Fue una mañana fría de febrero cuando aquel niño pobre de un barrio sevillano olvidado se levantó soñoliento para ir al colegio. El Barrio, Bellavista, era en esos años 60 un sitio donde se mezclaban los escombros con las casas casi señoriales. No se oía nada fuera. El niño, aterido con el frío de la mañana, echaba agua en la palangana detrás de la casa, metía sus manitas mezclando carne y agua buscando el aseo de todos los días. Encogiendo los hombros como buscando calor, sus pequeños homoplatos sobresalían detrás de la camiseta interior remendada con cariño por su madre. Fuerte por las orejas, le decía su abuelo todas las mañanas bajo la luz tenue de aquella bombilla desnuda que reinaba en la habitación. Corriendo, nuestro pequeño protagonista recorría por el corral vacío de gallinas a esas horas. Corría a buscar su cuatro galletas, su vaso de leche hervida el día anterior y calentada con cariño por la abuela. De memoria recordaba las tablas de multiplicar que Don Antonio esperaba oirle recitar. 7x1... 7x2... 7x3... Sus pies colgaban cuando se sentaba en aquella silla de nea que el abuelo arreglaba al sol de la mañana. La suya y la de los vecinos que se le acercaban y les pedían que los asientos de sus hogares tuvieran la nea apretada y ordenada, trenzada por las manos que en el campo andaluz todo lo aprendieron.
Esa fría mañana de febrero era viernes. Nuestro chiquillo ya había hecho lo que cada mañana esperaban de él, había arreglado el corral, recogido los webos que bien fritos esperaba comerlos a medio día. Se había acercado a por el pan en la panadería de Manolo, en la calle Borja. Lo traía caliente, y le gustaba, a pesar de los coscorrones de su abuelo, pegarle pellizquitos y sentir la masa húmeda en la boca.
Los viernes eran especiales, y éste más. Llegaba el fin de semana y nuestro pequeño amigo sabía que su abuelo lo llevaría a ver al Betis. Ese domingo jugaría con el Oviedo. No íbamos bien en la clasificación, pero qué más daba. El fin de semana sería una fiesta. El abuelo, con lo poco que sacaba de hacer sillas y cestos de mimbre pagaba para su nieto y para él el único lujo que se permitían. Ir al campo del Betis. La pobre pensión era para la casa.
Antes iba con su hijo, pero desde que el fatal accidente laboral que se lo llevó por delante en aquella obra maldita, la familia lo pasó mal, muy mal, muchas necesidades unidas a las que ya pasaban. Un nieto que se quedaba sin su padre, una nuera sin su marido, una casa sin el hombre que llevaba el jornal. El abuelo recordaba con furia cómo unos andamios de troncos podridos se llevaron por delante al mejor oficial de primera que había en el barrio. Ý era su hijo, el padre de su nieto. Su pequeño nieto que ahora cuidaba como si fuese de oro. Y ese domingo le tenía preparado algo especial, algo que había guardado desde que se lo regaló con su misma edad a su padre. Una gorra verdiblanca que compró con lo que se quitaba del vino de la tarde, cuando los amigos le hacían chistes jugando al dominó y que el abuelo, al sacarla de nuevo de aquel arcón, rompió a llorar como no lloraba desde que echaron la tierra sobre la caja de madera que cubría a su descendencia.
Esa mañana acompañó a su nieto al Prada Rico, el colegio que todavía existe en el llamado cruce del Caballo Blanco. El niño canturreaba para sí, 7x5... 7x6... más pendiente de sus labores que de ser viernes. El abuelo lo dejó en la puerta. Ese día lo besó y el niño, sorprendido lo vió alejarse como el hombretón que era. Sólo lo besaba el día de su cumpleaños y su santo. Era cariñoso y atento, pero no era besucón. Como los hombres de su época, mostraban a su modo sus formas de querer.
No se separaron en todo el fin de semana. El sábado el abuelo lo llevó a un sitio que siempre le gustaba. Al paso a nivel. Allí veía cómo los trenes de carga traqueteaban mientras se perdían e imaginaba lugares misteriosos y aventuras que vivirían los maquinistas, esos hombres que hoy estaban aquí y mañana en Barcelona. Uff, qué lejos.
El domingo despertó la casa como una bomba de alegría. Todos buscaron las ropas domingueras para hacer la visita a la Iglesia del Sagrado Corazón, como había que hacer. El abuelo andaba peleado con Dios desde lo de su hijo, pero no quería entristecer aun más a su mujer, que en el recogimiento de la misa encontraba el consuelo que no le dieron esos empresarios al entregarle a su hijo. Tras la misa y cuidando no ensuciar los zapatos brillantes de betún nuestro amiguito se fue a jugar a las canicas. Nuestro abuelo se acercó a la peña bética recién creada para hablar con sus amigos de los recuerdos de aquel Betis de la liga, de los tiempos no tan lejanos de tercera, de la alegría de estar en primera, del partido de por la tarde y veía de lejos como su nieto corría con la jauría de críos jugando a la barra.
Tras comer nervioso las migas que sabían a gloria de la abuela, esperaba viendo como paciente y sereno el abuelo se preparaba para el partido escuchando Radio Sevilla en el aparato marconi que le trajo un día de Algeciras aquel primo que iba y venía y siempre encontraba esas cosas que sólo tenían los americanos en las bases. Se presentaba un hueso duro, el Oviedo, que iba cuarto clasificado. Se fueron a la parada de autobuses de los amarillos a esperar a una de aquellas cafeteras que llevarían a cientos de béticos camino de Heliópolis, cubriendo la distancia que había entre Bellavista y Heiópolis. A nuestro niño le gustaba ver los campos inmensos que empezaban a brotar ese invierno. Trigo y más trigo entre Sevilla y Bellavista. Le gustaba ver los cuarteles con la actividad dominguera y la guardia en la puerta. Y le gustaba que le dejase en la glorieta, donde bajaba de la mano de su abuelo para dirigirse a gol sur, donde su abuelo, con su amigo Nicolás lo aupaban a la barandilla y sujeto por las manos poderosas de su abuelo veía sentado el partido.
Llegar al campo era algo mágico. Cuánto verde, igualito que el descampado donde entre piedras y balones llenos de trapo jugaba con los amigos en desafíos interminables. Por allí iba a salir Rogelio, o Pepín, y él se iba a volver loco a aplaudir. Pero esa tarde su abuelo antes de subirlo le dijo que tenía algo para él. Sacó de su gastado abrigo un paquetillo de tela y extrajo de él un paño verde y blanco. El niño se emocionó. Una gorra, una gorra del Betis, y era para él. Se la puso como el torero se pone la montera, como si hubiese sido suya toda la vida y aplaudió a Ríos cuando lo vió saltar al terreno de juego, a Luna, a Santaella, a Bohórquez y a Silva. Su gorra, la primera prenda que tenía de su Betis, ese Betis que conocía como si fuese un mundo enorme gracias al trabajo de su abuelo, que él sabía que se quedaba muchas noches alrededor de esas sillas sin culo que volvían a sus dueños siempre a plena satisfacción. Y aunque él le ayudaba acercándose al Guadaira a coger Nea y la secaba con cuidado en el corral, sabía del trabajo enorme de su abuelo para que viviese ese gol de Luna, esa diablura de Rogelio, esa genialidad de Ríos.
Ese tarde el Betis le ganó por dos goles a uno a todo un Oviedo. Esa tarde, cuando la luz cambiaba a noche cerrada a nuestro niño le pareció ver una cara conocida en el público, una cara que parecía que cuidaba de él, pero que se le escapaba cuando la buscaba. Le pareció verla dos veces, justo antes de los goles. Pero no dijo nada. Terminó el partido y en la parada, allí donde medio barrio esperaba, se agarraba con fuerza a la mano de su abuelo, que estaba de charla con su amigo Nicolás. Esta vez era una charla animosa, alegre, de partido ganado y trabajo bien hecho. Nuestro crío, con la mano que tenía libre acariciaba su gorra bética sin saber que había pertenecido a su padre, como le diría su madre años más tarde, más o menos cuando orgullosa, veía como el niño era ya hombre y empezaba la universidad.
De noche llegaron al barrio, cuyas farolas apenas dejaban ver las calles y de éstas, el barro que las cubría formando socavones traicioneros. Entró corriendo con las ganas de comerse el mundo y con él la cena. Pero se paró en seco, Una cara le resultó familiar, muy familiar, la había visto en el campo, la había sentido cercana y cálida, y estaba ahí en la foto amarillenta de la boda de su madre con... su padre. No lo podía creer, no era posible. Era... no podía ser, pero él lo había visto, allí, en el campo. Su madre lo encontró absorto mirando la foto de su boda, con la gorra verdiblanca cogida entre las manos. Para no asustarlo le preguntó si tenía hambre, el niño, tras varios segundos salió de su sorpresa y se alejó maravillado, se fue corriendo a su cuarto y debajo de la almohada guardó su gorra, su mayor tesoro.
Pasaron los años y el niño bético del barrio de Bellavista se hizo hombre, tuvo hijos y los llevó a ver a su Betis, no olvidó jamás su barrio, por el que trabajó todo lo que pudo para que, junto a sus vecinos, dotarlo de lo que la historia y los hombres lo tenían abandonado. No dejó de recordar durante todo este tiempo, ya en primera o en segunda, aquella tarde de domingo donde su abuelo le había regalado aquella gorra verdiblanca que los años y el destino quiso que se perdiese, pero no en el olvido.
La semana pasada, su hijo mayor, que tiene el nombre del hombre que lo crió, su abuelo, le ha dado una alegría grandísima, lo va a hacer abuelo. Abuelo, como el suyo. Abuelo, qué palabra más grande. Y el olor de la nea verde en el Guadaira se le vino a la memoria, la imagen del abuelo sentado al dominó en la peña, el pan caliente de Manolo en la calle Borja, las sienes blancas y las manos trabajadas, su mirada cada vez que le apoyaba en la barandilla del campo. Abuelo, qué grande eres.
Homenaje a tantos y tantos abuelos a los que les debemos tanto, tanto...
Esa fría mañana de febrero era viernes. Nuestro chiquillo ya había hecho lo que cada mañana esperaban de él, había arreglado el corral, recogido los webos que bien fritos esperaba comerlos a medio día. Se había acercado a por el pan en la panadería de Manolo, en la calle Borja. Lo traía caliente, y le gustaba, a pesar de los coscorrones de su abuelo, pegarle pellizquitos y sentir la masa húmeda en la boca.
Los viernes eran especiales, y éste más. Llegaba el fin de semana y nuestro pequeño amigo sabía que su abuelo lo llevaría a ver al Betis. Ese domingo jugaría con el Oviedo. No íbamos bien en la clasificación, pero qué más daba. El fin de semana sería una fiesta. El abuelo, con lo poco que sacaba de hacer sillas y cestos de mimbre pagaba para su nieto y para él el único lujo que se permitían. Ir al campo del Betis. La pobre pensión era para la casa.
Antes iba con su hijo, pero desde que el fatal accidente laboral que se lo llevó por delante en aquella obra maldita, la familia lo pasó mal, muy mal, muchas necesidades unidas a las que ya pasaban. Un nieto que se quedaba sin su padre, una nuera sin su marido, una casa sin el hombre que llevaba el jornal. El abuelo recordaba con furia cómo unos andamios de troncos podridos se llevaron por delante al mejor oficial de primera que había en el barrio. Ý era su hijo, el padre de su nieto. Su pequeño nieto que ahora cuidaba como si fuese de oro. Y ese domingo le tenía preparado algo especial, algo que había guardado desde que se lo regaló con su misma edad a su padre. Una gorra verdiblanca que compró con lo que se quitaba del vino de la tarde, cuando los amigos le hacían chistes jugando al dominó y que el abuelo, al sacarla de nuevo de aquel arcón, rompió a llorar como no lloraba desde que echaron la tierra sobre la caja de madera que cubría a su descendencia.
Esa mañana acompañó a su nieto al Prada Rico, el colegio que todavía existe en el llamado cruce del Caballo Blanco. El niño canturreaba para sí, 7x5... 7x6... más pendiente de sus labores que de ser viernes. El abuelo lo dejó en la puerta. Ese día lo besó y el niño, sorprendido lo vió alejarse como el hombretón que era. Sólo lo besaba el día de su cumpleaños y su santo. Era cariñoso y atento, pero no era besucón. Como los hombres de su época, mostraban a su modo sus formas de querer.
No se separaron en todo el fin de semana. El sábado el abuelo lo llevó a un sitio que siempre le gustaba. Al paso a nivel. Allí veía cómo los trenes de carga traqueteaban mientras se perdían e imaginaba lugares misteriosos y aventuras que vivirían los maquinistas, esos hombres que hoy estaban aquí y mañana en Barcelona. Uff, qué lejos.
El domingo despertó la casa como una bomba de alegría. Todos buscaron las ropas domingueras para hacer la visita a la Iglesia del Sagrado Corazón, como había que hacer. El abuelo andaba peleado con Dios desde lo de su hijo, pero no quería entristecer aun más a su mujer, que en el recogimiento de la misa encontraba el consuelo que no le dieron esos empresarios al entregarle a su hijo. Tras la misa y cuidando no ensuciar los zapatos brillantes de betún nuestro amiguito se fue a jugar a las canicas. Nuestro abuelo se acercó a la peña bética recién creada para hablar con sus amigos de los recuerdos de aquel Betis de la liga, de los tiempos no tan lejanos de tercera, de la alegría de estar en primera, del partido de por la tarde y veía de lejos como su nieto corría con la jauría de críos jugando a la barra.
Tras comer nervioso las migas que sabían a gloria de la abuela, esperaba viendo como paciente y sereno el abuelo se preparaba para el partido escuchando Radio Sevilla en el aparato marconi que le trajo un día de Algeciras aquel primo que iba y venía y siempre encontraba esas cosas que sólo tenían los americanos en las bases. Se presentaba un hueso duro, el Oviedo, que iba cuarto clasificado. Se fueron a la parada de autobuses de los amarillos a esperar a una de aquellas cafeteras que llevarían a cientos de béticos camino de Heliópolis, cubriendo la distancia que había entre Bellavista y Heiópolis. A nuestro niño le gustaba ver los campos inmensos que empezaban a brotar ese invierno. Trigo y más trigo entre Sevilla y Bellavista. Le gustaba ver los cuarteles con la actividad dominguera y la guardia en la puerta. Y le gustaba que le dejase en la glorieta, donde bajaba de la mano de su abuelo para dirigirse a gol sur, donde su abuelo, con su amigo Nicolás lo aupaban a la barandilla y sujeto por las manos poderosas de su abuelo veía sentado el partido.
Llegar al campo era algo mágico. Cuánto verde, igualito que el descampado donde entre piedras y balones llenos de trapo jugaba con los amigos en desafíos interminables. Por allí iba a salir Rogelio, o Pepín, y él se iba a volver loco a aplaudir. Pero esa tarde su abuelo antes de subirlo le dijo que tenía algo para él. Sacó de su gastado abrigo un paquetillo de tela y extrajo de él un paño verde y blanco. El niño se emocionó. Una gorra, una gorra del Betis, y era para él. Se la puso como el torero se pone la montera, como si hubiese sido suya toda la vida y aplaudió a Ríos cuando lo vió saltar al terreno de juego, a Luna, a Santaella, a Bohórquez y a Silva. Su gorra, la primera prenda que tenía de su Betis, ese Betis que conocía como si fuese un mundo enorme gracias al trabajo de su abuelo, que él sabía que se quedaba muchas noches alrededor de esas sillas sin culo que volvían a sus dueños siempre a plena satisfacción. Y aunque él le ayudaba acercándose al Guadaira a coger Nea y la secaba con cuidado en el corral, sabía del trabajo enorme de su abuelo para que viviese ese gol de Luna, esa diablura de Rogelio, esa genialidad de Ríos.
Ese tarde el Betis le ganó por dos goles a uno a todo un Oviedo. Esa tarde, cuando la luz cambiaba a noche cerrada a nuestro niño le pareció ver una cara conocida en el público, una cara que parecía que cuidaba de él, pero que se le escapaba cuando la buscaba. Le pareció verla dos veces, justo antes de los goles. Pero no dijo nada. Terminó el partido y en la parada, allí donde medio barrio esperaba, se agarraba con fuerza a la mano de su abuelo, que estaba de charla con su amigo Nicolás. Esta vez era una charla animosa, alegre, de partido ganado y trabajo bien hecho. Nuestro crío, con la mano que tenía libre acariciaba su gorra bética sin saber que había pertenecido a su padre, como le diría su madre años más tarde, más o menos cuando orgullosa, veía como el niño era ya hombre y empezaba la universidad.
De noche llegaron al barrio, cuyas farolas apenas dejaban ver las calles y de éstas, el barro que las cubría formando socavones traicioneros. Entró corriendo con las ganas de comerse el mundo y con él la cena. Pero se paró en seco, Una cara le resultó familiar, muy familiar, la había visto en el campo, la había sentido cercana y cálida, y estaba ahí en la foto amarillenta de la boda de su madre con... su padre. No lo podía creer, no era posible. Era... no podía ser, pero él lo había visto, allí, en el campo. Su madre lo encontró absorto mirando la foto de su boda, con la gorra verdiblanca cogida entre las manos. Para no asustarlo le preguntó si tenía hambre, el niño, tras varios segundos salió de su sorpresa y se alejó maravillado, se fue corriendo a su cuarto y debajo de la almohada guardó su gorra, su mayor tesoro.
Pasaron los años y el niño bético del barrio de Bellavista se hizo hombre, tuvo hijos y los llevó a ver a su Betis, no olvidó jamás su barrio, por el que trabajó todo lo que pudo para que, junto a sus vecinos, dotarlo de lo que la historia y los hombres lo tenían abandonado. No dejó de recordar durante todo este tiempo, ya en primera o en segunda, aquella tarde de domingo donde su abuelo le había regalado aquella gorra verdiblanca que los años y el destino quiso que se perdiese, pero no en el olvido.
La semana pasada, su hijo mayor, que tiene el nombre del hombre que lo crió, su abuelo, le ha dado una alegría grandísima, lo va a hacer abuelo. Abuelo, como el suyo. Abuelo, qué palabra más grande. Y el olor de la nea verde en el Guadaira se le vino a la memoria, la imagen del abuelo sentado al dominó en la peña, el pan caliente de Manolo en la calle Borja, las sienes blancas y las manos trabajadas, su mirada cada vez que le apoyaba en la barandilla del campo. Abuelo, qué grande eres.
Homenaje a tantos y tantos abuelos a los que les debemos tanto, tanto...
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