Darío esperaba con la impaciencia de sus seis añitos que los reyes hicieran cumplida visita a su casa en la noche más mágica de todas. Como bético, había pedido una camiseta de su equipo y un balón para poder jubilar el otro, el que a base de patadas lo tenía totalmente destrozado. Sus padres habían insistido en acostarlo y él se negaba a quedarse dormido, hacía lo imposible, cerraba los ojos y no podía.

Junto a tres vasos de leche y un buen trozo de bizcocho dejó su camisetita del Betis, la que ponía una M y que su papá le había dicho que él la había llevado puesta. Era viejita, pero a Darío le gustaba mucho y quería que los reyes no se equivocasen de equipo, porque Jose Mari, su vecinito, era sevillista y también irían los reyes a verlo.

Tras muchos intentos, cayó rendido al sueño y la noche mágica siguió su curso. Un resplandor iluminó el salón de la familia y tres figuras majestuosas aparecieron con regalos en casa de Darío. Baltasar, el más futbolero de los tres sacó de sus alforjas una pequeña camisetita verdiblanca y con delicadeza la situó en un sitio visible. Mientras tanto, los otros dos Reyes Magos aliviaban sus gargantas con la leche y el bizcocho. Melchor entendió que la camisetita vieja era para llevársela y así hizo…

Cuando se disponían a marcharse Darío se despertó y salió corriendo al salón, cogió su camiseta nueva y en el preciso instante que las figuras se desdibujaban en medio de un resplandor cegador Darío echó en falta su camisetita vieja y, sin dudarlo, con su pijamita y sus zapatillas, se agarró a un rayo que se esforzaba por disolverse en la nada. Darío se vió catapultado a otra habitación que no conocía y se estampó contra un mullido cojín en un sillón. Escondido tras él contemplaba cómo los Reyes Magos dejaban regalos a los niños y reían encantados con los detalles que les dejaban los niños.

Agarrado al último rayo del resplandor mágico de los Reyes, Darío iba pasando de casa en casa, esperando el momento de meter la mano en las alforjas y recuperar la camiseta que perteneció a su padre y que le regaló su abuelo. Su obstinación era tremenda y le hizo perder el miedo a las casas extrañas, a pasar de hogares humildes a otros más lujosos. Y siempre intentaba hacer lo posible por meter la mano en las alforjas, pero no había manera.

Casi amanecía cuando sus majestades, en otro salto mágico de la noche de Reyes, aparecieron en la casa de Óscar, un chico de familia muy pobre, Melchor fue a buscar en sus alforjas y encontró una muñeca. Sabían los Reyes que Óscar no era chico de muñecas y rebuscaron, pero las alforjas estaban vacías. Entonces, Melchor recordó la camiseta vieja y antes de no dejarle nada que no le gustase, depositó ésta en la humilde estancia. Darío, esta vez, fue a parar a la habitación de Óscar, y se quedó mirándola. No tenía ninguna de las comodidades de las que el disfrutaba y que creía que todos los niños tenían, hacía frío y la entrada a la habitación la cubría una manta a modo de puerta.

Darío salió con cuidado de no despertarlo y se escondió detrás de una mesa de camilla donde los Reyes, entristecidos, no habían podido completar ese año su cometido. Pero el niño, cuando los reyes ya se introducían en el resplandor mágico dejó su camiseta nueva del Real Betis y cogió la viejita, la que había pertenecido a su padre, y se agarró al rayo de luz mientras Óscar, con la boca abierta, miraba asombrado un niño envuelto en un rayo verdiblanco.

Óscar saltaba de alegría con su camiseta nueva del Betis y el Rayo Mágico catapultó a Darío a su cama donde agarrado con fuerza a su camiseta viejita, sonreía. Feliz, salió corriendo al salón y encontró a Baltasar allí, que con cariño le besó en la frente antes de desaparecer en el rayo de luz.

Al día siguiente, el seis de enero, Darío salió a la calle con su camiseta viejita, como si fuese nueva, sin saber si lo había soñado o si de verdad Óscar, en algún lugar, correteaba detrás de un balón con su camiseta nueva, la camiseta del Real Betis Balompié.