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El vía crucis verdiblanco sigue sus especiales estaciones de penitencia. Como si un Diós inmisericorde se hubiese fijado en tantas y tantas falsas creencias, falsos profetas y promesas más falsas todavía, los béticos iniciaron hace mucho su camino al monte Calvario.

Lejos quedan aquellos días que las palabras del falso profeta, incluso amparado en la comunicación directa con el propio Dios nos hiciera sentir que éramos el pueblo más que elejido. Así, en nuestro particular Sodoma disfrutamos de un éxito colectivo que inmediatamente se apropió, de unas fiestas para recordar más al vecino que a nosotros mismos. Pero el mesias iba quemando poco a poco sus trucos de hechicero al mismo tiempo que expulsaba de su lado a aquellos que sin llegar a la gloria, si lo acercaban a la normalidad.

Y nuestro quinario empezó como empieza todo aquel mal que no te lo crees, que no va contigo, que piensas que es cosa de otros. Nuestro mesias no nos podía engañar, no nos podía abandonar, no nos podía mentir… Y lo hizo. Lo hizo con una cadencia tal que hasta se creía sus mentiras. A cada bético que veía la luz lo expulsaba de ese tubo catadióptrico, de esa visión estereoscópica verdiblanca en la que si no ves lo que hay que ver es que no eres lo que tienes que ser. Y el pueblo otrora elegido vuelve a ser de nuevo elegido, elegido para caminar paralelo a la gran cabalgata que se va ajando a cada paso, a las fanfarrias que suenan a tres pesetas, a los nuevos inquilinos que no saben del casero. Camina paralelo porque aquello en lo que el profeta quiso fálsamente encarnarse va dentro de la cavalgata, dentro de una caja de madera vieja, con un candado de siete llaves.

Es un escudo que tiene dentro la esencia de un millón de almas, la magia de más de cien años, el futuro en verdiblanco de toda una generación. Y acompañándolo, en paralelo, cada vez van más béticos, cada vez caminan descalzos o ayudados, empujando una penitencia que ni quisieron ni le prometieron, pero que la llevan con tantísima dignidad que es lo que asusta a quien lleva esa carreta desparejada de agrio disparate. Cada vez más béticos en paralelo, cada vez más béticos sufriendo en silencio porque no se apague la luz del escudo, aunque la lleve el portador de la luz más negra que este pueblo ha conocido.