Guillermo Quintana Lacacci o la evolución de un profesional…..
En la mañana del 29 de enero de 1984, el ex Capitán General retirado Guillermo Quintana Lacacci salía de Misa dominical del brazo de su esposa, María Elena Ramos, de la Parroquia de Cristo Rey de Madrid, tal y como acostumbraba desde hacía muchos años. Tras su pase a la reserva por razones de edad 24 meses antes, el discreto militar mantenía una vida cotidiana rutinaria y ciertamente disciplinada; aunque, semanas antes, había comentado en su círculo más íntimo que había notado la presencia sospechosa de un individuo sobre una motocicleta que merodeaba por los alrededores de la Parroquia.
Tras caminar unos metros a la salida del templo, dos terroristas del comando Argala de ETA, Henri Parot y Juan Lorenzo Lasa, lo abordaron por la espalda disparándole en la cabeza. Cuando Quintana Lacacci cayó al suelo fue rematado delante de su esposa, quien se abalanzó sobre Parot resultando herida leve, al igual que el coronel retirado de 64 años, Ángel Francisco Gil, tras un breve tiroteo. El matrimonio iba sin escolta, y el ex capitán general retirado llevaba una pequeña pistola en uno de los bolsillos de su amplio abrigo de invierno, a la que se había aferrado, sin tener tiempo si quiera de reaccionar, justo antes de morir.
Guillermo Quintana Lacacci no era un demócrata de nacimiento, tampoco lo fue de conversión, pero sí fue capaz de evolucionar más y mejor que muchos de sus compañeros de armas que observaron el fin del Franquismo y el advenimiento de la democracia como una humillación. Nacido en Ferrol en 1917, hijo y nieto de militares, se formó militar e ideológicamente cercano a Falange, fue un entusiasta rebelde de la legalidad y legitimidad republicana en su juventud, y fue condecorado por su hoja de servicios en la División Azul. Su padre, Guillermo Quintana Pardo fue Gobernador Militar de la provincia de Ourense, y su familia presume de haber sido de los pocos militares rebeldes con responsabilidades que no denunció a nadie durante esos oscuros años guerracivilistas.
Durante 26 años, Quintana Lacacci formó parte de la escolta del dictador Franco, del que fue incondicional seguidor –se refería a él como “Caudillo” permanentemente-, aunque su perfil ideológico dentro de la cúpula militar evolucionó hasta convertirse en uno de los apoyos militares más importantes del Rey cuando éste asumió la Jefatura del Estado en 1975. Quintana era leal y disciplinado, y si “ahora tocaba un Rey y un régimen democrático, pues había que defenderlos”. Su posicionamiento monárquico y su apoyo al gobierno de Suárez y a sus reformas le provocaron no pocos momentos amargos delante de sus compañeros, algunos de ellos de armas en la Guerra Civil y en la Unión Soviética, que le dieron la espalda en numerosas ocasiones, sobre todo a raíz de la desarticulación de la Operación Galaxia, previa del 23 F.
A pesar de los rumores, de los ruidos de sables, de la dimisión del presidente Suárez , y de las previas intentonas golpistas, esa tarde del 23 de febrero de 1981, Quintana Lacacci se sorprende cuando, encontrándose en su despacho de máximo responsable de la Región Militar I acompañado de su hombre de confianza, el General Sáenz de Tejada, recibe la noticia del asalto al Congreso, el secuestro del Gobierno y de todos/as los/as diputados/as, y lo que era aún peor, del inicio de movimientos extraños en la Acorazada Brunete, la unidad militar más potente del país, cercana a la capital, y pieza clave en la defensa de la misma. Cuando Quintana Lacacci se entera de que el General Juste ha autorizado la salida de carros de combate de la base de El Goloso, a menos de 20 kilómetros de Madrid, llama inmediatamente a su subordinado para pedirle explicaciones. Juste, dubitativo y amedrentado por la presencia en la base del Comandante Pardo Zancada, del Coronel San Martín, y sobre todo del ex jefe de la Brunete, General Torres Rojas (quien había abandonado su destino en La Coruña para dirigir de facto “su” unidad, sin pedir permiso), los tres fervientes involucionistas, alcanza a divagar acerca del presunto apoyo del Rey a la asonada, del liderazgo del General y ex secretario real Alfonso Armada, y del Capitán General de la región de Valencia, Jaime Milans del Bosch.
Quintana ordena a Juste que mantenga las tropas en el cuartel, y seguidamente llama al General Fernando Ortiz Call, jefe de la Brigada XII de la Brunete, que ya tenía carros de combate en la calle, para que vuelva inmediatamente a la base. 40 minutos después de ambas conversaciones telefónicas, el Rey se puso en contacto con el capitán general para confirmarle que algunas personas estaban “usando su nombre indebidamente”, y que debía mantener a las tropas de su región acuarteladas. Las siguientes horas Quintana Lacacci se dedica a ponerse en contacto con otros compañeros Capitanes Generales, entre los que encuentra respuestas ambiguas, como si esperasen un hecho que les motivara a sacar sus recursos a las calles, tal y como había hecho Milans del Bosch en Valencia.
Quintana Laccaci le preguntó a Milans la razón por la cual los tanques estaban “paseando” por la ciudad del Turia; Milans le negó la mayor, lo que provocó las iras de Quintana, que le reprochó haberle mentido descaradamente -“pero Jaime, si lo estoy viendo por televisión”, exclamó- y apeló a sus años de armas juntos para que entrase en razón. Ante la negativa de Milans, Quintana Lacacci volvió a centrarse en mantener bajo control a la Brunete, y ante la respuesta de nuevo ambigua acerca de la lealtad de ésta al orden constitucional, Quintana montó en cólera de nuevo e hizo caer una lluvia de improperios sobre el General Juste, que estaba siendo presionado hasta el límite por Torres Rojas, San Martín y Pardo Zancada, dispuestos a salir a la calle para tomar la capital. Cuando el Capitán General se entera de que Torres Rojas está, lo que se dice vulgarmente, metiendo cizaña en un puesto que no es el suyo no puede contener la ira y sube varios grados el nivel de improperios vía telefónica, para finalmente ordenarle que abandone Madrid a la voz de “ya” bajo amenaza de ir personalmente a arrestarlo. En pocos minutos, el General golpista se encuentra en un vuelo regular de vuelta a La Coruña, donde sería detenido poco después.
Quintana Lacacci no pudo evitar, sin embargo, una última acción quijotesca protagonizada por el Comandante Pardo Zancada, que ante el fracaso de sus superiores, se unió por su cuenta y riesgo, alrededor de la 1.35 de la madrugada, a los secuestradores en el Congreso con 14 vehículos ligeros y 100 hombres, rompiendo pacíficamente el cerco que la policía y la Guardia Civil mantenían en la Carrera de San Jerónimo. Se da la circunstancia de que el Rey ya ha emitido el mítico mensaje televisivo que quedará para la historia. Habida cuenta de que la entrada en acción de la Acorazada Brunete era el hecho que el resto de capitanes generales esperaba para unirse al golpe, puede decirse que la actuación de Quintana Lacacci fue esencial en los primeros momentos del contragolpe, momentos clave para provocar el fracaso de la intentona.
Un año después, en el acto final de su carrera militar, Quintana Lacacci llevó a cabo un discurso en el que leyó varios artículos de la Constitución a los que dentro de poco pasarían a ser sus ex subordinados. En esos artículos se contenía la esencia misma del Ejército en un estado democrático; defensa de la unidad de la patria, defensa de la Constitución y de los derechos y libertades que en ella se recogen, pero sobre todo el sometimiento del poder militar al poder civil sin reserva alguna. Medio siglo antes, ese mismo hombre se había rebelado entusiasmadamente contra otra Constitución que contenía los mismos valores que la que estaba ordenando a sus hombres que defendieran. Posteriormente, se despidió de todos y cada uno de los jefes, oficiales y suboficiales que había tenido a su cargo y se marchó a su casa sin hacer más ruido.
Su asesinato significó uno de los primeros golpes duros recibidos por el primer gobierno socialista de Felipe González. Los sepelios de militares abatidos por ETA no eran fáciles a principios de los años 80 para las autoridades civiles, la presión de los terroristas era insostenible, y aunque en 1983 González y Miterrand firmaron los primeros acuerdos de colaboración franco-española en la lucha antiterrorista, aún habría que esperar varios años a que esa ayuda fuera eficaz y se notara en las calles. No solo los militares mostraban en público y en privado su profundo malestar ante esta situación, sino que grupos de ultraderecha aprovechaban la situación para agredir verbal, y a veces físicamente a autoridades civiles.
Cuenta Alfonso Guerra en su volumen de memorias “Dejando atrás los vientos”, que el funeral de Quintana Lacacci fue, sin lugar a dudas, el momento en el que el Ejército aceptó finalmente su sometimiento al poder civil. Las honras fúnebres se celebraron en el patio del Cuartel General del Ejército, concretamente en el Palacio de Buenavista, y era costumbre que el féretro saliera por la puerta trasera del edificio, para evitar que los ultras pudieran aprovecharse de las circunstancias e insultar a las autoridades ganando una notoriedad innecesaria. Cuando los representantes del gobierno se negaron a salir por la puerta de atrás porque lo consideraron indigno de la trayectoria y personalidad del homenajeado, aún a costa de soportar durísimos improperios, los militares se sintieron sorprendidos y agradados. Efectivamente, nada más enfilar la calle, los ultraderechistas comenzaron su espectáculo contra el gobierno socialista, momento en el que el hijo menor del fallecido Quintana Lacacci se acercó al presidente González, se cuadró y le dijo: “No haga usted caso, presidente, de los que gritan. Yo sé que usted hace cuanto puede”…..
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