Tras dejar atrás la ciudad roja, donde cada casa guarda con riguroso esmero el color obligado, donde se alza la torre que dicen gemela de la Giralda, donde el bullicio es agobiante, atrayente, mareante. Atrás queda la ciudad roja, quizá la ciudad más sevillana de Marruecos, por sus gentes, por su clima, por su propia manera de ser. Tras dejar atrás la ciudad roja, la carretera me lleva al sur, peligrosa, cambiante,
Sobre las peladas planicies, donde la tierra agarra cada gota y la convierte en una brizna de hierba que entre el secarral lucha por salir para alimentar a los rebaños de cabras y ovejas que pastan buscando la vida entre piedras.
Y el agua que cae como maná me lleva hacía Essauira, joya portuguesa conservada entre murallas desde cuyas troneras asoman sus cañones con marca sevillana. De la Real Fábrica de Artillería de Sevilla, cañones que armaban a nuestras fuerzas y que eran orgullo de un imperio. Allí quedan, como testigos de la historia mirando cada puesta de sol que al oeste se escapa. Antaño fieros defensores de la plaza, orgullosa y hermosa, ahora montura infantil para jugar a piratas. Para perderse por sus callejuelas, callejones, patios y puertas poderosas. Cada rincón tiene tantas historias que parece que gritan calladas, con el comerciante de especias que te mira distraido o el vendedor de baratijas que con sonrisa amable te invita a pasar a su diminuta tienda, donde la apretada mercancía reposa esperando ser adquirida.
Sales por las puertas de la Medina, te adentras en su puerto y nada cambia, pero todo es distinto. El bullicio de las calles se transforma en el bullicio de los barcos. Cascarones viejos remachados hasta lo imposible, cientos de barcas azules como el cielo se aprietan unas frente a otras formando un curioso rebaño antes de darte de bruces con la selva de antenas, aparejos y redes de los barcos de mayor calado. El puerto es una marea de gentes, de mercancía recién llegada, de frutos del mar que tanto cuesta arrancar desde los viejos barcos y que llegan salvando un día más, con la única recompensa de volver a pescar al día siguiente.
Los niños juegan soñando ser pescadores alrededor de las redes que son hábilmente remendadas mientras sus padres miran al horizonte esperando todo lo contrario. Lejos de todo, al fondo, la inmensa bahía que forma Essauria deja paso a una playa tranquila en forma de media luna donde los lugareños pasean y juegan al fútbol con camisetas europeas viejas.
Vuelvo a mi hotel. Al Medina, donde el trato es exquisito, el sitio de ensueño y la compañía, la mejor. Un acierto y un gusto. Al despertar en mi estupenda habitación mi niño cogió una camiseta que lleva impreso nuestro escudo, y era su coraza para todo el día, no deja que se la tapemos aunque haga frío, sale orgulloso y se la enseña al personal del hotel, que lo miran divertidos mientras él se señala el escudo con fuerza, haciendo perder forma a la prenda.
Al abandonar el hotel, en su libro de visitas, en señal de agradecimiento, una corta nota empieza... Desde Sevilla, Ciudad del Betis...
Hoy he vuelto del sur, atrás quedaron los campos marroquíes, donde los rebaños pastan por todos lados, donde los niños van y vienen andando a la escuela, donde cada pueblo que la dura carretera atraviesa deja una imagen imborrable. Casas en medio de la nada de adobe, severas estructuras rectangulares sin un atisbo de adorno, descampados donde cuatro palos torcidos son testigos de otro partido más después del colegio, después del duro trabajo. A lo largo de la infinita carretera, los perfiles de los distintos lugareños que esperan como si llevasen días allí se van sucediendo sin parar.
Cuando la avenida principal que me lleva al centro de Rabat se hace patente, con su gentío, con la locura de sus conductores, con los motoristas que serpentean a tu alrededor, me hago a la idea de que ese sur que ha quedado en mi pensamiento ha terminado. Hoy, cogiendo prestado el ordenador de mi anfitriona, escribo estas líneas para intentar hacerme una idea de lo vivido, tanto en tan poco. Mañana saldré a vivir la Medina de Rabat, que aunque parezca más de lo mismo son otras mil historias, otras mil visiones de este mundo donde en un comercio de 15 metros cuadrados trabajan más personas que en muchos de cientos de metros allá en mi tierra. Volveré a ver las tiendas pequeñas, apretujadas y caóticas, de mil variedades de productos y enseres, todas con la sempiterna fotografía del gobernante, cuyo orden existe pero que es imposible para el occidental. Quizá pasee por la mezquita inacabada de nuevo, contemple la Torre Hassane y desde las murallas vea Sale al otro lado del río, y la playa. Quizá también en las compras necesarias incluya una camiseta del Raja Casablanca, uno de esos equipos que tienen la dicha de vestir de verdiblanco. Y quizá sea un regalo apreciado, seguro que sí.
Ahora estoy en casa de una bética, vecina de otro bético. Acá tan lejos, sienten lo que pasa en su equipo y lo sienten de veras. Porque béticos hay en todo el mundo y el escudo de las trece barras es reconocido y querido, a pesar de todo.
Y de nuevo volveré a Tanger, donde el barco que salta de un lado al otro del estrecho me deje en Algeciras, Al Jazeera, como era conocida por los árabes. Embocaré la ruta del toro y volveré a Dos Hermanas, a la rutina de todos los días con el regusto del Cous Cous, del Tagine, del té verde y de sus gentes.
Sobre las peladas planicies, donde la tierra agarra cada gota y la convierte en una brizna de hierba que entre el secarral lucha por salir para alimentar a los rebaños de cabras y ovejas que pastan buscando la vida entre piedras.
Y el agua que cae como maná me lleva hacía Essauira, joya portuguesa conservada entre murallas desde cuyas troneras asoman sus cañones con marca sevillana. De la Real Fábrica de Artillería de Sevilla, cañones que armaban a nuestras fuerzas y que eran orgullo de un imperio. Allí quedan, como testigos de la historia mirando cada puesta de sol que al oeste se escapa. Antaño fieros defensores de la plaza, orgullosa y hermosa, ahora montura infantil para jugar a piratas. Para perderse por sus callejuelas, callejones, patios y puertas poderosas. Cada rincón tiene tantas historias que parece que gritan calladas, con el comerciante de especias que te mira distraido o el vendedor de baratijas que con sonrisa amable te invita a pasar a su diminuta tienda, donde la apretada mercancía reposa esperando ser adquirida.
Sales por las puertas de la Medina, te adentras en su puerto y nada cambia, pero todo es distinto. El bullicio de las calles se transforma en el bullicio de los barcos. Cascarones viejos remachados hasta lo imposible, cientos de barcas azules como el cielo se aprietan unas frente a otras formando un curioso rebaño antes de darte de bruces con la selva de antenas, aparejos y redes de los barcos de mayor calado. El puerto es una marea de gentes, de mercancía recién llegada, de frutos del mar que tanto cuesta arrancar desde los viejos barcos y que llegan salvando un día más, con la única recompensa de volver a pescar al día siguiente.
Los niños juegan soñando ser pescadores alrededor de las redes que son hábilmente remendadas mientras sus padres miran al horizonte esperando todo lo contrario. Lejos de todo, al fondo, la inmensa bahía que forma Essauria deja paso a una playa tranquila en forma de media luna donde los lugareños pasean y juegan al fútbol con camisetas europeas viejas.
Vuelvo a mi hotel. Al Medina, donde el trato es exquisito, el sitio de ensueño y la compañía, la mejor. Un acierto y un gusto. Al despertar en mi estupenda habitación mi niño cogió una camiseta que lleva impreso nuestro escudo, y era su coraza para todo el día, no deja que se la tapemos aunque haga frío, sale orgulloso y se la enseña al personal del hotel, que lo miran divertidos mientras él se señala el escudo con fuerza, haciendo perder forma a la prenda.
Al abandonar el hotel, en su libro de visitas, en señal de agradecimiento, una corta nota empieza... Desde Sevilla, Ciudad del Betis...
Hoy he vuelto del sur, atrás quedaron los campos marroquíes, donde los rebaños pastan por todos lados, donde los niños van y vienen andando a la escuela, donde cada pueblo que la dura carretera atraviesa deja una imagen imborrable. Casas en medio de la nada de adobe, severas estructuras rectangulares sin un atisbo de adorno, descampados donde cuatro palos torcidos son testigos de otro partido más después del colegio, después del duro trabajo. A lo largo de la infinita carretera, los perfiles de los distintos lugareños que esperan como si llevasen días allí se van sucediendo sin parar.
Cuando la avenida principal que me lleva al centro de Rabat se hace patente, con su gentío, con la locura de sus conductores, con los motoristas que serpentean a tu alrededor, me hago a la idea de que ese sur que ha quedado en mi pensamiento ha terminado. Hoy, cogiendo prestado el ordenador de mi anfitriona, escribo estas líneas para intentar hacerme una idea de lo vivido, tanto en tan poco. Mañana saldré a vivir la Medina de Rabat, que aunque parezca más de lo mismo son otras mil historias, otras mil visiones de este mundo donde en un comercio de 15 metros cuadrados trabajan más personas que en muchos de cientos de metros allá en mi tierra. Volveré a ver las tiendas pequeñas, apretujadas y caóticas, de mil variedades de productos y enseres, todas con la sempiterna fotografía del gobernante, cuyo orden existe pero que es imposible para el occidental. Quizá pasee por la mezquita inacabada de nuevo, contemple la Torre Hassane y desde las murallas vea Sale al otro lado del río, y la playa. Quizá también en las compras necesarias incluya una camiseta del Raja Casablanca, uno de esos equipos que tienen la dicha de vestir de verdiblanco. Y quizá sea un regalo apreciado, seguro que sí.
Ahora estoy en casa de una bética, vecina de otro bético. Acá tan lejos, sienten lo que pasa en su equipo y lo sienten de veras. Porque béticos hay en todo el mundo y el escudo de las trece barras es reconocido y querido, a pesar de todo.
Y de nuevo volveré a Tanger, donde el barco que salta de un lado al otro del estrecho me deje en Algeciras, Al Jazeera, como era conocida por los árabes. Embocaré la ruta del toro y volveré a Dos Hermanas, a la rutina de todos los días con el regusto del Cous Cous, del Tagine, del té verde y de sus gentes.
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