostumbrado a ganar muy pocos títulos, tiene a muchísima gente detrás; dicen que es un equipo muy antiguo, que su nombre ya se pronunciaba allá por tiempos de los romanos porque su nombre es el de un río, el del río Guadalquivir; cuentan, también, que ese equipo es una forma de entender la vida, de vivirla, de reírla, de llorarla, y es un sentimiento que traspasa las fronteras, que taladra ese grueso muro de la distancia y se expande como un aire mágico, llegando hasta lo más hondo de corazones lejanos y remotos. Cuenta la leyenda que es el equipo del Manquepierda.
Samuel es uno de esos corazones lejanos y remotos, una de esas personas mágicas que tienen costumbres distintas, que conocen personas distintas, incluso si me apuran que tienen un habla distinta, una de esas personas mágicas que viven bajo otro cielo, que se pierden por lejanos territorios pero que un día, un día cualquiera, conocen el Betis. Y Samuel lo conoció. Y todas las noches, antes de dormirse, pensaba en el equipo de las historias contadas por aquel viejecito, en ese equipo que estaba tan lejos de donde él vivía, pero que le inquietaba tanto… Él que siempre había oído hablar del Madrid y del Barcelona, o del Valencia, y ahora se encontraba con un equipo que no ganaba tantos títulos, y se preguntaba cómo un equipo que no ganaba tantos títulos podía tener a tantas personas que lo amaban, cómo un equipo humilde podía ser tan bonito, tan enormemente bello. Y soñaba, y pensaba en aquella ciudad, en aquella gente lejana, y se preguntaba cómo podía ser capaz, viviendo tan lejos, de empezar a sentir lo que estaba sintiendo por algo tan extraño, pero tan conocido al fin y al cabo…
Pasaban los años y Samuel comprobaba que lo que el viejecito le contaba era verdad, que existía un equipo que se llamaba Betis, con 13 barras verdes y blancas, y era verdad porque todas las semanas podía ver por la tele cómo jugaba, delante de mucha gente, en un campo al que llamaban Benito Villamarín. Entonces, más que nunca, empezó a querer todo aquello, empezó a amar a todas esas personas sin conocerlas, a amar a aquel campo sin conocerlo, sin duda alguna empezó a enamorarse de toda esa historia tan bonita que no le dejaba dormir por las noches. Y llenaba su habitación de bufandas que sus padres le compraban, y no había domingo que no siguiese a su equipo, bien por la tele o bien por la radio, enfundado en esa camiseta del 97 que sus padres le compraron con apenas diez años y que ahora está en su cuarto colgada de la pared. Ya no había marcha atrás. El Betis había entrado en su vida y él había entrado en el Betis.
Unas veces ganaba, otras perdía, pero cada día que pasaba, cada fin de semana, él se enamoraba más y más de todo aquello que veía por la tele y que escuchaba por la radio, de ese sentimiento que había recorrido más de 500 Km. para entrarle por el pecho y quedársele ahí para siempre. Para siempre.
Samuel, aunque era su gran sueño, no se desesperaba por no poder ver a su equipo en Heliópolis. Muy al contrario, se conformaba y esperaba, con una ilusión enorme, los dos o tres momentos al año en los que el equipo de su alma venía a visitarle. Normalmente era una o dos veces, con mucha suerte tres, las que el Betis, ese equipo que empezó a seguir desde que aquel viejecito le contara historias, se desplazaba hasta la Comunidad Valenciana para jugar o bien contra el Valencia, o bien contra el Levante o bien contra el Villarreal. Y Samuel lo defendía desde la grada, le encantaba mezclarse entre toda esa gente que se habían recorrido kilómetros y kilómetros para acompañar a su Betis y que eran las mismas que veía por la tele, vivía con gran ilusión y beticismo esos momentos en los que iba al hotel a ver a los jugadores, esas veces que se colocaba en la grada entre cientos de béticos y se sentía uno más, esos instantes en los que tenía al Betis cara a cara.
Pero todo no queda ahí, no puede quedar ahí. La vida es un constante cruce de caminos, una extraña y preciosa confluencia de casualidades, de historias y sentimientos y pasiones que se juntan. Y de personas que se conocen. Porque un día Samuel conoció a un bético, un día cualquiera y un bético cualquiera, de Sevilla, de esos que quieren al Betis tanto como él, de esos que tienen la suerte que él no tiene de poder vivir en la ciudad de su Betis, un bético cualquiera en un día cualquiera. Un bético que más tarde se convertiría en algo mejor, un amigo, y todo el mundo sabe que no hay nada mejor que un amigo de verdad, y que además sea bético.
Ese bético iba a Valencia muy a menudo, por cuestiones personales, y Samuel demostraba su corazón y, por qué no, su beticismo, ayudando a ese amigo todos los fines de semana que se desplazaba hasta la ciudad del Turia. Le prestaba su casa para pasar fines de semana e incluso semanas enteras, le daba dinero, se portaba con él como nunca se habían portado sin pedir nada a cambio, sin esperar nada más que una simple y sana amistad de un bético cualquiera que conoció un día cualquiera y que la única manera que tenía de recompensarle era traerle historias del Betis. De su Betis, el Betis de los dos. Le contaba lo maravilloso que es sentirse bético entre miles y miles de béticos, le narraba historias de partidos vividos con el corazón en la mano, de días enteros en autobuses y noches sin dormir y lágrimas derramadas por partidos perdidos y goles en el último minuto. Le aseguraba que llegaría el día en el que él también viviría todo aquello. Y le hizo una promesa. No sabía cuándo, pero llegaría el día en el que viajaría a Sevilla y conocería todo aquello, el río Betis, la Giralda, la Torre del Oro, Triana, el campo del Betis, todos los béticos unidos y cantando, el día en el que conocería todo aquello que empezó a vivir allá en su infancia cuando un viejecito cualquiera le hablaba de Betis… Y cumplió su promesa.
Fue un 30 de Marzo de 2008, el partido era Real Betis Balompié – FC Barcelona. Nada pudo contra su sueño. Después de una semana muy convulsa en la que no se sabía dónde se iba a jugar el partido, finalmente se aseguró que iba a disputarse en Madrid, en ese templo verdiblanco que es el Vicente Calderón. Pero Samuel tenía los billetes de autobús comprados para Sevilla y no podía dar marcha atrás, y aunque sabía que era una locura decidió salir el sábado por la mañana para Sevilla y, una vez allí por la noche, comprar el billete para Madrid y hacer el viaje con su amigo para ver al Betis en la capital de España el día siguiente. No le importaba que se truncase su sueño de ver al Betis cara a cara más que nunca, frente a frente, se conformaba simplemente con acompañarlo igual que se conformaba con ir al campo del Valencia o al del Levante una vez al año. Pero cuál fue su sorpresa cuándo mediado el camino, allá en una parada en la estación de Albacete, recibió un mensaje. El partido se jugaba en Heliópolis, en el antiguo Benito Villamarín, en la ciudad del río Betis.
Fueron doce horas de viaje en autobús, las mejores doce horas de viaje de toda su vida porque sabía que al llegar se encontraría con todo lo que había estado amando durante tanto tiempo sin conocer, con toda esa historia tan extraña, tan bonita, de la que siempre había oído hablar pero que nunca había presenciado. Y llegó y salió del autobús y se encontró, primero, con el río que llevaba el nombre de su equipo, se encontró con Sevilla disfrazada de noche, con esa ciudad que no era la del Betis porque el Betis es todas las ciudades y ninguna.
Llegó el día siguiente, ese día que tanto había esperado, con el que tantas noches había soñado, y enfiló la Palmera como el que enfila un camino que has visto en sueños y que ya sabes cómo es. Iba con su amigo, ese bético cualquiera que conoció un día cualquiera, y lo que menos importaba era el resultado, poder vivir todo aquello de cerca hacía que el resultado fuese lo menos trascendente. Se encontró con el estadio desde fuera, los aledaños, el monumento a la afición que ese día, más que nunca, era un monumento a él, a su forma de querer al Betis. Cada vez faltaba menos para entrar al campo, y hubo un momento, un instante parado en el tiempo que nunca, jamás, se le olvidará a su amigo. Fue en la explanada de Preferencia, cuando con un bocadillo en la mano y en el típico pronóstico pre-partido le preguntó cuánto íbamos a quedar. Nunca se le olvidarán aquellas dos frases, aquella expresión despreocupada que decía algo así como “puff, complicado lo veo. Con un empate me conformo, pero si pudiéramos ganar mejor que mejor. Un 3 a 2 sería demasiado bonito, y ya si me dices que empezamos perdiendo por 0 a 2 y que remontamos con tres goles en la segunda parte te digo que es imposible. ¿Te imaginas? No no, déjate, demasiado bonito para ser cierto. A ver si empatamos…”. Ni cien Copas del Rey, ni cien Ligas, ni quinientas Uefas Champions League, ni mil goles de Dani en el último minuto pueden compararse con aquel momento que entonces no tenía importancia, pero que después pasó a convertirse en el momento más hermoso de entre los recuerdos de aquel bético. Simplemente indescriptible.
Comenzó el partido y el Barça marcó dos goles pronto, muy pronto. Pero a Samuel le daba igual. El bético que va todos los domingos al estadio sabe perfectamente lo que se siente al entrar al campo y vivir el partido con un lleno hasta la bandera. ¡Pues imagínense ese bético que llevaba amando al Betis durante toda su vida y aquel día se encontraba con eso, con todo aquello…! Llegó la segunda parte y, pese a todo, era imposible reprimir un pequeño gesto de resignación, de pensar que aquello era ya imposible y que demasiado si no nos metían cinco en la segunda parte… Pero su amigo, que nunca se lo ha recordado, sabe hoy en día que aunque no se dijeran nada los dos pensaban durante el descanso en aquellas palabras mágicas pronunciadas anteriormente, y que no llegaron a decirse tal vez porque pensaban que era más que nunca imposible, que aquello no se remontaba ni con Cruyff y Maradona entrando en la segunda parte…
No sé si será el destino, que quiso actuar justamente, si fue la suerte, si fue el Barcelona que empezó a jugar mal… Qué se yo, sinceramente no sé nada… Supongo que sería aquel esfuerzo de Samuel para ser un bético más, aquel viejecito que le enseñó el Betis, aquella vida entera amando al Betis sin condición, aquella camiseta del 97 colgada en su cuarto, aquel sueño que había ido creciendo durante años cada vez más y más y que aquel día se hizo realidad de una forma que nunca imaginó… Tal vez fue por eso, no lo sé. Pero el caso es que ese era otro de esos partidos muy del Betis (¿recuerdan?), uno de esos encuentros agarrados con los dedos en el último segundo cuando todos se resignan y lo dan por perdido… Fue un cuarto de hora. Marcó Edu y marcó Juanito y volvió a marcar Edu, y aquello era una hermosa locura y todo parecía que se iba a caer y que iba a volar en mil pedazos, y Samuel saltaba y lloraba y se abrazaba con gente que no conocía de nada pero que conocía de 19 años, vivía todo aquello que había estado viviendo durante 19 años, se abrazaba a aquel amigo que había conocido de siempre aunque sus vidas se cruzasen hace medio año… Y entonces, más que nunca, se paró el tiempo y vinieron al recuerdo aquellas noches en Valencia hablando del Betis, tan lejos del Betis y hablando del Betis, aquellos partidos en Mestalla animando con dos o tres locos que se habían hecho diez horas en autobús para verlo perder, aquellas historias que había escuchado pero que nunca había vivido, aquella promesa que se hicieron un día cualquiera, aquella ayuda que le prestó sin pedir nada a cambio cuando iba a su ciudad, aquel sentimiento que un día recorrió 500 Km. para entrarle en el alma y quedársele ahí para siempre. Para siempre.
Gracias. Muchísimas gracias, en serio. De todo corazón.
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Va por ti, AMIGO.
Este post es idéntico a aquel, tan sólo que se refiere a otro Samuel, a otro chaval distinto, del que cuenta su historia. Una historia, lo juro, basada en hechos reales aunque parezca una película.
Y es que yo, miren ustedes, también conozco a un Samuel. A un Samuel de origen andaluz por parte de madre pero que nació y se crió allá en el lejano Este, en Valencia, a más de 500 Km. de un sueño que empezó a gestarse hace ya más de un siglo.
Samuel nace allá a finales de la década de los 80, y la vida, muy temprano, le pone a jugar uno de esos encuentros difíciles, uno de esos partidos que son muy del Betis porque los ganas cuando nadie da nada por ti, cuando la gente te da por perdido y todos los factores están en tu contra. Y es que Samuel nace con un tumor cerebral, un tumor cerebral ante el cual los médicos pronostican que hay muy poco que hacer, que difícilmente pueda vencer esa final que la vida, tan temprano, le había puesto en el camino. Pero Samuel es de los del Manquepierda, de ese sentimiento fuerte y soñador, muy fuerte, que unos antiguos empezaron a vivir allá a mediados de siglo, y siente y lucha y gana, y resiste, como el junco que se dobla, que se mueve y que se tuerce, pero que siempre sigue en pie, y cuando lo dan por perdido sigue resistiendo, erguido frente a todo, y mete ese gol en el último minuto que lo clasifica para aquel torneo que sólo los mejores pueden jugar. Y vive.
Samuel no conoce a nadie del Betis allá por tierras levantinas; su padre y su hermano, los únicos con los que comparte afición futbolística, son aficionados del Real Madrid. Él se cría en una ciudad que no late tanto como esta, una ciudad dominada en lo futbolístico por el Valencia CF pero que no vive con tanta pasión, con tanta fidelidad, con tanto amor por un equipo de fútbol. Pero miren por dónde que Samuel se aparta, se aleja de lo corriente, y con apenas tres o cuatro años conoce a un viejecito de un pueblo escondido que le cuenta historias. Son historias de un equipo que se llama Betis, que está lejos, muy lejos de donde él vive, un equipo que tiene 13 barras y que según se cuenta, aunque está acostumbrado a ganar muy pocos títulos, tiene a muchísima gente detrás; dicen que es un equipo muy antiguo, que su nombre ya se pronunciaba allá por tiempos de los romanos porque su nombre es el de un río, el del río Guadalquivir; cuentan, también, que ese equipo es una forma de entender la vida, de vivirla, de reírla, de llorarla, y es un sentimiento que traspasa las fronteras, que taladra ese grueso muro de la distancia y se expande como un aire mágico, llegando hasta lo más hondo de corazones lejanos y remotos. Cuenta la leyenda que es el equipo del Manquepierda.
Samuel es uno de esos corazones lejanos y remotos, una de esas personas mágicas que tienen costumbres distintas, que conocen personas distintas, incluso si me apuran que tienen un habla distinta, una de esas personas mágicas que viven bajo otro cielo, que se pierden por lejanos territorios pero que un día, un día cualquiera, conocen el Betis. Y Samuel lo conoció. Y todas las noches, antes de dormirse, pensaba en el equipo de las historias contadas por aquel viejecito, en ese equipo que estaba tan lejos de donde él vivía, pero que le inquietaba tanto… Él que siempre había oído hablar del Madrid y del Barcelona, o del Valencia, y ahora se encontraba con un equipo que no ganaba tantos títulos, y se preguntaba cómo un equipo que no ganaba tantos títulos podía tener a tantas personas que lo amaban, cómo un equipo humilde podía ser tan bonito, tan enormemente bello. Y soñaba, y pensaba en aquella ciudad, en aquella gente lejana, y se preguntaba cómo podía ser capaz, viviendo tan lejos, de empezar a sentir lo que estaba sintiendo por algo tan extraño, pero tan conocido al fin y al cabo…
Pasaban los años y Samuel comprobaba que lo que el viejecito le contaba era verdad, que existía un equipo que se llamaba Betis, con 13 barras verdes y blancas, y era verdad porque todas las semanas podía ver por la tele cómo jugaba, delante de mucha gente, en un campo al que llamaban Benito Villamarín. Entonces, más que nunca, empezó a querer todo aquello, empezó a amar a todas esas personas sin conocerlas, a amar a aquel campo sin conocerlo, sin duda alguna empezó a enamorarse de toda esa historia tan bonita que no le dejaba dormir por las noches. Y llenaba su habitación de bufandas que sus padres le compraban, y no había domingo que no siguiese a su equipo, bien por la tele o bien por la radio, enfundado en esa camiseta del 97 que sus padres le compraron con apenas diez años y que ahora está en su cuarto colgada de la pared. Ya no había marcha atrás. El Betis había entrado en su vida y él había entrado en el Betis.
Unas veces ganaba, otras perdía, pero cada día que pasaba, cada fin de semana, él se enamoraba más y más de todo aquello que veía por la tele y que escuchaba por la radio, de ese sentimiento que había recorrido más de 500 Km. para entrarle por el pecho y quedársele ahí para siempre. Para siempre.
Samuel, aunque era su gran sueño, no se desesperaba por no poder ver a su equipo en Heliópolis. Muy al contrario, se conformaba y esperaba, con una ilusión enorme, los dos o tres momentos al año en los que el equipo de su alma venía a visitarle. Normalmente era una o dos veces, con mucha suerte tres, las que el Betis, ese equipo que empezó a seguir desde que aquel viejecito le contara historias, se desplazaba hasta la Comunidad Valenciana para jugar o bien contra el Valencia, o bien contra el Levante o bien contra el Villarreal. Y Samuel lo defendía desde la grada, le encantaba mezclarse entre toda esa gente que se habían recorrido kilómetros y kilómetros para acompañar a su Betis y que eran las mismas que veía por la tele, vivía con gran ilusión y beticismo esos momentos en los que iba al hotel a ver a los jugadores, esas veces que se colocaba en la grada entre cientos de béticos y se sentía uno más, esos instantes en los que tenía al Betis cara a cara.
Pero todo no queda ahí, no puede quedar ahí. La vida es un constante cruce de caminos, una extraña y preciosa confluencia de casualidades, de historias y sentimientos y pasiones que se juntan. Y de personas que se conocen. Porque un día Samuel conoció a un bético, un día cualquiera y un bético cualquiera, de Sevilla, de esos que quieren al Betis tanto como él, de esos que tienen la suerte que él no tiene de poder vivir en la ciudad de su Betis, un bético cualquiera en un día cualquiera. Un bético que más tarde se convertiría en algo mejor, un amigo, y todo el mundo sabe que no hay nada mejor que un amigo de verdad, y que además sea bético.
Ese bético iba a Valencia muy a menudo, por cuestiones personales, y Samuel demostraba su corazón y, por qué no, su beticismo, ayudando a ese amigo todos los fines de semana que se desplazaba hasta la ciudad del Turia. Le prestaba su casa para pasar fines de semana e incluso semanas enteras, le daba dinero, se portaba con él como nunca se habían portado sin pedir nada a cambio, sin esperar nada más que una simple y sana amistad de un bético cualquiera que conoció un día cualquiera y que la única manera que tenía de recompensarle era traerle historias del Betis. De su Betis, el Betis de los dos. Le contaba lo maravilloso que es sentirse bético entre miles y miles de béticos, le narraba historias de partidos vividos con el corazón en la mano, de días enteros en autobuses y noches sin dormir y lágrimas derramadas por partidos perdidos y goles en el último minuto. Le aseguraba que llegaría el día en el que él también viviría todo aquello. Y le hizo una promesa. No sabía cuándo, pero llegaría el día en el que viajaría a Sevilla y conocería todo aquello, el río Betis, la Giralda, la Torre del Oro, Triana, el campo del Betis, todos los béticos unidos y cantando, el día en el que conocería todo aquello que empezó a vivir allá en su infancia cuando un viejecito cualquiera le hablaba de Betis… Y cumplió su promesa.
Fue un 30 de Marzo de 2008, el partido era Real Betis Balompié – FC Barcelona. Nada pudo contra su sueño. Después de una semana muy convulsa en la que no se sabía dónde se iba a jugar el partido, finalmente se aseguró que iba a disputarse en Madrid, en ese templo verdiblanco que es el Vicente Calderón. Pero Samuel tenía los billetes de autobús comprados para Sevilla y no podía dar marcha atrás, y aunque sabía que era una locura decidió salir el sábado por la mañana para Sevilla y, una vez allí por la noche, comprar el billete para Madrid y hacer el viaje con su amigo para ver al Betis en la capital de España el día siguiente. No le importaba que se truncase su sueño de ver al Betis cara a cara más que nunca, frente a frente, se conformaba simplemente con acompañarlo igual que se conformaba con ir al campo del Valencia o al del Levante una vez al año. Pero cuál fue su sorpresa cuándo mediado el camino, allá en una parada en la estación de Albacete, recibió un mensaje. El partido se jugaba en Heliópolis, en el antiguo Benito Villamarín, en la ciudad del río Betis.
Fueron doce horas de viaje en autobús, las mejores doce horas de viaje de toda su vida porque sabía que al llegar se encontraría con todo lo que había estado amando durante tanto tiempo sin conocer, con toda esa historia tan extraña, tan bonita, de la que siempre había oído hablar pero que nunca había presenciado. Y llegó y salió del autobús y se encontró, primero, con el río que llevaba el nombre de su equipo, se encontró con Sevilla disfrazada de noche, con esa ciudad que no era la del Betis porque el Betis es todas las ciudades y ninguna.
Llegó el día siguiente, ese día que tanto había esperado, con el que tantas noches había soñado, y enfiló la Palmera como el que enfila un camino que has visto en sueños y que ya sabes cómo es. Iba con su amigo, ese bético cualquiera que conoció un día cualquiera, y lo que menos importaba era el resultado, poder vivir todo aquello de cerca hacía que el resultado fuese lo menos trascendente. Se encontró con el estadio desde fuera, los aledaños, el monumento a la afición que ese día, más que nunca, era un monumento a él, a su forma de querer al Betis. Cada vez faltaba menos para entrar al campo, y hubo un momento, un instante parado en el tiempo que nunca, jamás, se le olvidará a su amigo. Fue en la explanada de Preferencia, cuando con un bocadillo en la mano y en el típico pronóstico pre-partido le preguntó cuánto íbamos a quedar. Nunca se le olvidarán aquellas dos frases, aquella expresión despreocupada que decía algo así como “puff, complicado lo veo. Con un empate me conformo, pero si pudiéramos ganar mejor que mejor. Un 3 a 2 sería demasiado bonito, y ya si me dices que empezamos perdiendo por 0 a 2 y que remontamos con tres goles en la segunda parte te digo que es imposible. ¿Te imaginas? No no, déjate, demasiado bonito para ser cierto. A ver si empatamos…”. Ni cien Copas del Rey, ni cien Ligas, ni quinientas Uefas Champions League, ni mil goles de Dani en el último minuto pueden compararse con aquel momento que entonces no tenía importancia, pero que después pasó a convertirse en el momento más hermoso de entre los recuerdos de aquel bético. Simplemente indescriptible.
Comenzó el partido y el Barça marcó dos goles pronto, muy pronto. Pero a Samuel le daba igual. El bético que va todos los domingos al estadio sabe perfectamente lo que se siente al entrar al campo y vivir el partido con un lleno hasta la bandera. ¡Pues imagínense ese bético que llevaba amando al Betis durante toda su vida y aquel día se encontraba con eso, con todo aquello…! Llegó la segunda parte y, pese a todo, era imposible reprimir un pequeño gesto de resignación, de pensar que aquello era ya imposible y que demasiado si no nos metían cinco en la segunda parte… Pero su amigo, que nunca se lo ha recordado, sabe hoy en día que aunque no se dijeran nada los dos pensaban durante el descanso en aquellas palabras mágicas pronunciadas anteriormente, y que no llegaron a decirse tal vez porque pensaban que era más que nunca imposible, que aquello no se remontaba ni con Cruyff y Maradona entrando en la segunda parte…
No sé si será el destino, que quiso actuar justamente, si fue la suerte, si fue el Barcelona que empezó a jugar mal… Qué se yo, sinceramente no sé nada… Supongo que sería aquel esfuerzo de Samuel para ser un bético más, aquel viejecito que le enseñó el Betis, aquella vida entera amando al Betis sin condición, aquella camiseta del 97 colgada en su cuarto, aquel sueño que había ido creciendo durante años cada vez más y más y que aquel día se hizo realidad de una forma que nunca imaginó… Tal vez fue por eso, no lo sé. Pero el caso es que ese era otro de esos partidos muy del Betis (¿recuerdan?), uno de esos encuentros agarrados con los dedos en el último segundo cuando todos se resignan y lo dan por perdido… Fue un cuarto de hora. Marcó Edu y marcó Juanito y volvió a marcar Edu, y aquello era una hermosa locura y todo parecía que se iba a caer y que iba a volar en mil pedazos, y Samuel saltaba y lloraba y se abrazaba con gente que no conocía de nada pero que conocía de 19 años, vivía todo aquello que había estado viviendo durante 19 años, se abrazaba a aquel amigo que había conocido de siempre aunque sus vidas se cruzasen hace medio año… Y entonces, más que nunca, se paró el tiempo y vinieron al recuerdo aquellas noches en Valencia hablando del Betis, tan lejos del Betis y hablando del Betis, aquellos partidos en Mestalla animando con dos o tres locos que se habían hecho diez horas en autobús para verlo perder, aquellas historias que había escuchado pero que nunca había vivido, aquella promesa que se hicieron un día cualquiera, aquella ayuda que le prestó sin pedir nada a cambio cuando iba a su ciudad, aquel sentimiento que un día recorrió 500 Km. para entrarle en el alma y quedársele ahí para siempre. Para siempre.
Gracias. Muchísimas gracias, en serio. De todo corazón.
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