Benito Villamarín, al final de La Palmera: Nombre que da título a una miríada de hombres y mujeres de toda clase, índole y condición que, cada cierto tiempo, se reúnen en libertad en torno a un sentimiento común ya sea físicamente, en espíritu a cientos y miles de kilómetros de distancia e, incluso, desde más altas instancias que, a día de hoy, nos están vedadas, las mismas que cuando llegue el día abrirán sus puertas a toda la gente de bien que profesamos esta doctrina aglutinadora: Nuestro Betis.
Nuestro Betis: Nuestro Credo. No es un credo de fe, ni tampoco una religión. Los béticos no pedimos milagros o ayuda: los béticos ofrecemos nuestra voz, nuestra fuerza, nuestro corazón y nuestra alma de forma gratuita a lo que entre todos conformamos, una verdiblanca legión que considera que eso es, en esencia, bueno. Hay quien piensa que podría haber un premio a ese esfuerzo que justificaría ese gesto de devoción, un premio en forma de ciertas prebendas materiales en función a lo que haga un equipo de fútbol designado para el entretenimiento de la masa bética durante sus celebraciones. Esto, en efecto, es falso, como la historia se encarga de demostrar de manera incontestable.
Más bien creemos, sin temor a equivocarnos, que se trata de la eterna búsqueda del Rayo Verde, donde es más importante el viaje que el destino. Hay constancia histórica, eso sí, de béticos que lo han visto de manera masiva en el 35 o el 77 o individualmente, al cruzar una esquina en Nueva York y encontrarse con uno de nuestros atuendos ceremoniales, o al escuchar a un niño pequeño que con un “Beti, Beti” muestra su adhesión inquebrantable y eterna a nuestro viaje común. Por desgracia, esos momentos son difícilmente previsibles, y por eso es por lo que cada viajante, incansable, en cada etapa del camino va realizando sus pequeños rituales, sonriendo ante la perspectiva de que ése sea el día en el que se revele el sentido del viaje, por muy oscura que haya sido la noche anterior.
Los rituales: Como hemos dicho, la heterogénea masa verdiblanca, en su viaje, tiene rituales tan variados como lo son los entes que la forman. Dentro de estos rituales hay algunos más extendidos y otros menos, pero como béticos de bien consideramos que cada uno de ellos resulta propiciatorio para el buen término del viaje y asistimos, con agrado, a los esfuerzos de todos y cada uno de nuestros compañeros con el objetivo único de llevar a buen puerto este navío. Aclarado esto, resulta curioso y digno de estudio como tan distintos esfuerzos puedan ser utilizados para un mismo fin de manera espontánea. Así, vemos gente que viste nuestros colores ceremoniales, otros que ondean bufandas y banderas al viento, otros que cantan sin desfallecimiento y otros (por momentos, todos) que se rebelan ante las injusticias y obstáculos del viaje, que no son pocos, todo sea dicho.
Pero entre todos estos rituales, hay uno que parece pequeño, uno que se repite en medio de la más abrupta tormenta o en la calma más relajada. Y ese pequeño ritual, tan común y repetido que parece no ser importante, es respetado y reverenciado por todos los que formamos este sentimiento. Un momento en que todos los béticos hacen un alto en el camino, en el que el tiempo parece detenerse, y echan mano de curiosos y variopintos paquetes y los desenvuelven con cariño, como no podía ser de otra manera. Y de esos paquetes sale el solaz en la lucha, el asueto del guerrero, el momento en que miramos atrás y adelante e intentamos entender ese tramo del viaje y nos preparamos para seguir adelante. Es el momento del descanso, es la hora del bocadillo.
El bocadillo: Preparado con maestría por madres amantísimas, solícitas esposas, adorados hijos e hijas, bocateros a lo largo y ancho de nuestro barco o por uno mismo, ha sido, sin duda, un infalible compañero en este viaje de más de cien años, en etapas de ensueño, de pesadillas, de risas, de lágrimas, de amor o de odio. Estaba ahí cuando el primer bético gritó con la intención de apoyar a esos tipos raros que jugaban foot-ball vestidos de azul entre tablas y sigue ahí. Y estoy bastante seguro de que cuando llegue la hora final, el tipo que eche la llave a todo llevará una bolita de papel aluminio en la mano. Y quizás hayamos encontrado el Rayo Verde o no, pero habremos disfrutado el viaje. Y ese bocadillo habrá tenido mucho que ver.
Así que yo te pregunto, bético o bética, en el descanso del viaje, como el niño que sale al recreo después de un más o menos productivo día de clase:
¿De qué es el tuyo?
Nuestro Betis: Nuestro Credo. No es un credo de fe, ni tampoco una religión. Los béticos no pedimos milagros o ayuda: los béticos ofrecemos nuestra voz, nuestra fuerza, nuestro corazón y nuestra alma de forma gratuita a lo que entre todos conformamos, una verdiblanca legión que considera que eso es, en esencia, bueno. Hay quien piensa que podría haber un premio a ese esfuerzo que justificaría ese gesto de devoción, un premio en forma de ciertas prebendas materiales en función a lo que haga un equipo de fútbol designado para el entretenimiento de la masa bética durante sus celebraciones. Esto, en efecto, es falso, como la historia se encarga de demostrar de manera incontestable.
Más bien creemos, sin temor a equivocarnos, que se trata de la eterna búsqueda del Rayo Verde, donde es más importante el viaje que el destino. Hay constancia histórica, eso sí, de béticos que lo han visto de manera masiva en el 35 o el 77 o individualmente, al cruzar una esquina en Nueva York y encontrarse con uno de nuestros atuendos ceremoniales, o al escuchar a un niño pequeño que con un “Beti, Beti” muestra su adhesión inquebrantable y eterna a nuestro viaje común. Por desgracia, esos momentos son difícilmente previsibles, y por eso es por lo que cada viajante, incansable, en cada etapa del camino va realizando sus pequeños rituales, sonriendo ante la perspectiva de que ése sea el día en el que se revele el sentido del viaje, por muy oscura que haya sido la noche anterior.
Los rituales: Como hemos dicho, la heterogénea masa verdiblanca, en su viaje, tiene rituales tan variados como lo son los entes que la forman. Dentro de estos rituales hay algunos más extendidos y otros menos, pero como béticos de bien consideramos que cada uno de ellos resulta propiciatorio para el buen término del viaje y asistimos, con agrado, a los esfuerzos de todos y cada uno de nuestros compañeros con el objetivo único de llevar a buen puerto este navío. Aclarado esto, resulta curioso y digno de estudio como tan distintos esfuerzos puedan ser utilizados para un mismo fin de manera espontánea. Así, vemos gente que viste nuestros colores ceremoniales, otros que ondean bufandas y banderas al viento, otros que cantan sin desfallecimiento y otros (por momentos, todos) que se rebelan ante las injusticias y obstáculos del viaje, que no son pocos, todo sea dicho.
Pero entre todos estos rituales, hay uno que parece pequeño, uno que se repite en medio de la más abrupta tormenta o en la calma más relajada. Y ese pequeño ritual, tan común y repetido que parece no ser importante, es respetado y reverenciado por todos los que formamos este sentimiento. Un momento en que todos los béticos hacen un alto en el camino, en el que el tiempo parece detenerse, y echan mano de curiosos y variopintos paquetes y los desenvuelven con cariño, como no podía ser de otra manera. Y de esos paquetes sale el solaz en la lucha, el asueto del guerrero, el momento en que miramos atrás y adelante e intentamos entender ese tramo del viaje y nos preparamos para seguir adelante. Es el momento del descanso, es la hora del bocadillo.
El bocadillo: Preparado con maestría por madres amantísimas, solícitas esposas, adorados hijos e hijas, bocateros a lo largo y ancho de nuestro barco o por uno mismo, ha sido, sin duda, un infalible compañero en este viaje de más de cien años, en etapas de ensueño, de pesadillas, de risas, de lágrimas, de amor o de odio. Estaba ahí cuando el primer bético gritó con la intención de apoyar a esos tipos raros que jugaban foot-ball vestidos de azul entre tablas y sigue ahí. Y estoy bastante seguro de que cuando llegue la hora final, el tipo que eche la llave a todo llevará una bolita de papel aluminio en la mano. Y quizás hayamos encontrado el Rayo Verde o no, pero habremos disfrutado el viaje. Y ese bocadillo habrá tenido mucho que ver.
Así que yo te pregunto, bético o bética, en el descanso del viaje, como el niño que sale al recreo después de un más o menos productivo día de clase:
¿De qué es el tuyo?
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