El Beticismo se forja en derrotas como la de anoche. Dolorosa, vilmente cruel y, por qué no negarlo, inesperada después del resultado de la ida. En mi familia no tengo ningún antecedente bético. Es más, hasta la generación de mi padre y mis tíos a ninguno le gustaba el fútbol.
Entendí lo que significa el Betis en una noche de verano del 89 tras perder una Promoción con el Tenerife. Luego he recorrido toda España con mi equipo, en Primera y en Segunda. He vivido ascensos, casi descensos como el de Santander, he sentido el placer de tocar las estrellas en Europa en Liverpool, Alkmaar, Guimarães o Lyon. He visto cómo en Madrid se cumplía en 2005 un sueño, levantar un título, que durante muchos años creía inalcanzable. Y también he presenciado varias victorias en el estadio del eterno rival cuando todo el mundo nos concedía el papel de víctimas, la última hace una semana.
Pero aparte del partido contra el Tenerife, el que se me quedó grabado a fuego en la memoria fue la final de Copa del 97 en el Bernabéu contra el Barcelona. Desde entonces y hasta ayer, a pesar de decepciones de todo tipo, no sentía una frustración y abatimiento tan grandes. Aquella noche viví en primera persona cómo se esfumaba la gloria cuando ya la tocábamos con las manos. Cómo un futbolista del que se reía media España, Amunike, enviaba un tiro cruzado que se iba a saque de banda, con la mala fortuna de un rebote en Merino que permitió a Figo marcar a puerta vacía el definitivo 3-2.
Esa noche, como la de ayer, marcó mi sentir hacia el Betis. Terminó el partido y con la voz entrecortada emprendí el camino hacia mi habitación. Y ya en soledad rompí a llorar preguntándome una y otra vez qué habíamos hecho para merecer semejante suerte. Aquel día fue imposible conciliar el sueño, pero sirvió para fortalecer mis vínculos con el Betis. En frío, saqué muchas conclusiones positivas como el hecho de que un club humilde y con muy poquitos recursos hubiese puesto contra las cuerdas a uno de los clubes más grandes del fútbol mundial. Pero sobre todo, el orgullo de ver que los béticos eran mayoría sobre los culés en el Bernabéu.
Del varapalo de ayer apenas se pueden sacar lecturas positivas. Fuimos incapaces de plantar cara desde el primer minuto a un equipo de la zona media de la Primera División, en nuestra casa y con un estadio que empujaba como nunca. Metimos el culo atrás desde el pitido inicial, dando por hecha una superioridad del rival que no se corresponde con la realidad, al menos en un envite con todas las connotaciones del primer Euroderbi en el Villamarín. Y fallamos en el momento clave, en la suerte de los penaltis.
Ya uno, 17 años después y con canas, no llora por el fútbol. Aunque eso no quiere decir que no te duela una decepción como la de ayer como pocas cosas en la vida pueden dolerte. Pero, pese a todo, hoy me siento más bético que cuando a las 21:05 de la noche sonaba a capela nuestro himno, cantado con rabia, desde lo más profundo del corazón por 40.000 almas.
Y sé que nos levantaremos, que la historia se revertirá y que, aunque puede que incluso yo no lo vea, otras generaciones disfrutarán de un Betis grande en todos los sentidos. Y que llegará ese día en que los que mandan y los que se ponen la camiseta estarán a la altura de una masa social que ayer se desplazó desde todos los rincones de España para acompañarlo. Una afición de raza y que nunca falla, pase lo que pase.
Entendí lo que significa el Betis en una noche de verano del 89 tras perder una Promoción con el Tenerife. Luego he recorrido toda España con mi equipo, en Primera y en Segunda. He vivido ascensos, casi descensos como el de Santander, he sentido el placer de tocar las estrellas en Europa en Liverpool, Alkmaar, Guimarães o Lyon. He visto cómo en Madrid se cumplía en 2005 un sueño, levantar un título, que durante muchos años creía inalcanzable. Y también he presenciado varias victorias en el estadio del eterno rival cuando todo el mundo nos concedía el papel de víctimas, la última hace una semana.
Pero aparte del partido contra el Tenerife, el que se me quedó grabado a fuego en la memoria fue la final de Copa del 97 en el Bernabéu contra el Barcelona. Desde entonces y hasta ayer, a pesar de decepciones de todo tipo, no sentía una frustración y abatimiento tan grandes. Aquella noche viví en primera persona cómo se esfumaba la gloria cuando ya la tocábamos con las manos. Cómo un futbolista del que se reía media España, Amunike, enviaba un tiro cruzado que se iba a saque de banda, con la mala fortuna de un rebote en Merino que permitió a Figo marcar a puerta vacía el definitivo 3-2.
Esa noche, como la de ayer, marcó mi sentir hacia el Betis. Terminó el partido y con la voz entrecortada emprendí el camino hacia mi habitación. Y ya en soledad rompí a llorar preguntándome una y otra vez qué habíamos hecho para merecer semejante suerte. Aquel día fue imposible conciliar el sueño, pero sirvió para fortalecer mis vínculos con el Betis. En frío, saqué muchas conclusiones positivas como el hecho de que un club humilde y con muy poquitos recursos hubiese puesto contra las cuerdas a uno de los clubes más grandes del fútbol mundial. Pero sobre todo, el orgullo de ver que los béticos eran mayoría sobre los culés en el Bernabéu.
Del varapalo de ayer apenas se pueden sacar lecturas positivas. Fuimos incapaces de plantar cara desde el primer minuto a un equipo de la zona media de la Primera División, en nuestra casa y con un estadio que empujaba como nunca. Metimos el culo atrás desde el pitido inicial, dando por hecha una superioridad del rival que no se corresponde con la realidad, al menos en un envite con todas las connotaciones del primer Euroderbi en el Villamarín. Y fallamos en el momento clave, en la suerte de los penaltis.
Ya uno, 17 años después y con canas, no llora por el fútbol. Aunque eso no quiere decir que no te duela una decepción como la de ayer como pocas cosas en la vida pueden dolerte. Pero, pese a todo, hoy me siento más bético que cuando a las 21:05 de la noche sonaba a capela nuestro himno, cantado con rabia, desde lo más profundo del corazón por 40.000 almas.
Y sé que nos levantaremos, que la historia se revertirá y que, aunque puede que incluso yo no lo vea, otras generaciones disfrutarán de un Betis grande en todos los sentidos. Y que llegará ese día en que los que mandan y los que se ponen la camiseta estarán a la altura de una masa social que ayer se desplazó desde todos los rincones de España para acompañarlo. Una afición de raza y que nunca falla, pase lo que pase.
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